Carlos Edmundo de Ory
Lorca
Edición de Ana Sofía Pérez-Bustamante
El Paseo Editorial, Sevilla, 2019
229 páginas, 19.95 €
POR FRANCISCO RUIZ SORIANO

 

Esta reedición de Lorca de Carlos Edmundo de Ory, que tiene su origen en la monografía sobre el poeta publicada en 1967 por Èditions Universitaires en París, va introducida por un brillante estudio de la profesora de la Universidad de Cádiz Ana Sofía Pérez Bustamante, que analiza y rastrea perfectamente el mecanoscrito de este ensayo, las circunstancias de su composición y traducción, a la vez que apunta la influencia del poeta granadino en Ory a lo largo de su trayectoria estética, por allá en sus primeros poemarios juveniles —Romancero de amor y luna de 1941— (señalado también por Jaume Pont en su canónico La poesía de Carlos Edmundo de Ory de 1998) y posterior coincidencia en la musicalidad, el simbolismo y lo trágico de la existencia.

El ensayo de Ory es una penetrante y novedosa interpretación que hace un poeta de otro poeta, pero ésta no es un comentario academicista y riguroso que se recree, como suele hacerse, en géneros literarios, aspectos biográficos, etapas, temas, retórica y demás parafernalia investigadora de uno de los máximos vates españoles del siglo xx, sino que va más allá de todo eso, porque asistimos a la lectura anímica e indagación intuitiva que Ory hace de Lorca, visión que sirve también para revelar la estética y creación del gaditano, coincidiendo con el maestro en esa poética de la subjetividad de talante simbolista que lleva a la preponderancia de la fantasía, el juego lúdico y, sobre todo, el pensamiento musical de las palabras, cuyo origen está en el influjo modernista, que tanto y tan bien supo explotar Ory hasta llegar a ser el artífice del postismo con sus juegos eufónicos para luego explorar otras vías mistéricas de la poesía, que lo acercaran al reconocimiento de otros poetas, otras tradiciones y, con ello, al espacio infinito de la experimentación abierto a múltiples significaciones, hasta liberar las palabras de la experiencia y de la realidad.

Carlos Edmundo de Ory camina por la interpretación lorquiana como ese nómada o vagabundo estelar que siempre le ha caracterizado, deteniéndose en aquellos temas que le hipnotizan en esa peligrosa aventura que es la poesía e, igual que Lorca, indaga en lo íntimo para mostrar cómo bajo el laberinto metafórico late el dolor y la angustia. Ory va así desentrañando acertadamente el pensamiento poético de Lorca en el cual se vislumbran también los intereses del suyo propio para alcanzar la esencialidad poética, descubriendo una «síntesis de misterio y ropaje, realidad y metáfora». Ory identifica en el autor del Romancero ya una serie de problemas panteístas y fáusticos que -—bajo la intuición de lo subterráneo o lo espiritual— le obsesionarán a lo largo de su obra: llámese duende, llámese belleza aqueróntica o música de lobo, ésta será una actitud artística en la que coinciden los dos poetas bajo la «elementalidad fogosa de lirismo temperamental», pues ambos siempre han supurado rebeldía y juventud.

Dividido en nueve capítulos, a los que se les añade luego una cronología lorquiana, una bibliografía y un apéndice que rastrea el paralelismo entre Lorca y Salvador Rueda, el ensayo poético comienza con el tema del «Paraíso perdido», tan crucial en ambos vates que sufren la angustia por lo que el tiempo aniquila bajo la poetización nostálgica de la infancia y la naturaleza idílica. Ory descubre como todo devenir implica dolor, lo va desentrañando en la obra lorquiana desde Libro de poemas (1923) a la obsesión tormentosa de Poeta en Nueva York (1929), donde asoman destellos angustiosos de él mismo, pues este tema del sufrimiento —que es extensible al ser humano entero— centrará también muchos poemas de su primera etapa como son por ejemplo Versos de pronto (1945) o Poemas de 1944 (1973) y llega a todo ese material de delgado dolor que hilvana Poemas (1969), aquí habría que estudiar ese paralelismo que hay de crisis de ideales en ambos escritores y la superación de éstos por parte de Lorca mediante el frenesí, el pánico y la rebeldía, actitudes que son también el lema de Ory.

