Eduardo Ruiz Sosa
El libro de nuestras ausencias
Candaya
462 páginas
POR MATÍAS NÉSPOLO

La desmesura es a la vez fondo y forma, un espíritu negro que trasciende y sus hiperbólicas raíces en tierra. La desproporción del hipertrofiado monstruo del horror. Imagino que si el legendario Marlow de Conrad intentara cercarlo en el siglo XXI, ya no encontraría un Kurtz capaz de nombrarlo, porque en el reino de lo inefable, la afonía es la norma.

Me explico. El rodeo viene a propósito de lo que no se puede hablar: aquello de lo que trata El libro de nuestras ausencias, la segunda novela de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983). Si es banal –como quería Hannah Arendt– o no, poca importancia tiene, porque igualmente escapa a toda lógica, lenguaje y representación.

Supongo que se requieren 460 pp. como las de Ruiz Sosa para apenas insinuar el asunto, pero lo intento por deferencia al lector. Imaginemos el Maracaná a rabiar de gente. Ahora imaginemos tres o cuatro estadios como ese, según estadísticas oficiales, pero quién sabe. Pues ese es el número estimado de ausencias sólo de los últimos quince años, desde que Felipe Calderón declarara «la guerra al narco» en 2007. Inútil contabilizar las anteriores, durante la infancia del monstruo; porque esa cifra ya es cegadora. Junto a ella el total de caídos de las «guerras floridas» –como decía Bolaño– de los setentas parece una broma. Pero quizá lo peor de todo sea que un tercio o más de esas ausencias lo serán por siempre. Jamás podrán ser identificadas porque nada queda de ellas en esa gigantesca fosa común llamada México.

Ese vacío imposible de escamotearlo es monstruoso. «Ni carne ni ausencia de carne» es el leitmotiv que percute una múltiple voz narrativa a lo largo de la obra, porque entre otras cosas esta novela es también una suerte de teoría de la representación dramática. O incluso un tratado sobre los límites de la representación a secas, cualesquiera que sean los lenguajes artísticos empleados y la palabra por descontado: «mural de los ausentes / una colección un museo un perdulario un límite / esta es la frontera, la única frontera posible, ninguna otra tiene validez delante de estos cuerpos» (p. 61).

Le ahorro al lector la peripecia de una trama que le conviene descubrir por sí solo. Solo apunto su detonante: la desaparición de Orsina, una actriz que lidera una suerte de compañía salvaje, y esa pandilla de huérfanos intérpretes sale en su búsqueda a la intemperie de un teatro del horror a cielo abierto. El que recorren y excavan las rastreadoras entre las fosas clandestinas de la sierra de Culiacán. ¿Cómo se reconoce un hueso de una piedra? El hueso se pega a la lengua, explican las expertas.

La lengua, sí. La pregunta que plantea esta novela es cómo hablar de aquello que escapa a toda representación, eso que ni el lenguaje puede arañar. Pues forzando sus costuras o, ya de plano, inventando uno nuevo, parecería que propone Ruiz Sosa: reventar la puntuación y el uso de mayúsculas, escandir las frases como si fueran versos, partir y soldar entre sí las palabras rotas y las voces quebradas… Así cuaja una insospechada eficacia expresiva en un relato de dolorosa contundencia. Cabe aclarar que estas innovaciones formales Ruiz Sosa ya las había comenzado a explorar en los meritorios relatos de Cuántos de los tuyos han muerto (2019), pero adquieren aquí la solvencia de un salto cualitativo magistral.

Con todo, esta no es la principal exigencia que se plantea al lector, sino del tipo emocional. Se trata un relato absolutamente legible, hipnótico y arrollador. Una novela polifónica a lomos de una única voz que las contiene a todas: las presentes y las ausentes, las del pasado y las del futuro, las de las víctimas y las de los verdugos. Una voz monstruosa –como la del Visitador General de la Nueva España José de Galvez en su periplo genocida periplo en el siglo XVIII o la cruel atracción circense del XIX Julia Pastrana– que nos engulle para conducirnos desde sus entrañas hacia lo innominado.

Apuesto a que ningún lector saldrá indemne de este viaje, porque no se trata de un amable periplo circular, como el de Ulises, sino de la correntosa marcha acumulativa de un palimpsesto que no cesa: «no son los mimos muertos, pero es la misma muerte». La prosa de Ruiz Sosa es absolutamente necesaria y, sin duda, una de las mejores de la literatura latinoamericana actual.