Sí: creo que toda la literatura es una zona de relaciones,
probablemente una entidad.
Marcelo Cohen
I
Nacido en 1951 en Buenos Aires, Marcelo Cohen viajó a España a finales de 1975, tres meses antes del golpe de Estado militar en Argentina. A raíz de este viaje se instaló en Barcelona, donde acabó residiendo hasta 1996. Su prolífica labor como escritor se conjugó desde el principio tanto con el periodismo cultural –en El País, La Vanguardia, Quimera, Lateral o El Viejo Topo– como con la traducción literaria, en cuyo campo se convirtió en un prestigioso referente. Vertió al español un sinnúmero de obras del francés, portugués, catalán y, fundamentalmente, del inglés de diferentes épocas, desde Christopher Marlowe a J. G. Ballard y Teju Cole. Su amplia obra narrativa incluye las novelas El país de la dama eléctrica (1984), Insomnio (1986), El oído absoluto (1989), El testamento de O’Jaral (1995), Inolvidables veladas (1995), Hombres amables (1998), Donde yo no estaba (2006), Casa de Ottro (2009), Balada (2011), Gongue (2012) o Algo más (2015), así como los libros de relatos Lo que queda (1972), Los pájaros también se comen (1975), El instrumento más caro de la Tierra (1981), El buitre en invierno (1984), El fin de lo mismo (1992), Los acuáticos (2001), La solución parcial (2003), La calle de los cines (2018), Llanto verde (2022) y la edición de sus Relatos reunidos (2014). Prolífico autor de ensayos literarios y de crítica musical y cultural, Cohen publicó las colecciones ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003), Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción (2014) y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (2017), además de Un año sin primavera (2017), un título a caballo entre el diario, el ensayo y el cuaderno de viaje. Fue responsable del proyecto editorial Shakespeare por escritores, que consistió en la traducción a cargo de escritores iberoamericanos de las obras completas de Shakespeare. También dirigió la colección «Línea C» de la editorial Interzona, consagrada a la literatura fantástica. Desde 1996 vivía en Argentina, donde capitaneaba junto a Graciela Speranza la insustituible revista Otra Parte Semanal (https://www.revistaotraparte.com/).
II
Parcas y a todas luces insuficientes, las líneas anteriores deberían haber silueteado la figura de Marcelo Cohen en la entradilla de una entrevista que me empeñé en hacerle para Cuadernos Hispanoamericanos. Aplazada y postergada por distintas razones desde el otoño de 2019, la entrevista nunca vio la luz. Hoy apenas agregaría a esa entradilla privada un breve apunte: en julio de 2022, la Biblioteca Nacional argentina distinguió a Marcelo Cohen con la Rosa de Cobre.
Compuesta de dieciséis preguntas, la entrevista que le remití a Cohen ocupaba nueve páginas en un documento de Word, entre preguntas y espacios sugeridos para las respuestas. Al repasar nuestra correspondencia electrónica, descubro que se la envié unos días antes de lo acordado, a mediados del mes de octubre de 2019, pues mi segundo hijo estaba a punto de nacer.
La entrevista arrancaba con una pregunta sobre el despertar de su vocación literaria y el entorno social y familiar en que esta se fraguó. Esencialmente, quería que me explicara cómo pensaba y sentía ese «joven maximalista argentino de clase media judía» –en sus propias palabras– que aún no se había subido al avión que lo transportaría a España. Poco después, su labor periodística empezó a compaginarse con los trabajos de traducción, mientras su mundo literario se desplegaba al ritmo de tantas lecturas fundamentales. A lo largo de esa década de 1970 Marcelo Cohen leyó –tal y como él mismo aseveró en otros lugares– a la mayoría de escritores que, cuarenta años después, seguía citando más a menudo (lo mismo le sucedió con el cine y la música). Sin el rigor de una doctrina, Cohen practicó la flexibilidad de una actitud. En una ocasión afirmó que mundo es lo que hacemos con lo real, convencido de que «todas las ficciones hacen mundo, lo componen; pueden helarlo o abrirlo. Yo pienso que para abrirlo hacen falta argumentos originales. Ilación, por qué no». Para Cohen, el argumento era la energía de la narrativa, el fundamento de su intensidad. Afirmar entonces que los argumentos se alzan como la energía del mundo, ¿sería traicionar el pensamiento de este autor? Campo de pruebas, red de saberes, relatos, información, imágenes y lenguajes de una época, la novela significaba para Cohen el singular espacio hacia el que un narrador se encamina con un postulado de la imaginación, una forma soñada, una hipótesis o conjetura, todo lo cual se resuelve o define durante la escritura, esa asombrosa «excursión a una zona de relaciones». Transformar los límites del mundo no fue nunca una premisa descartable –al fin y al cabo, una poética es una manera de descubrir el mundo al inventarlo en un relato–.
