Argemino Barro
El candidato y la furia
La Huerta Grande, Madrid, 2017
128 páginas, 10.00 € (ebook 4.99 €)
POR DANIEL B.BRO

Argemino Barro es periodista, reportero, corresponsal en Estados Unidos y vive en Nueva York. Ha escrito un libro muy bien informado y de una gran sutileza narrativa a la hora de desplegar los acontecimientos y las reflexiones. Tras leer El candidato y la furia, y sin preterir aspectos analíticos, de los económicos a los sociales, de gran importancia, hay una realidad que no deja de alarmarme: Donald Trump ganó las elecciones no sólo contra todo pronóstico, sino contra toda racionalidad. Hillary Clinton no sólo tuvo más apoyo económico, sino de intelectuales y artistas, de prensa como The New York Times, The Washington Post, e incluso The Arizona Republic, que siempre apoyó a candidatos republicanos a lo largo del todo el siglo xx, respaldó la candidatura de la señora Clinton. A éstos se sumaron otros diarios conservadores. Fue a Clinton a quien dieron su apoyo Wall Street y Silicon Valley, Hollywood, y sectores como Defensa o el petróleo. Cierto, el Partido Demócrata recibió más votos populares, pero en los estados equivocados: en aquellos en los que, como Ohio (dieciocho votos electorales), ganar es decisivo, perdieron.

Hillary Clinton se ha dedicado a la política siempre con ahínco. Es una mujer muy informada, concienzuda, trabajadora, con gran experiencia en la gestión social y muy poca popularidad. Trump es otra cosa y este libro trata de él y de América. Nacido en Queens en 1946, su vida de empresario voraz y de pocos escrúpulos es tan conocida como exitosa (está en el número 113 de los hombres más ricos de América). Su vida ha estado vinculada estrechamente al mundo de los concursos de mises, la publicidad, reality shows televisivos, y, junto con un afán de liderazgo extremo, es alguien que se vanagloria de no haber leído nunca un libro. Por otro lado, nunca ha fumado, bebido ni tomado café. Como empresario, se ha metido siempre en líos: ha estado implicado en más de tres mil demandas, entre las recibidas e interpuestas. Mark Singer, que lo acompañó durante varios meses para escribir su perfil en The New Yorker, afirmó que tiene el déficit de atención de un bebé sobreexcitado. Trump es alguien que dice lo que piensa y que no duda en reírse en la cara de cualquiera. Es un tipo duro, y no sólo hace el elogio del campeón, sino que humilla a los perdedores. Sus dos grandes ideas, «America first» y «El sistema está corrompido», van dirigidas directamente a ciertos sectores de la población. El primero está vinculado con el populismo americano del siglo xx y el segundo lo puede argüir tanto los antisistema como la gente que no vota y siente que los partidos nunca harán nada por ellos. En fin, Trump no es un hombre que pueda dirigirse a la mente informada de un ciudadano, a su racionalidad. Según Barro, es un hipnotizador, un hábil manipulador de emociones básicas, con no poca capacidad para encontrar frases groseras pero eficaces. Sólo tiene que expresar su naturaleza más íntima. Barro habla de su naturaleza primaria. Es el político menos complejo de todos en cuanto a su expresión intelectual. Pero su lenguaje apela a la gente que siente que las élites los han abandonado y que únicamente las grandes capitales costeras viven bien frente al resto del país. Cleveland sería ese punto oscuro. O Virginia Occidental, que, según Barro, «es una copia a carboncillo del discurso de Donald Trump». Tiene todos los elementos de su diagnóstico: «precariedad, delincuencia, nostalgia y miedo al futuro» (en Virginia Trump ganó las primarias por el setenta y siete por ciento de los votos y a Clinton le sacó más de cincuenta puntos). No importa que la crítica al sistema del candidato Trump no corresponda con la complejidad de la realidad, y, que, por ejemplo, el crimen haya descendido en los últimos veinticinco años, él, apoyándose en que aumentó en 2015, lo magnificará y apelará a la ley y el orden más rigurosos. No importa la dureza y falta de solidaridad que han caracterizado sus empresas, él le habla al corazón del obrero blanco que ha perdido su trabajo y protección y le señala el enemigo: el inmigrante que está ocupando «su puesto de trabajo». Por otro lado, neonazis y supremacistas han apoyado a Trump. No es raro en alguien que quiere denodadamente construir un muro en la frontera con México, que es a las claras racista, que no otorga ningún crédito a las organizaciones solidarias internacionales, que cree en el aislacionismo, que busca dividir Europa, que admira a Putin y que ataca a la prensa y la libertad de expresión.