En el segundo apartado titulado «Sur, sur», Ory se infiltra en la poesía lorquiana para destacar la pluralidad de su universo poético, que, como el suyo, también es diverso; nuestro ensayista parte de poemas como «Veleta» o «De otro modo» para indagar en los contrastes y la extrañeza, una dualidad de realidad y sueño que anuncia la multiplicidad de formas poéticas lorquianas y que sirve para desentrañar el secreto de su arte bajo el triunvirato de «la imaginación, la inspiración y la evasión»; aquí se llega a la imposibilidad de clasificar a Lorca, como también sucede con Ory, pues ambos buscan esa autenticidad de la voz poética bajo múltiples disfraces y variedades estéticas en las que ambos coinciden: lo juglaresco y lo mágico, lo lúdico y lo fantástico, lo subterráneo y lo transparente, lo angelical y lo demoníaco, etcétera. Los dos son creadores de mundos marcados por una poesía musical, por lo que se destaca la importancia de la metáfora y el juego sonoro en nuestros dos artistas, pues «conviven en sus versos la sal andaluza y la sabiduría hermética» —como llega a decir reveladoramente Ory de Lorca—, incluso el granadino vive en su «pobreza dorada y rinconcito» igual que el gaditano habita su «cabaña» de Amiens.

El tercer capítulo, titulado «Gitanismo y uranismo», se detiene en analizar el misterio del dolor de Lorca que se encarna bajo símbolos como la luna y los gitanos que representan una «caricaturización de la desesperanza», pero también el mismo grito de angustia despojado de sentimentalidad. Ory capta maravillosamente en Lorca la confrontación entre eros y tánatos y toda una «erotología» —en propias palabras del gaditano— donde la muerte se mezcla con el deseo carnal de la mano de metáforas herméticas, se trata de una mística sensual que se sitúa dentro de un nivel lingüístico sorpresivo y lúdico con el que coincide poéticamente Ory desde Los sonetos (1963) a Técnica y llanto (1971).

En el siguiente capítulo, «Alhambrismo», Carlos Edmundo de Ory busca las raíces de Lorca en la tradición romántica que veía en Granada un arabismo nostálgico de pasado idílico por las cosas perdidas, rastreando influencias artísticas que vienen de Zorrilla, Salvador Rueda y modernistas como Villaespesa, por ejemplo, señala poemarios como el Diván del Tamarit para configurar ese alhambrismo entre colorista y costumbrista de su Andalucía mítica, para sintetizar genialmente que «la fusión del modernismo y andalucismo produce el lorquismo» (p. 80). Otro apartado importante que estudia Ory es el simbolismo del color verde de la mano del «Romance sonámbulo», sintoniza con Lorca no sólo en lo dramático y decorativo del escenario, sino sobre todo le atrae esa atmósfera onírica que se adentra en las fuerzas telúricas de la naturaleza en las que Ory a veces se detiene, sugestión de lo simbólico y de lo pánico —tan presente en la Flauta prohibida (1979)— que le lleva a buscar las raíces lorquianas de esa metáfora visionaria en poetas como Rimbaud, con su famoso soneto de vocales sinestésicas, Rilke, Mallarmé e incluso Wallace Stevens; o bien, se recrea en el color verde como representación de esencias cósmicas, arraigado en las aguas fangosas, que le retrotraen al mito de Ofelia, o lo rastrea en lo esotérico desde la mitología egipcia y grecorromana hasta el simbolismo de Maeterlinck. Este verde de connotaciones naturales y vitales, pánico y dionisíaco nos lleva al siguiente tema en el que se detiene Ory, el de los «Animalitos», viendo en Lorca un «visionario de lo diminuto» que parte desde sus primeros poemarios y que llega hasta Poeta en Nueva York, a la vez que investiga el juego fonético y el uso del diminutivo, pero sobre todo el proceso de humanización y personificación que adquieren los animales, los cuales se invisten de características morales.