Ciertamente me quedé con las ganas de que enumerara en esa entrevista inédita y postergada los acontecimientos artísticos que marcaron su sensibilidad, pues la Zona Cohen, ese fascinante estado de agregación del pensamiento literario, se galvanizaba con el quehacer diario, con la renovada posición que cabe adoptar en el flujo de relaciones suscitado por cada lectura.
No obstante, los lectores de Marcelo Cohen podemos acudir a una reveladora lista de diez libros de importancia decisiva para este autor. Considerados en conjunto, permiten hacernos una idea cabal del escritor que llegó a ser Marcelo Cohen. En YouTube, la Audiovideoteca de Escritores colgó una entrevista con Marcelo Cohen en la que este lleva a cabo un donoso e hipotético escrutinio en la biblioteca de su propia casa, que arrojó el siguiente resultado: 1) las crónicas de José Martí; 2) los relatos de Felisberto Hernández; 3) Luz de agosto de William Faulkner; 4) la trilogía novelística de Samuel Beckett; 5) las novelas de Flann O’Brien; 6) El desierto de los tártaros de Dino Buzzati; 7) Hielo de Anna Kavan; 8) Final de juego de Julio Cortázar; 9) la poesía de César Vallejo; 10) La exhibición de atrocidades de J. G. Ballard.
Una obra del siglo XIX.
Nueve del siglo XX.
Diez formas de abrir la conciencia a los vaivenes del viento; diez formas de preocuparse por el lenguaje –termómetro rusiente, sutil membrana de contacto en la Zona Cohen–.
III
Los textos de Marcelo Cohen responden a estados de ánimo diversos y reaccionan a contingencias disímiles. Pronto, muy pronto sus lectores advirtieron que el lenguaje protagonizaba genuinamente los libros de este escritor único. Es el suyo un lenguaje tenso, alegre, recorrido por diálogos chispeantes y conflictos irremediables; un lenguaje salpicado de las perplejidades que avivaban el pensamiento de un escritor que también fue un traductor capaz de inventarse mundos y de asumir, sobre todo, que la ternura y el sentido del humor podían representar la enésima variación de algún desacato.
Habitamos mundos desarreglados, entre ellos el despótico mundo de la cultura de masas, donde el futuro no deja de comenzar. «No es improbable que la realidad se repita», le dice Gaco a Tamastú en la novela Algo más. En efecto, cuando el ansiado cambio y los puntos de inflexión se encomiendan a un orden tan restringido como el de la economía, el caos termina por informar cada faceta de la existencia, cada nueva decepción, mientras el verdadero cambio queda postergado. «Por supuesto», le responderá Tamastú a Gaco, «pero no se te ocurra decirlo delante del público». Y cualquiera de los dos: «No, no, sobre todo porque es un hecho amargo». En la Zona Cohen, todo cuento es la historia del descubrimiento de un error (es decir, la historia de un despertar).
Y ahora adoptemos un punto de vista, uno más entre los posibles: el proyecto literario de Marcelo Cohen puede ser examinado como una exploración de las tendencias socioeconómicas y geopolíticas características de finales del siglo xx y comienzos del xxi. O, tal y como lo definió la profesora Ilse Logie, como «una reflexión intensa sobre las posibilidades de rebeldía en las sociedades postindustriales –particularmente de las periféricas del Tercer Mundo–».
Lo más global del mundo globalizado, por lo visto, ha sido el subdesarrollo endémico del sentimiento.
La representación de la frágil vida suburbana en la literatura de Cohen constituye una obvia crítica social que aspira a desenmascarar el simulacro tardocapitalista, tarea para la que el lenguaje se alza como una herramienta básica, en especial en su cuidado por esquivar todo eslogan, todo lugar común del pensamiento, como subrayó Cohen en el prólogo a La solución parcial: «Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser el tímpano más sensible». La dificultad para salir del mundo despótico de la cultura de masas –producto del Estado y los consorcios– es que ese mundo se basa en un lenguaje. La única manera de eludir dicho dominio, en consecuencia, es hablar de otra manera (acaso fue este el modo que encontró Cohen para inventar al mejor lector y, a su vez, ser el mejor escritor posible).
