POR JUAN PABLO VILLALOBOS

viajamos
lado a lado
como numa edição
bilíngue

viajamos
lado a lado
como en una edición
bilingüe

Ana Martins Marques

Que yo sepa, hasta donde yo sé, hasta donde pude investigar, ni mi suegro Ívan, ni su suegro José –el bisabuelo de mis hijos–, leían poesía. Ívan era informático, trabajó durante casi toda su vida para la IBM, y durante una época había sido un lector pertinaz de ciencia ficción. José, militar y profesor, en cambio, prefería leer historia: la Grecia antigua, el Imperio Romano, las monarquías, las grandes campañas militares, la Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, el nacimiento y desarrollo de Brasil. Fueron lectores predecibles. Sus lecturas, quiero decir, se correspondían con su personalidad, con su actividad profesional, no había nada misterioso o incoherente en ellas.

*

Cuando conocí a mi suegro, en 2006, la primera vez que fui a Brasil, yo había cometido el error de haberlo convertido en abuelo. Por si fuera poco, yo apenas hablaba portugués y él no hablaba español; nos dedicamos, entonces, a fingir que nos entendíamos, a disimular los malentendidos, a sonreír y asentir como muestra de buena voluntad. Nos bastó con un vocabulario pobre y, de hecho, a pesar de que con el paso de los años yo adquirí fluencia en portugués, nos siguió bastando hasta el final, en parte por su personalidad y en parte porque teníamos muy poco en común, nuestros temas de conversación eran muy limitados: futbol, cachaça, cerveza, las noticias del día en la Folha de São Paulo, cuyas páginas se iban acumulando, desperdigadas, día tras día, en el cuarto de la televisión.

Nos sentábamos frente a la pantalla a ver un partido del Brasileirão y yo me esforzaba en identificar a algún jugador que nos ayudara a salir del silencio, de esa atmósfera incómoda que se prolongaría hasta que yo me diera cuenta de que a ese delantero, ahora viejo, yo lo había visto jugar en España, o hasta que descubriera que ese chiquillo en el medio campo, imberbe, adolescente, era sensacional, y le pidiera a mi suegro referencias para recordarlo años más tarde, cuando me lo reencontrara en una noche de Champions League.

Mi suegro, como mi padre, era un hombre de poquísimas palabras; ambos eran hombres un tanto hoscos, insondables, misteriosos, reactivos, en los que pareciera anidarse un sentimiento silenciado desde la infancia, como escribiera Hilda Hilst:

Ni supe defenderme de las palabras.
Ni supe hablar de las aflicciones, de la herida
De no saber hablar de cosas amorosas.

Lo que vivía en mí, siempre callaba.
¿Qué pasaba en el interior de mi suegro y de mi padre?
¿Qué era aquello que se quedaba siempre sin nombrar?

Por cierto, tanto mi suegro como Hilda Hilst, que nació en un pueblo del interior de São Paulo, fallecieron en el mismo lugar, en otra ciudad del interior paulista, en Campinas, la ciudad de la familia de Andreia, mi esposa.

*

Ya perdí la cuenta de las veces que fui de visita a Campinas e incluso viví ahí entre 2011 y 2014, un intermedio en los veinte años que llevo viviendo fuera de México, en Barcelona. Una de las cosas extrañas de mi vida en Brasil fue volver a tener a la familia cerca, en este caso, a mi familia política: suegra y suegro, un cuñado, abuela y abuelo, una tía, un tío y un primo. Contrario a mi familia en México, mi familia campineira es pequeña, pero aun así mantenía sus rituales ineludibles: churrascos de cumpleaños, macarronada dominguera –herencia italiana–, vacaciones en el litoral paulista, visita semanal a la casa –oscura– de los abuelos.

¿Por qué Walder y José no abrían las cortinas gruesas, pesadas, de su casa? ¿Por qué la luz estaba siempre clausurada? ¿Por qué vivían en la penumbra? ¿Acaso no era demasiado transparente la metáfora sobre el ocaso de la vida?

Atrás, en el patio, mis hijos, a quienes con certeza la oscuridad intimidaba, lanzaban la pelota a un aro de basquetbol. En el interior, José iba hilvanando una frase atrás de otra sobre los temas que le fascinaban, componiendo un monólogo bienhumorado que tenía algo de infantil, de niño pedante: ¿Sabes la historia del emperador Constantino?, me preguntaba, o Aquí en Brasil hubo un presidente, Juscelino Kubitschek, que fue el único presidente gitano del mundo, decía, o Cuando inventaron los tanques cambió la guerra para siempre, ahora podían avanzar sobre las trincheras.

