Ángela Segovia
Las vitalidades
La Uña Rota
108 páginas
Esta novela, la primera de Ángela Segovia, es la natural prolongación de su obra poética. En ella regresan los temas que aparecían ya en Amor divino, Mi paese salvaje o Pusieron debajo de mi madre un magüey, siempre cambiantes y a la vez golpeando insistentemente en los mismos lugares: el empeño en ensanchar los límites del lenguaje, la concepción del sentido como una niebla (algo brumoso que avanza y retrocede sin parar), la forma de entender la escritura como un acto de amor y de fe.
Las vitalidades es un texto triste que por momentos se aproxima al terror, pero cuya belleza lo hace resplandecer. Quizás ésa sea la clave de la escritura de Segovia: convertir la tristura y el miedo en semillas de lucidez y de belleza. Estamos ante la historia de una espera y una búsqueda; de la intemperie que habita quien espera y quien busca. La novela se alza sobre la ausencia y el anhelo del otro, personificado en un él que se convierte en un todo para Rune, una niña solitaria que no conoce más mundo que la enorme mansión en la que desde siempre ha vivido. Ese él, que carece de nombre propio en la novela, es el motor del relato. La voz que nos habla, desde un estado impreciso que la vuelve al tiempo niña y mujer, busca con desesperación a ese otro que nunca termina de llegar. Pasada por el tamiz de Cumbres borrascosas o de El papel pintado amarillo, Las vitalidades entronca con una tradición de escritura femenina que entendió pronto que el malestar, el encierro, la claustrofobia, el carácter monstruoso y fantasmático de la existencia eran propios de ese cuerpo-mujer obligado a habitar un mundo-hombre que apenas le devolvía la mirada. Hay mucho de eso que intuyeron ya Jane Austen, las Brönte, Charlotte Perkins Gilman o Edith Wharton en Las vitalidades y en la distancia insalvable que separa a Rune de la vida.
Hay un anhelo de proximidad, de amor, alentando cada palabra y cada acción de Rune. Hay una sed de cercanía, de pertenencia, de calor. Las vitalidades habla de un ser solo, de un ser que se gesta al margen de la otredad necesaria para articular al yo; un ser que es pura mismidad, pura avidez de compañía. Un ser que aprende por sí mismo, que se ve obligado a inventar un modo propio de intelección (las vitalidades), al tiempo que entiende que ese modo propio de ser impone una distancia insalvable entre ella y los demás, que la rechazan sistemáticamente. Rune genera miedo y extrañeza en quienes la rodean porque se vuelve alguien indescifrable, incomprensible, radicalmente distinta y ajena. Entre Rune y los otros hay una estrechura insoslayable.
Las vitalidades nos mantiene en ese leve mareo, ese estado casi febril en que parece vivir la propia Rune. Ella es una narradora que apenas entiende lo que ocurre a su alrededor, que carece de los códigos para desentrañar el mundo, que sabe mucho menos acerca de lo que está pasando que el resto de personajes. Esa visión de mirilla o de túnel condiciona por completo nuestra interpretación. Sospechamos de la poca fiabilidad del relato de Rune, como ella misma sospecha en varias ocasiones de la poca fiabilidad de sus percepciones y sentidos. La extrañeza se trasvasa a la lectura, nos acompaña en todo momento, no nos abandona jamás. Y, si bien al principio resulta difícil para la lectora/el lector lidiar con la confusión, el libro consigue que poco a poco, página a página, dejemos de preguntarnos qué pasa con Rune, quién es él, cuál es la historia que los une (de entender el mundo/texto en clave de desciframiento), y aceptemos rozar el sentido, mirarlo de reojo y dejarlo escapar.
Segovia nos habla de cómo la razón no alcanza, de cómo el nombre que dimos a las cosas no es capaz de albergarlas; de cómo el lenguaje, lejos de desvelar el secreto que éstas guardan, no hace más que alejarnos de ellas. Nos invita a leer desde la bruma, a permanecer en el misterio y renunciar de algún modo a la lógica, que no a la verdad. Porque, ¿qué es el mundo sino esta niebla que nunca se termina de disipar?