Pero su maximalismo y simplicidad, su ferocidad e intolerancia, su nacionalismo ramplón y apuesta por el ganador (él mismo) encuentran un caldo de cultivo generoso en la realidad actual de Estados Unidos. Según los datos que aporta Barro, el país vive hoy la mayor desigualdad de su historia y, pese a la recuperación económica, el norteamericano medio tiene en el presente los niveles de los años noventa. El pesimismo, además, en muchos órdenes, hace que se valore negativamente aquellos datos que, por otro lado, implican un progreso y no una pérdida. Esto supone un triunfo de una emocionalidad herida, insegura. Porque lo que ha logrado Trump es, tal vez sin proponérselo conscientemente, comunicarse con ese mundo emocional que desea una solución simple y eficaz, así sea en las palabras. Una emocionalidad que no quiere matices ni ideas, sino dogmáticas soluciones, aunque no haya forma de demostrar que tales soluciones puedan ser viables.

Barro, entre otras muchas reflexiones inteligentes, nos recuerda lo que dijo Aristóteles sobre Cleón: «Él fue el primero que gritó en una plataforma pública, que usó lenguaje abusivo y que habló con su capa envuelta en torno a él, cuando todos los demás solían hablar vistiendo adecuadamente y con adecuadas maneras». Cleón contrapuso al pueblo, esa entidad que se quiere unívoca y siempre pura, a la élite corrompida. Cleón sucedió a Pericles, el estadista elocuente y mesurado. Haciéndose eco de la noción de anaciclosis del historiador Polibio (la historia tiene fases que vuelven a repetirse), Barro nos dice que «el demagogo vuelve, como un zorro al gallinero». Y se apoya en el politólogo Michael Signer, autor del Demagogue: The Fight to Save Democracy from Its Worst Enemies, en cuya obra establece que Trump encarna estos cuatro elementos de la demagogia: se presenta como un hombre de masas, el héroe de la gente común enfrentada a las élites, provoca oleadas de emoción que dirige a sus objetivos políticos y se manifiesta contra las reglas de gobierno establecidas. A lo que hay que añadir (con otro analista, John Judis) que, en el populismo de derecha norteamericano, esta crítica al establishment está redirigida hacia un enemigo: los inmigrantes, islamistas o militantes afroamericanos. No es una ideología, nos dice Judis, sino una lógica política. ¿Qué quiere decir esto? Que es una manera de lograr ciertos fines, si bien no los fines mismos, que es un método, aunque no el contenido susceptible de ser expresado por el método o lógica política. El populismo se apoya en un exceso de emoción, peana del demagogo.

Argemino Barro señala en este pequeño pero valioso libro varios de los peligros que acechan la libertad, porque ésta va más allá de la política. Hoy día la red informativa está abierta a la participación de todos, todos emitimos y recibimos mensajes: «Cualquiera pude hacerse un periódico a medida en Twitter o en Facebook, exponer su opinión, compartir la de otros y crear fácilmente un efecto dominó. La información circula más rápido que nunca, sea verdadera o falsa, igual que las emociones». Así es, y en ellas y más que en los datos (aunque esto no significa que no haya realidad en ello) es en lo que, como analiza Barro, se ha basado el éxito de Trump como candidato. El premio Nobel de Economía de este año, Richard H. Thaler, le ha sido concedido por su contribución a la «economía del comportamiento». Las emociones, como ya han demostrado otros estudiosos, apoyándose en análisis neurocientíficos y psicológicos, influyen decisivamente en actuaciones que tienen una gran apariencia racional y objetiva. Es un poco, creo, como la idea de populismo como lógica política: hay una lógica de las emociones que no es la lógica de las ideas políticas, aunque determina la configuración del poder (partidos y representantes políticos). Y uno de los problemas deviene cuando nos paramos a pensar qué hemos hecho, qué hemos apoyado, qué están haciendo en nuestro nombre. Las emociones, sin las cuales poca cosa seríamos, son tan viejas como nuestra historia, y algunos dirían que más viejas. No podemos excluirlas de nuestras decisiones, pero necesitan una dosis de sospecha, y en política hay que someterlas al careo de los hechos. No es una tarea fácil.

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