Mi suegro, como mi padre, era un hombre de poquísimas palabras; ambos eran hombres un tanto hoscos, insondables, misteriosos, reactivos, en los que pareciera anidarse un sentimiento silenciado desde la infancia, como escribiera Hilda Hilst

De pronto, José salía de su ensimismamiento y, movido por la curiosidad o quizá nomás por cortesía, me pedía que le explicara algo sobre los aztecas o los mayas, que le confirmara algún detalle relacionado con la Corona de Aragón. Yo no conseguía decir gran cosa. Pensaba en mi abuelo paterno en Lagos de Moreno, una ciudad del interior de Jalisco, en sus obsesiones –la huerta, el box, los toros, sus recuerdos de la infancia durante la Revolución–, en las anécdotas que, al final de su vida, nos repetía una y otra vez, entre risas de asombro: «Vino un chiquillo a avisarnos que en la esquina había un muerto. Fuimos corriendo a verlo. Le habían dado un balazo en la cabeza, tenía los ojos ciegos, como las golondrinas». Mi abuelo hablaba como Juan Rulfo. El de Andreia, como Machado de Assis.

Avanzaba la tarde en la casa de los abuelos, nadie abría las cortinas, alguien encendía las lámparas, pero eran de luz mate, amarillenta, que, en lugar de alumbrar, le daban a la penumbra una apariencia vieja, anacrónica, de petróleo y quinqués; la atmósfera se volvía cada vez más opresiva.

Yo me volvía a sentir niño. Un niño triste, miedoso: yo no fui un niño feliz. Tenía que escapar de ahí, huir de la memoria de los abuelos, recitar, dentro de mi cabeza, un poema de Paulo Leminski que funcionaba como conjuro para salir:

Hallar
la puerta que se olvidaron de cerrar.
El callejón con salida.
La puerta sin llave.
La vida.

*

Aire. Luz. Calor. La vida exterior. Diciembre de 2021. Durante cinco días damos la vuelta a Ilha Grande haciendo senderismo. Bueno, en realidad en ese tiempo solo alcanzamos a recorrer la mitad de la isla, la parte localizada frente a la costa de Rio de Janeiro. Viajamos desde Barcelona a Brasil para pasar la Navidad y el Año Nuevo, nos quedaremos en total un mes, el bebé, y su hermana, nacida después, son ahora adolescentes, mis suegros se han separado, Andreia y yo seguimos juntos, mi familia política ha crecido un poco: ahora tengo una concuñada, una sobrinita y a Georges, el novio de mi suegra.

Esta es la última vez que veré a mi suegro y al bisabuelo de mis hijos; meses más tarde –José primero, Ívan después–, los dos habrán de fallecer. Pero yo no lo sé todavía, estoy persiguiendo a nuestro guía por senderos pedregosos con una mochila a cuestas en la que solo hay un libro, el más reciente de Angélica Freitas, me he propuesto que en este mes leeré únicamente poesía brasileña, me preparé recorriendo los sebos de Campinas y las poquísimas librerías que sobrevivieron a la pandemia, caminamos y caminamos durante horas –cansados, sudorosos, medio insolados, felices– y yo anhelo el momento de nuestra siguiente parada: una playa virgen, siempre hermosa, el mar que trae la recompensa de lo salvaje e impredecible. Si hay suerte, una cerveza; con mucha suerte, una caipirinha; con muchísima más suerte, la sombra de un árbol. Sentarse mojado a leer, gotear agua salada sobre las páginas, imaginar que un café en Rosario podría perfectamente ser, claro que sí, esa mismísima playa, sentir lo mismo que la poeta:

qué bien
no querer nada
quedarse sentada en el café
y no querer otro café
ni siquiera agua
y de repente
no querer escribir
ni leer
nada, nada
y sobre todo no querer
salir a la calle ni volver a casa
y mucho menos
avisarle a alguien
mi paradero

Qué bien, sigo yo, que aun existan las promesas cumplidas, los paraísos que no estaban perdidos, la alegría estereotipada de unas vacaciones en un lugar hermoso, la compañía de la gente que amas. A diferencia de mi padre, a diferencia de mi suegro, yo sí puedo hablar de las cosas que suceden en mi interior, nombrarlas, así que, en cuanto lleguemos a esa playa, me aproximaré a mi esposa y a mis hijos, los abrazaré, y le diré a nuestro guía, exultante:

Você poderia tirar uma foto da gente?