Entre la formulación de lo nuevo y la repetición de lo mismo, Marcelo Cohen llegó a diseñar un cronotopo que, arraigando en las fricciones y desplazamientos suscitados por la falla ontológica del paso del siglo xx al xxi, se urdía alrededor de un dialecto específico. En ese cronotopo del Delta Panorámico se habla deltingo, una suerte de koiné o de brillante síntesis de giros, jergas y etimologías de la lengua española y otras lenguas románicas, con ecos del idioma klingon de Star Trek, de las portmanteau words à la Joyce y del glíglico de Cortázar, y aun del panlenguaje de Xul Solar. Este uso del lenguaje produce un singular e hilarante extrañamiento, ya que además incorpora realidades y artilugios exclusivos del referido Delta Panorámico. Del combate entre el caos y un lenguaje otro surge entonces un realismo incierto, un realismo inseguro, una experiencia lectora inolvidable. «Lo que acontece es sólo lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada», recordó en algún sitio Roland Barthes. Como una enigmática contraseña, la sintaxis de Cohen nos invita a desalojar de la conciencia los trastos de una vida enajenada.
IV
Pero no olvidemos esbozar una pequeña cartografía del Delta Panorámico.
El realismo inseguro de Cohen fue decantándose con el correr del tiempo hacia espacios cada vez más inciertos, en congruencia con la movediza, áspera realidad exterior, aludida ya como «el mundo inflacionario» en el cuento «El fin de lo mismo», incluido en el libro homónimo de 1992. A este respecto, resulta elocuente el prólogo de La solución parcial (2001), una especie de antología que reunió cuentos ya publicados en El buitre en invierno (1984) o El fin de lo mismo (1992), junto a otros inéditos. De todos esos textos afirmó Cohen lo siguiente: «Todos transcurren en una especie de futuro inminente (que en algunos casos ya llegó y pasó) y son parte de una “sociología fantástica”».
Sugerido en la última década del siglo xx, cuando se acentuaba la veta sociológico-fantástica de la literatura de Cohen, apareció entonces el ambivalente territorio del Delta Panorámico, configurado definitiva y explícitamente en el libro de cuentos Los acuáticos (2001). ¿En qué consiste, a grandes rasgos, el Delta Panorámico? Guillermo Saavedra acertó a resumirlo con soltura: un «territorio múltiple, caleidoscópico, integrado por islas que coexisten en un equilibrio inestable al modo de la Antigua Grecia y que le permite a Cohen postular aparentes anacronismos o insalvables contrastes culturales en virtud de la inaprehensible totalidad de un archipiélago imaginario que parece nutrirse de las ficciones de nuestra propia realidad al tiempo que las refuta o las recrea». Ese Delta se alza como otra historia de asociaciones en la escritura de Cohen; el rubedo de su afiligranada alquimia literaria.
Distinguen a este cronotopo varios elementos, entre ellos la vaga atmósfera posapocalíptica que esmalta cada historia panorámica, lo cual se subraya, por lo demás, por medio de la existencia de dispositivos generadores de distintas formas de realidad (la Panconciencia) o un sistema político distópico (la Democracia Gentil). Concurre en el Delta también una gran pluralidad de criaturas fusionadas, a semejanza de los cyborgs, un término que no debe interpretarse como sinónimo de robot o de máquina, sino desde la noción mucho más abarcadora sobre la que se fundó «A Manifesto for Cyborgs: Science, technology and socialist feminism in the 1980s», de Donna Haraway, publicado en 1985. Allí, en lo esencial, el cyborg constituye un organismo cibernético capaz de transgredir los límites, propiciar fusiones y peligrosas posibilidades al tiempo que cortocircuita varias de las dicotomías que definen el discurso cultural hegemónico: yo/otro, cultura/naturaleza, masculino/femenino, total/parcial, hombre/máquina. En virtud de su maleable naturaleza, el cyborg se irguió como una brecha indispensable del discurso posmoderno y, en el caso de Cohen, cabe interpretarlo como un índice evidente de la distintiva, fluida y ambigua realidad expresada en el ilimitado espacio de posibilidades y subjetividades de su literatura. Al fin y al cabo, como afirmó Ballard en el prólogo de Crash, «el hecho capital del siglo xx es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada».
