Yves Bonnefoy
La poesía en voz alta
Tres ensayos y una entrevista
Prólogo de Andrés Sánchez Robayna
Traducción y epílogo de Jacinta Negueruela
Devenir, Madrid, 2017
106 páginas, 14.50 €
Yves Bonnefoy (Tours, 1923-Paris, 2016) fue poeta, ensayista, estudioso de la pintura y traductor, sobre todo de Shakespeare. Hombre reflexivo, dedicó algunos artículos y conversaciones a la naturaleza de la traducción, que podemos encontrar en La traducción de la poesía. Hasta donde sé, su primer libro traducido al español fue la amplia Antología bilingüe traducida por Enrique Moreno Castillo, publicada por El Bardo (1977), y a continuación Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (Visor, 1978) a cargo de Carlos Piera. Bonnefoy fue un poeta preocupado por los mitos y por las formas de lo imaginario. La poesía en voz alta. Tres ensayos y una entrevista (editado en francés, salvo la entrevista, en 2007) ha sido traducido por Jacinta Negueruela, autora también de la entrevista introducida en la edición española, y prologado por Andrés Sánchez Robayna, buen conocedor de la obra del poeta francés.
A pesar de su brevedad, estos textos son ricos en reflexiones y sugerencias. Hagamos un pequeño recorrido por esos momentos. Ciertamente, hay muchos grandes poemas que han sido construidos sobre una base argumental muy fuerte, pero en esencia, nos dice, cuando la poesía no es mera retórica es «un trabajo sobre las palabras, que no sabe a dónde va ni tampoco es su obligación saberlo». Búsqueda de un lenguaje más pleno, más abierto a sus propios referentes. Hay una escritura, dentro de lo literario, que condiciona el lenguaje desde aquello que trata de mostrar, pero la poesía parece que, al contar algo, necesita oír sus propias palabras, avanza hacia su significado impelida a convertirse en presencia. La poesía pide al lector trascender su yo, acordarse de lo Uno. Mallarmé habló de que el poeta procura dotar de un sentido más puro a las palabras de la tribu, y Bonnefoy añade que, además, supone una crítica de las mentiras y fantasmas que pesan en la sociedad. Lanzada a la búsqueda de la presencia, la poesía supone una regeneración de la lengua, en el sentido de que le devuelve su fuerza, complejidad y proyección de futuro.
Bonnefoy, incitado por Bob Riemen, acepta preguntarse qué le ha aportado la vida. Es una pregunta extraña, porque parece presuponer que uno existe y que la vida está ahí, agitándose al otro lado, y como si además de «la vida» hubiera algo más que aportara. Pero quiero suponer que la pregunta que le había formulado al poeta, y a quien responde con el primer ensayo recogido en este librito, es qué destaca de lo que ha vivido en función de lo que le ha formado y conformado. Bonnefoy, que a veces es muy literato francés (sospecho que es su parte más débil, algo retórica, como lo es por momentos su prosa; quiero decir que tiene muy en cuenta la tradición literaria y sus asuntos), afirma que fue muy importante haber llegado a la madurez «en un momento de la historia en el que me fue menos difícil que para otros tomar conciencia de los peligros existentes en el seno del lenguaje y de las trampas en las que la palabra puede caer». Eso fue entre 1944 y 1945, es decir, en plena ruina de Europa, tras la tiranía del discurso ideológico del nazismo contra la honestidad del pensamiento, y no digamos de los hechos, de las esperanzas aún del socialismo, inherente a las degradaciones y perversiones de su ideología. Ante todo eso, su actitud ante las palabras fue una llamada a la reflexión, un desplazamiento del pensamiento hacia el seno de lo poético como oposición a las pretensiones de control de los discursos totalizadores y de la vacuidad del pensamiento conceptual. Dicho con sus propias palabras: «La conclusión esencial es una escritura que destruye todos los sistemas de significados (y esto no es una paradoja), y permite a la razón, a la gran y fundamental razón humana, ejercerse libremente»; porque, para Bonnefoy, «poesía y razón no son antagónicas». Apela Bonnefoy a la vida concreta y a los poderes subversivos de la poesía. De hecho, desconfía de los discursos y de las abstracciones ideológicas, «porque hay ideologías del deseo como de la gestión social, discursos tan dogmáticos en nombre de la libertad de los cuerpos como los que reivindican determinados comportamientos sociales».
Las redes conceptuales tienden a la conciencia de la finitud; encerrados en ellas, el tiempo pareciera no existir. Pero el lenguaje es el lugar, nos dice. La tarea del poeta es la del cuidador del lugar frente a los abusos a los que sometemos al lenguaje, que es hablar de la realidad. Aunque no por las mismas razones que Heidegger, creo, Bonnefoy se pone en guardia ante la alianza entre tecnología y ciencia, por su tendencia a convertir el lenguaje en un simple cálculo de la realidad material, expulsando «de su trama al hablante, ese ser de las opiniones, del error, pero también de los sentimientos, del amor». Esta reflexión nos recuerda lo que una tradición del siglo xx, de la que María Zambrano encarna cierto momento, señaló en relación a las diferencias substanciales entre poesía y filosofía. La primera lo quiere todo, quiere las cosas en el tiempo, mientras que el pensar abstrae por naturaleza, y tiende a hacer desaparecer esa figura temporal, el ser humano, en cuanto que conciencia de lo único.