El capítulo séptimo, titulado «Lección de Salvador Rueda», que luego publicaría con el nombre de «Salvador Rueda y García Lorca» en Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 255) en el número de marzo de 1971 y recogido también en su libro Iconografías y estelas (1991), justifica la influencia del poeta modernista en Lorca y lo que se entiende por copia literal o plagio. De este modo, ve como Lorca presenta cierta afinidad metafórica, un cierto eco del malagueño en lo expresivo y en lo verbal —pero no una apropiación deliberada de las imágenes—, además los dos concurren también en la temática de motivos naturales o en ciertas estructuras rítmicas. Ory incide aquí en la importancia del acento lírico, ésta es la característica que define un poeta y, aunque puede haber «reminiscencias y ecos» de uno en otro, es la propia voz la que lo singulariza, toda poesía es un espacio abierto y perpetuo, pone de ejemplo a Rimbaud, a Dante o a Saint-John Perse como modelos de una «retórica infinita» donde las analogías e influencias se determinan en un sano ejercicio literario. Esta lección comparativa le lleva a seguir dilucidando coincidencias poéticas de Lorca con otros artistas que le interesan, por lo que en el siguiente apartado llega a «Desnos y Lorca», donde Ory vuelve a recrearse en los temas que le fascinan y que están en consonancia con su poética, por ejemplo, constata en los dos poetas una vertiente romántica visionaria de «negruras cósmicas y espirituales que reposan en los mitos y leyendas», es una estética que tiene sus raíces en Nerval y Lautréamont, donde el espacio subjetivo y la atmósfera nocturna revelan significativamente sufrimiento. Ory analiza cómo el autor de Les Tenèbres siente una atracción especial por la luna, igual que el poeta del Romancero; ve en ambos una misma mitología de objetos, parecido campo semántico y angustia ontológica, coincidencia estética que se debe al mismo poso de influencias surrealistas recibidas, afirmando sin embargo que Lorca es más expresionista que Desnos, puesto que el granadino no cae en el automatismo irracional de los franceses, siempre hay preocupación por lo formal, así «Lorca resulta un clásico, un purista del idioma, preocupado por la forma, el dibujo, la riqueza de color y ritmo» (p.143), igual que lo es Ory, ese limpiabotas del verbo, como se definió en un aerolito. Late en el fondo de nuestros poetas andaluces una preocupación musical por el lenguaje, porque en la fugaz visión alucinada de la metáfora siempre hay un esqueleto eufónico que estructura el estilo, alejándolo de la simple escritura irracional, tan presente en los surrealistas franceses. Con este paisaje de pesadilla y tinieblas interiores, Ory llega al último capítulo, el noveno, que se centra en las «Ratas y gritos», cuyo eje es Poeta en Nueva York (1929), el interés del poeta gaditano por el motivo de las ratas aparece también en otro trabajo, «Las ratas en la poesía expresionista alemana», publicado en Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 185, mayo de 1965) y recogido también en Iconografías y estelas (1991), donde se adentra en la vertiente romántica alemana que hunde sus raíces en Shakespeare, para luego pasar por lo macabro de Goya, Baudelaire o Rilke y acabar en expresionistas como Tralk o Benn, ensayo de 1991 en el que sintomáticamente encontramos también otro artículo sobre Desnos y García Lorca que había publicado con anterioridad en la revista Índice, en 1963, y en el que rastrea las influencias románticas de ambos, para constatar que son poetas de «sangre intelectual», escritores equilibrados entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que se mueven entre la herencia de un folklore universal y la técnica (ideas que irremisiblemente nos llevan a recordar la metáfora lorquiana que subyace en el título y en la estética de Técnica y llanto, 1971). Con el símbolo de las ratas, Ory apuntala la sensación de extrañamiento de Lorca y su grito por lo primigenio en un escenario escatológico y apocalíptico que le recuerdan a Una temporada en el infierno (1873) de Rimbaud y a La tierra baldía (1922) de T. S. Eliot, porque son cantos que segregan desesperanza, pero Lorca en ese laberinto ciudadano que es Poeta en Nueva York (1929), lleno de imágenes oníricas, bestiarios aterradores y caos telúricos es capaz de investirse de cierto mesianismo profético, parangón del chamanismo mágico y sagrado que también caracteriza al Ory de Lee sin temor (1976) o Melos melancolía (1998), porque ambos poetas denuncian la hipocresía y la deshumanización con la exaltación del amor y la importancia de la palabra poética como redención de lo natural humano, frente a la religión del sufrimiento y la moral que coartan la libertad; se palpa en ellos cierta revolución de los instintos vitales y los sentidos que representan lo auténtico, pero si en Lorca se denuncia mediante el grito, el gaditano lo hará con la risa y el absurdo. Carlos Edmundo de Ory sabe desvelar perfectamente cómo, bajo esa exaltación erótica de muchos poemas de Lorca, hay un desafío combativo por la vida que en su propia estética heterodoxa se traducirá en juego lúdico y locura, facetas de enfrentamiento existencial contra lo impuesto por la oficialidad, por las normas, que, en el fondo, conlleva el autoconocimiento de la dicotomía humana en esa lucha por la realidad y el deseo.

En su interpretación lorquiana, Ory ha revivido los procedimientos técnicos que ha asimilado en su andadura poética, ha entendido la obra de Lorca desentrañando aspectos métricos y rítmicos, juegos metafóricos y fónicos —esa magia del sonido de la cual Ory cae fascinado—, pero sobre todo ha percibido mitos, símbolos y campos semánticos que subyacen en el origen de una determinada tradición literaria y que están en consonancia con su propio universo poético.