El énfasis en lo posterior, en lo subsiguiente, que en Cohen se manifiesta mediante una excepcional convivencia de lo anacrónico y lo anticipatorio (así, por ejemplo, existen cyborgs –ciborgues, más concretamente–, pero no correo electrónico) activa un tiempo regresivo que diluye los adelantos de la modernidad, revelando las aporías del modelo en su versión neoliberal argentina. He aquí donde encepa ese fino esmalte posapocalíptico de las narraciones panorámicas y parapanorámicas de Cohen, en cuyo horizonte asoma el histérico rumbo de nuestras sociedades hacia lo que una vez este autor denominó «liberalismo concentracionario».
V
En concreto, la índole posapocalíptica de la obra de Cohen responde a una particular configuración según la cual el texto literario conserva el mitema de la catástrofe o el desastre, pero únicamente como referencia elusiva o índice de las condiciones sociales que en la narración definen la vida de los personajes. Es decir, a sabiendas de que nuestras sociedades no han dejado de construir relatos sobre el fin del mundo –cuya significación analizó Frank Kermode en El sentido de un final–, las recreaciones posapocalípticas se centran en lo que ocurre después del fin, particularmente cuando, tras lo sucedido en el siglo xx, los propios acontecimientos históricos suministraron por sí mismos contundentes escenarios de devastación, destrucción y trauma (esto es, imágenes del puro fin) que antes sólo habían estado al alcance de la teología o la ciencia ficción: los campos de concentración nazis, una explosión atómica. After the End. Representations of Post-Apocalypse (1999), de James Berger, sería una buena addenda al clásico título de Kermode. De todas formas, la de Marcelo Cohen «no es una imaginación finalista, pues tiene al apocalipsis por “última ilusión de la mente burguesa mundial”. En todo caso, coincide con McLuhan en que, si no ocurre algo inesperado, el hiperactivo paisaje tecnológico nos devolverá a formas de pensamiento mítico» (Nicolás Cabral).
Lo que sucede tras el fin en las ficciones de Cohen es una nueva y monótona decepción, una mínima variación de grado de las condiciones hiperinflacionarias y de superproducción globalizada que condujeron al colapso que, en teoría, debería haber significado el fin de todo. Pero, a diferencia del cine de trama posapocalíptica (cuyos personajes se definen a menudo por su monstruosidad y carácter violento, en la estela de películas como Terminator (1984), de James Cameron, o Twelve Monkeys (1996), de Terry Gilliam, la heterodoxa propuesta de Cohen incluye elementos tanto arcaicos como futuristas y, en última instancia, dibujan un mundo postutópico donde «las fuerzas del mal sintomatizan los cuerpos» (Isabel Quintana), esto es, la maquinaria y la tecnología acaba por producir en los cuerpos, integradas en ellos, lo monstruoso-humano, al tiempo que el entorno urbano se asocia a lo patológico y decadente. Por así decirlo, un tecnoprimitivismo.
Gracias a la inclusión de rasgos asociados habitualmente a la ciencia ficción y el cyberpunk, géneros en cuyas tramas abundan los cataclismos, siniestros y, sobre todo, nuevas formas sociales a resultas del advenimiento de algún suceso crítico, la obra de Cohen logra su efecto posapocalíptico. Pues, tras el desastre, lo único que sobrevive «es la palabra que surge después de la mudez y el olvido» (Geneviève Fabry e Ilse Logie). Desde sus textos, los lectores alcanzamos a oír un eco, una intuición matizada: allí, al fondo, nos aguarda la ansiada posibilidad de contacto con lo real.
VI
Por si fuera poco, la Zona Cohen aloja uno de los mejores cuentos que he leído. En ocasiones, de hecho, me parece el mejor cuento del mundo. Se titula «Leyenda mortal» y, a su manera, plantea una salida al falso dilema del cuento, que a menudo se debate todavía –como recordó Cohen– entre el modelo «rodaja de vida», a lo Chejov, Maupassant o Carver, y el modelo semialegórico a lo Borges o Calvino. Por lo demás, Cohen reconoció haber encontrado sus propias soluciones entre las páginas de Kafka, Buzzati, Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, John Cheever, J. G. Ballard o M. John Harrison.
