Sergio Raimondi
Lexikón
Buenos Aires, Mansalva, 2022
422 páginas
Veinte años después de Poesía civil, Raimondi publica Lexikón, más de cuatrocientas páginas grandes, con índice de términos y materias. ¿De qué hablan estos poemas? De todo, menos de la persona Sergio Raimondi, nacido en Bahía Blanca, al sur de la provincia de Buenos Aires, en 1968. Hablan de economía, hidráulica, sociología, física, lingüística, antropología, historia argentina y universal, exahashes (criptomonedas), «microbiótica intestinal», «crecimiento estadístico del consumo energético», «galones de turbosina de diesel y de nafta», «teoría del fijismo de las especies», «fluctuaciones de valores en la Bolsa de Londres». No hay libro que no surja en la intersección de otros libros; lo particular de Lexikón es que se intersecan volúmenes del todo ajenos a la literatura. Habría que recorrer el campus entero y entrar en todas las Facultades para reunirlos. Parece el fruto de una actitud meditadamente antirromántica, si no fuera porque Novalis dejó gran cantidad de notas sobre toda clase de materias, que conocemos como La enciclopedia (Espiral, 1976).
En Poesía civil (2003), Raimondi ya había tomado un emblema sublime por excelencia, el irascible, fascinante y mortífero océano, para vaciarlo de lirismo y llenarlo de economía, trabajo, mecánica, hidrocarburos. «Qué es el mar»: «El barrido de una red de arrastre a lo largo del lecho,/ mallas de apertura máxima, en el tanque setecientos mil/ litros de gasoil, en la bodega bolsas de papa y cebolla,/ jornada de treinta y cinco horas, sueño de cuatro…». Así era el Atlántico mirado desde Ingeniero White, el gran puerto de Bahía Blanca, cuyo museo Sergio Raimondi dirigió durante años. Y eso que Poesía civil se abre con una invocación a Shelley.
Ese libro fue diez años posterior a El guadal, donde Daniel García Helder (Rosario, 1961) había escrito: «Malezas fúnebres a orillas del Ludueña,/ barro engrasado, humo de carne y carbón ensuciando/ las banderas del Autódromo, y distante/ un horizonte amurallado de monoblocs…». La poesía argentina cumplía el ciclo del objetivismo, de la mirada camarógrafa, de la veda emocional del yo. A mediados de los años ochenta, en Diario de poesía, y contra el neobarroco imperante en los lustros anteriores, Helder propugnaba una poesía «sin heroísmos de lenguaje». Han pasado casi cuarenta años y la exuberancia regresa, no como lujo paronomástico ni tropo proliferante sino como sintaxis suntuosa, dúctil, que ordena poemas enteros en una única frase y modula un léxico que excede la tesitura coloquial, en la que se basa su dicción, para avanzar golosamente sobre los lenguajes técnicos. También son sustanciales las écfrasis de imágenes vistas en la prensa o en los museos (véase la entrada «Museum», seguramente inspirada en el altar de Pérgamo, y que parece testimonio de la reciente y larga estadía del autor en Berlín).
En tanto autor de un diccionario imposible, tiene al menos un antecedente argentino: como un caso de exhibición leonina, aparece en la historia nacional la cabeza de Lugones. Solo he cambiado, en esta frase del propio Lugones sobre Sarmiento, su nombre por el del sanjuanino. Lugones dedicó parte de sus últimos años a componer un Diccionario etimológico del castellano usual; se publicó póstumo, en 1944. Terminó antes con su vida que con esa obra. El volumen supera las 600 páginas y no agota la letra «A». ¿Sirve como diccionario? No, evidentemente. Sirve, o sirvió, a su autor y a su mesianismo nacionalista, en su cruzada contra los reales académicos de Madrid, a quienes quiso demostrar el castellano rioplatense era incluso más castizo que el peninsular.
La construcción del diccionario lugoniano no fue menos artificiosa que su Lunario sentimental, intento de confiscarle a la posteridad la posibilidad de inventar metáforas de la luna. O la «Oda a los ganados y las mieses» (de Odas seculares), tratado de geografía humana en endecasílabo arromanzado, donde se propuso alzar «… cantos en loor del trigo/ Que en la pampeana inmensidad desborda». Esa «pampeana inmensidad» no es una categoría ajena al Lexikón, aunque apenas aparezca explícitamente. Como Lugones, Raimondi usa los prosaísmos como despertador de una prosodia, por otra parte, sólidamente sostenida a lo largo del volumen: «propensión persistente a la exaltación», «permitir seguir creando», «a fin de poder recorrer…», «suele implicar descuidar», «dotar de epicidad a la acción» son algunos ejemplos. Finalmente, ¿Vale la pena recordar que el poeta vive en la misma ciudad –y enseña en la misma Universidad– que aquel otro intérprete de esa llanura infinita y casi vacía, el de Radiografía de la Pampa? La misma Universidad a cuya notable tradición de estudios clásicos Raimondi agregó sus versiones de Catulo (Catulito, 1999) y las no pocas entradas en griego y latín del Lexikón.