*

Porém.                            Sin embargo.

somos cada vez más jóvenes
en las fotografías

(Ana Martins Marques)

*

De verdad no entiendo qué estamos haciendo aquí, dice Mateo, mi hijo adolescente. Estamos rodeados de gente que bebe cerveza y conversa a gritos, paquerando –verbo insuperable para describir el acto de coquetear inocentemente–, pero el alcohol le roba la inocencia al verbo y lo tiñe de agresividad; el ambiente parece más próximo al abuso que a la seducción.

Estamos en el exterior, es de noche, huele mal, a agua insalubre, al mar podrido de Rio de Janeiro. Un grupo de policías militares vigila la escena. Portan armas largas que aquí, en la mureta de la Urca, son mera estrategia de disuasión, mientras que allá arriba, en las favelas de los cerros que circundan la ciudad, cumplen cotidianamente su función real: herir y matar. Mi hijo tiene miedo, está asustado después de caminar cuarenta minutos, en el atardecer cada vez más lúgubre, por calles cada vez más solitarias, desde la playa de Botafogo; todavía no comprende que los mecanismos de la desigualdad nos protegen, que estamos del lado privilegiado de ese muro invisible que separa y discrimina a la gente a todo lo largo de las ciudades de Brasil.

¿Qué estamos haciendo aquí, en serio?

Yo solo quería revivir dos momentos felices, uno de 2013 y otro de 2014, dos tardes perfectas que pasé acodado a la mureta bebiendo cerveza y comiendo bolinhos de bacalao mientras el sol se ponía en el horizonte carioca. Yo solo quería escenificar de nuevo el ritual.

Porém. Sin embargo, esta vez se nos hizo tarde. Me lo advirtió Andreia una y otra vez: Se está haciendo tarde. Pero yo insistí, vamos, falta poco. Seguimos caminando, entonces, hacia un lugar al que no íbamos a llegar jamás.

(El lugar no estaba adelante, estaba atrás.
Nos escapamos de ahí en taxi.)

*

escribo
como quien construye
un túnel transparente
para el viento
como quien modela el viento
como quien desea
ayudar
al viento
a pasar

(Fabricio Corsaletti)

Reviso en mi teléfono las fotos que tomé durante ese mes en Brasil. La gran mayoría son de árboles. De árboles y de poemas. El guayabo de la nueva casa de mi suegro, la casa a la que se mudó al separarse de mi suegra. Los frágiles helechos del jardín botánico de Rio de Janeiro. Los majestuosos oitis que dan sombra a las calles de Copacabana. Los arbustos de café y los olivos de la chácara de Georges en el interior de Minas Gerais. El papayo en el patio trasero de la casa de Walder y José. Poemas de Ferreira Gullar, de Hilda Hilst, de Paulo Leminski, de Vinicius de Moraes, de Ana Cristina Cesar… Poemas que fotografié para recuperarlos después, quién sabe como pretexto para escribir un relato de este viaje, un túnel del tiempo, un túnel de viento.

No tengo fotos de Ívan ni de José.

*

La última vez que lloré sin control, sin consuelo, fue cuando mi primo Mario falleció. Tenía un año menos que yo y habíamos crecido juntos en Lagos de Moreno. Fue una muerte cruel, tristísima; por ser prematura –Mario tenía cuarenta y cinco años–, porque dejó tres niños, porque estaba peleado con su papá. Mi tío Mario, hermano de mi padre, mi padrino, otro hombre de pocas, poquísimas palabras. El cáncer se los llevó a los dos.

Mi primo Mario había elegido a mi padre como confidente en sus últimos años, mientras yo vivía lejos, en el exterior. El aviso de su muerte me llegó al teléfono, en un mensaje de WhatsApp, igual que el de la muerte de José, primero, y de Ívan, después. Mensajes escritos con tiento, con cariño, procurando no lastimar, como si eso fuera posible. Eufemismos.

Ya descansó.                                Já descansou.

Dos palabras que se meten dentro, anidan, se anudan, me hacen enmudecer.

*

Al final de todo, tal vez esta sea una carta de despedida. Más que una crónica de viaje, es un relato de amor a la familia. Y a la poesía brasileña.

Sí.
Todos los poemas
son de amor.
Por la rima,
por el ritmo,
por el brillo
o por alguien,
o algo
que pasaba
a la hora
en que la vida
se volvía palabra.

(Alice Ruiz)

Até mais, José.
Boa viagem, Ívan.