¿Cómo resumir «Leyenda mortal»? Podría decirse que es la historia de una muchacha llamada Lina y un hombre ensamblado, quienes protagonizan una historia repleta de inversiones textuales y caóticas yuxtaposiciones.
Amplificación: Lina es una muchacha que trabaja en la heladería de un aeropuerto, cuya vida transcurre tras el mostrador que atiende y, durante sus pocos ratos de ocio, «en las humillantes escaramuzas de la discoteca» a la que acude algunos días. Los fines de semana, en una «gran discoteca periférica», Lina se integra en una suerte de banda juvenil acaudillada por un energúmeno violento y rapado, el cual determina los emparejamientos de sus miembros de manera despótica y machista. Pero un día, entre las cubetas de los distintos sabores de la heladería, Lina encuentra una extremidad humana. Sucesivos hallazgos de miembros y órganos parecen entretener su monótona vida, creando algo parecido a una expectativa durante los días subsiguientes. Arrabal, suburbio, contaminación, pesadilla habitacional, una banda de jóvenes afectivamente desnortados: todo ese monótono y degradado desconcierto empieza a disiparse gracias a la aparición de las extremidades en las cubetas de helados, que Lina traslada al apartamento compartido con una amiga. En realidad, abandona y acumula aquellos trozos hallados (ganglios, una camisa de pana no muy sucia, glúteos, botones, una nariz que parece de caucho). Una tarde, Lina oye que la puerta de la habitación cerrada (aquella en la que ha ido apiñando los miembros y despojos) se abre. Y, a continuación, sí, surge la figura de un hombre.
Vaya, pensé la primera vez que lo leí, frente a la ventana de un apartamento en Washington D. C., esto empieza a desquiciarse. Por abreviar: después de convertirse el hombre ensamblado en una suerte de guardaespaldas de Lina, esta lo invita una noche a subir al apartamento. Beben una copa y, entonces, todo parece conducir a un retorcido clímax romántico: «Lina, besándolo, mejor dicho echándose atrás después de darle un beso, señala la cama con un mohín». Pero en ese momento el hombre ensamblado se aparta y se turba: «Es que yo cobro», dice.
El cuento no ha terminado aún, no. Pero es que yo ya estaba de pie frente a aquella ventana de guillotina en Washington D. C., absolutamente perplejo por el rumbo que había tomado el cuento, que zarandeaba el mito de Frankenstein y lo trasladaba a un lugar insospechadamente caótico. Hacía años que un texto no me sorprendía de tal modo. El desenlace iba a gravitar sin duda en torno a la expresión «es que», la cual suele anteceder una excusa, una justificación. En efecto, el hombre ensamblado no se acuesta con Lina, puesto que, fragmentario y movedizo, está abocado a su destino: la de desmembrarse y reconfigurarse aleatoriamente ad infinitum.
Permanecí semanas bajo el efecto del cuento de Marcelo Cohen, ya que había conmovido integralmente mi conciencia. Creí ver dragones en el cielo de D. C., tal vez ciervos convertidos en dragones (los cuales se llevaban, atrapados en sus fauces, a algunos de mis seres queridos, para no devolverlos jamás). Se lo expliqué a mi mejor amiga al día siguiente de mi lectura. Reconoció al punto el modo en que la trama fluía de forma instantánea y azarosa, arrastrada por esa loca circulación de miembros, desorden y pulsiones.
Es muy bueno, me dijo.
Es que es el mejor cuento del mundo, contesté, mientras miraba por la ventana, un tanto desencajado yo también.
VII
El 27 de octubre de 2022, Maxi y yo nos subimos al coche de Maxi y pasamos a buscar a Marcelo Cohen en su casa, en el barrio de Belgrano. Nunca olvidaré que, al abrazarnos, me dijo: «¿Cómo estás, viejo?». No pudo contestar nunca aquellas preguntas de mi entrevista. Sin embargo, habíamos entablado desde entonces una amistosa correspondencia, un poco a la manera en que aceptaba los elogios: tras escucharlos con solicitud, se los sacudía, encauzando la conversación hacia otros asuntos: cómo nos iba la vida, otros libros, otras películas, otros discos. «Asombro, entrevista y cosas de la vida», rezaba el asunto de uno de sus espontáneos emails: en él me refirió cómo se le había transformado el ánimo gracias a una cena por Zoom con su hija, mientras veían en paralelo el debate presidencial de Estados Unidos. A comienzos de 2021, me envió un poema de Carlos Drummond de Andrade incluido en una antología que había comprado una tarde de 1972, a la salida de la agencia de noticias donde trabajaba. El poema se titula «Pasaje del año».