En el ámbito de la poesía, el libro sistemático o sinóptico –en forma de catálogo, diccionario, tratado o evangelio– manifiesta, más que resuelve, la tensión, sempiterna en el género, entre fragmento y totalidad, inspiración y proyecto. La compleción exige paciencia: Whitman editó y aumentó su Leaves of Grass a lo largo de 40 años, y la última versión se denominó del «Lecho de muerte». William Carlos Williams empezó Paterson en 1926 y no lo terminó hasta 1958. Neruda empleó veinte, entre 1925 y 1945, en el triple ciclo de sus Residencias, su «sistema sombrío». Juan L. Ortiz escribió durante más de cincuenta años los libros, casi monotemáticos, que reunió después como En el aura del sauce. O César Fernández Moreno, que compiló su obra en Sentimientos completos; incluyendo Sentimientos, libro dividido en diez secciones tituladas por colores. «Al organizarlo –escribe en el ‘Jundamento’ – he reaprendido el sentido de mi vida».
Aquí «paciencia» significa ambición o fe en el valor de un trabajo que debe resistir las tentaciones del cierre precipitado. Actitud cada vez más inusual que, sin embargo, le cae bien a la poesía. Julio Premat define Lexikón como «libro imposible»1, y en eso radica parte de su valor. El acercamiento a lo imposible requiere especialmente de perseverancia, la parte heroica del talento artístico. Premat recuerda también que Raimondi se refería a su libro, al publicar fragmentos en revistas o hacer lecturas públicas, como Para un diccionario crítico de la lengua. Título insostenible, al cabo, porque las entradas que encabezan los poemas son términos en francés, alemán, inglés, ruso, sánscrito, griego, latín, chino, tailandés, árabe, aimara, o siglas técnicas del tipo «HTTP», y nombres propios, como «Foucault, Michel». O nombres científicos, como «Larus Dominicanus», la gaviota característica de «esta zona portuaria»; o «Laurus Nobilis» y no «Laurel». El propio título prefiere Lexikón al normativo «lexicón», para subrayar el origen griego del término; además está «Hysteresis» en lugar de «Histéresis»; «Imolaçao» y no «Inmolación», porque el poema surge, según todos los indicios, de la noticia de un gran incendio urbano en Brasil; «Irdisch» y no «Terrenal». La brújula de Lexikón señala, como un origen latente, en la dirección de los diccionarios enciclopédicos, que el advenimiento del régimen digital convirtió en materia prima para artistas del collage. Juan Cárdenas, por su parte, sugiere que la relación entre la entrada y su definición (que es cada poema) remite a un tercer elemento, que no se nombra, y cuyo modelo podría ser el de las asociaciones formales de Aby Warburg2.
A propósito de otro libro que presenta su material «en el más insípido de los órdenes, que es el orden alfabético», Mobile, en el que Michel Butor recopiló una serie heterogénea de fragmentos sobre Estados Unidos, desde guías de viaje a señales de tráfico, Roland Barthes se pregunta: «¿Hay forma más pura que una clasificación?». Y agrega: «Se trata de una composición pensada: en primer lugar en su amplitud, que la emparentaría con esos grandes poemas de los que ya no tenemos ninguna idea, y que eran la epopeya o el poema didáctico». Esos «grandes poemas» que América no llegó a tiempo de poner en su tradición, y cuya carencia, todavía hoy, quieren remunerar a su manera los proyectos casi extemporáneamente ambiciosos, por su extensión y por su voluntad de agotar el sistema que construyen. Raimondi renueva esa estirpe americana, que parecía haberse extinguido con el siglo XX.
Acaso por eso sugiere que, superados los límites tradicionales de los géneros literarios, se encuentra una zona conveniente a lo americano: «… por qué en este lado del mundo las ideas a pensar/ suelen ser pensadas desde la escansión del ritmo del verso// y desde una escritura renegada de su prosa administrativa» (¿algo así intuyó Apollinaire cuando rimó «L’Amérique» con «les prairies lyriques»?). Así, por ejemplo, la entrada «Moral Economy», escandida en tercetos, desarrolla respuestas a este interrogante: «¿En qué momento exacto, bajo qué presiones/ y según qué pautas de comportamiento/ tramadas por la experiencia y la costumbre// una multitud compuesta de tejedores sastres/ aserradores mineros del carbón y del estaño/ hilanderas cardadores de lana y algún vago (…)/(…) se dirige (…)/ al molino para impedir el alza del precio del pan (…)?» En los grandes sistemas que construye la poesía caben todas las materias. Incluida, y exaltada, la poesía misma.
1.http://www.bazaramericano.com/resenas.php
2.https://eldiletante.net/trabajos/lexicon