Aunque Bonnefoy ha desarrollado su obra paralelamente a la exaltación por parte de muchos teóricos franceses de la noción de escritura, él ha defendido las potencias del habla, aunque, insisto, eso no se vea mucho en su prosa, que, como la de Breton –en su prosa crítica– y Gracq –en sus novelas–, parece muy escrita, muy apoyada en la lengua literaria, como si no oyera al hablante, aunque, sin duda hay cuerpo, alma e historia en todos ellos. Bonnefoy busca la palabra en el lenguaje, y por lo tanto apela siempre a un silencio previo, inserto en la naturaleza, previo al ser humano y del que éste, poéticamente, se hace memoria. El viejo y siempre joven poeta francés indica un posible camino: «Lo que nos haría falta para comenzar, para volver a empezar, es una reflexión sobre la paideia antigua. Que sabía que los grandes poemas, de Homero a Virgilio, no son sólo fundadores de un momento feliz de la lengua, sino que conserva abierta la profundidad por la que llegar a los confines del origen, allí donde aflora lo Uno».
Postula Bonnefoy una noción abierta de la obra, porque «en principio, un poema nunca está “ya escrito”». El habla, lo hablado, está más cerca de la presencia que los conceptos, que participan de la lógica. Y la poesía quiere liberarse de la autoridad de los conceptos, porque en ellos la presencia está llamada a negarse. Los conceptos surgen apoyados en una negación: la de la presencia. Y a poesía quiere lo uno, que nuestro poeta valora como «intacto», una unidad que está en todas partes, en nosotros mismos también. «Lo escrito, en poesía, es lo hablado». ¿Por qué? Porque lo hablado participa de lo indeterminado, lo inacabado, lo abierto. ¿No podríamos detectar en estas aseveraciones del poeta francés su inmenso amor y dedicación al teatro de Shakespeare, epítome de la puesta en escena, en voz alta, de la poesía? Porque ahí se da «el drama de la palabra poética (escritura voz) que busca liberarse de los preceptos, seducciones y censuras que ejerce contra ella el relato de nuestros actos cotidianos».
Postula Bonnefoy una noción abierta de la obra, porque «en principio, un poema nunca está “ya escrito”». El habla, lo hablado, está más cerca de la presencia que los conceptos, que participan de la lógica. Y la poesía quiere liberarse de la autoridad de los conceptos, porque en ellos la presencia está llamada a negarse. Los conceptos surgen apoyados en una negación: la de la presencia. Y a poesía quiere lo uno, que nuestro poeta valora como «intacto», una unidad que está en todas partes, en nosotros mismos también. «Lo escrito, en poesía, es lo hablado». ¿Por qué? Porque lo hablado participa de lo indeterminado, lo inacabado, lo abierto. ¿No podríamos detectar en estas aseveraciones del poeta francés su inmenso amor y dedicación al teatro de Shakespeare, epítome de la puesta en escena, en voz alta, de la poesía? Porque ahí se da «el drama de la palabra poética (escritura voz) que busca liberarse de los preceptos, seducciones y censuras que ejerce contra ella el relato de nuestros actos cotidianos».
Para cerrar el círculo y abrirlo como una espiral (no podría ser de otra forma sin ser infieles a la poética de Bonnefoy), la poesía transgrede los presupuestos del pensamiento conceptual, acentuando «el sentimiento de nuestra finitud esencial», afirmando «una relación con el otro que nos hace olvidar el acercamiento siempre abstracto y parcial del conocimiento analítico». Lo propiamente humano, entonces, sería la poesía, los poemas. Nuestro ser estaría originado por la poesía (que es un hacer…). Bonnefoy asevera que la poesía es el proyecto más importante de una sociedad, así que tendríamos que pensar que andamos un poco errados. Hay que acentuar lo simple, porque es ahí «donde reside nuestra huella». Esto parece suponer una inmanencia de lo trascendente, como en José Ángel Valente, contemporáneo de Bonnefoy en todos los sentidos. Cierro esta nota, que no quiere ser exhaustiva ni dar noticia de todo lo que se dice en este pequeño libro, con una frase de este gran poeta desaparecido hace poco, y que esperamos que no se hunda en ese olvido donde se hunde la poesía ocultada por la abundante cacharrería literaria y crítica: «Este infinito en el seno de la realidad más próxima, esta trascendencia en la inmanencia, esta unidad que ella ofrece para vivir, es de lo que la poesía tiene memoria».