Durante mucho tiempo, busqué y encontré a Marcelo Cohen también en sus traducciones de Raymond Roussel, J. G. Ballard, Clarice Lispector, Teju Cole, Quim Monzó, Joseph Mitchell, Edmund de Waal, Philip Larkin o Harold Brodkey. Sus textos traducidos recorren una longitud de onda propia. Hace poco, Juan Cárdenas se refirió a la dizque «variante Cohen», que se resume en una idea: «un traductor no es aquel que sabe muchos idiomas, sino aquel que sabe que dentro de su lengua hay muchas lenguas escondidas que deben ser exhumadas mediante actos de escritura». Desde ese punto de vista, la lengua sobre la que se funda la «variante Cohen» se parece mucho a la vida en el poema de Drummond de Andrade, la cual «escurre de la boca, / mancha las manos, la vereda».
Recuerdo ahora aquella lista de libros del principio, nueve de los cuales eran del siglo xx, y me paro a pensar. Un siglo antes de que Cohen diseñara su proyecto, lo pusiera en pie y lo trasladara al Delta, a comienzos del siglo xx, el mundo estaba conformado por pueblos y pedanías, coches de caballos, rincones tenuemente iluminados por la luz de gas, tinas, palanganas, estampitas piadosas, aparadores, personas que eran ancianas a los cuarenta años, todopoderosos sacerdotes que hedían a humo de cigarros y ropa interior sucia, rebeldes burguesas confinadas en conventos, decretos episcopales e imperiales. El siglo xx, que pasó de la calesa a la nave espacial, fue una centrifugadora del ser. Y tengo para mí que Marcelo Cohen fue uno de los escritores que mejor entendió lo que significaba abandonar ese siglo: «Así es el hoy de buena parte del mundo: una excepcionalidad de la sinrazón, una forma descriptible pero indefinible: el fracaso de las categorías de la razón, los proyectos de dominio de lo real y las previsiones de las ideologías; la imaginación hecha tumor». Esa entidad que llamamos Marcelo Cohen catalizó algunas de las más acuciantes ansiedades e intuiciones del siglo pasado, desde la palabra entendida como organismo vírico y agente físico de reproducción de contenidos (epítome: William Burroughs) a la concepción de la escritura como una aventura en la que la conciencia no se distingue ya del mundo.
También recuerdo que Cohen utilizó el adjetivo «descacharrante» durante nuestra merienda en una cafetería del barrio de Belgrano. Y que en un momento dado se fijó en la pechera de mi camiseta de East Anglia. Entonces me habló de su estancia a comienzos de la década de 1990 en el British Centre for Literary Translation, cuando un profesor al que todos llamaban Max le sugirió una serie de excursiones por el condado de Norfolk. En efecto, Marcelo Cohen recorrió avant la lettre los itinerarios de Los anillos de Saturno. Sentí que muchas cosas hacían clic entre ellas. Y que –como declara el último verso del poema de Drummond de Andrade– la vida es muchas cosas, pero sobre todo subrepticia.
Por cierto, me dijo Marcelo mientras nos comíamos nuestras medialunas, deberíamos hacer por fin esa entrevista. Tal vez por Zoom, o por Skype. Cuando quieras, Marcelo, le contesté, nada me gustaría más.
Seguimos conversando en aquella cafetería. Me insistió mucho en que escuchara un disco de jazz: Umdali, de Malcolm Jiyane Tree-O. No era una recomendación pasajera. Me insistió de verdad, tenía que oírlo, era hechizante, de un trombonista y pianista sudafricano.
A mi regreso de Buenos Aires, un amigo subrayó lo contentísimo que se me ve en esas fotos con Marcelo y con Maxi. No he dejado de escuchar el disco de Malcolm Jiyane, integrado desde entonces en la Zona Cohen, probablemente una entidad secreta, insegura, matizada; un refugio, por qué no. En suazi, umdali significa «creador». Termino de corregir esto la noche del 27 de diciembre de 2023. En apenas cuatro días empieza aquí –del lado de las preguntas– un nuevo año, otro pasaje.