Guillem Martínez
Los domingos
Anagrama
288 páginas
POR ANNA MARÍA IGLESIA

Si atendemos a su etimología, «filosofía» significa «amor a la sabiduría», concepto este último sobre el que Ferrater Mora hace particular hincapié en su famoso diccionario. Recuerda el ensayista barcelonés que para los griegos la sabiduría es conocimiento teórico y práctico, a diferencia del saber, que, siempre según los griegos, es exclusivamente conocimiento teórico. La teoría y la práctica, siempre por lo que se refiere al acto de conocer, definen la experiencia que, remitiéndonos una vez más al ya citado diccionario, es «la aprehensión por un sujeto de la realidad». Por tanto, la experiencia puede definirse como conocimiento inmediato, pero también, tal y como indica la tercera acepción, como resultado de la «enseñanza adquirida con la práctica». 

Puede parecer excesivamente largo este preámbulo, sin embargo, creo que resulta particularmente importante definir dichos conceptos no solo para subrayar lo acertado que está Ignacio Echevarría al definir los artículos de Guillem Martínez publicados en CTXT y reunidos ahora en Los domingos (ed. Anagrama) como «confidencias filosóficas», sino y sobre todo para destacar el valor de estos textos, en los que Martínez se aproxima a la realidad con la práctica de quien domina el arte de la mirada para aprehenderla y, sobre todo, para profundizar en ella, comprenderla en sus más variados, ocultos y contradictorios aspectos. Y lo hace desde el yo, es decir, reivindicando precisamente la experiencia práctica. Martínez escribe desde el convencimiento de que el periodista, tal y como él mismo se define, debe «aportar una visión del mundo» y, para ello, no puede renegar de la subjetividad que constituye a cualquier individuo. Su mirada, por tanto, es «parcial, personal y subjetiva», como no puede ser de otra manera, sin embargo -y ahora volvemos al inicio- al mismo tiempo es una mirada inquisitiva, que se interroga sobre lo que observa, una mirada que, asumiendo las limitaciones del yo, lo trasciende. De ahí que sean «confesiones filosóficas»: textos que nacen del yo -de la relación confidencial y única de un yo con el entorno- para trascenderlo, para pasar de lo práctico y puramente vivencial a lo teórico o, casi mejor, a lo universal. 

Todos los artículos, que van haciéndose más concisos en la medida que avanza el libro, abordan un tema en concreto, son, como dicta su título, sobre algo: «sobre la nada», «sobre el tiempo», «sobre la mirada», «sobre lo útil», «sobre los amigos», «sobre la infancia» … Títulos, todos ellos, que remiten a Montaigne, que, considerado el padre del ensayo, concebía la escritura como una interrogación constante, como el espacio privilegiado para la duda. Como en Montaigne, en Martínez tampoco hay verdades absolutas, sino un yo que se interpela a sí mismo, porque, como reconoce el propio periodista en «Colofón», el último de los textos, mientras «en mis artículos en día laborable hablaba de lo que había detrás de la realidad, en los de los domingos hablaba de lo que había detrás de esos artículos que hablaban del detrás. Yo». Pero hablar del yo es -y no hace falta ponerse orteguiano para darse cuenta de ello- hablar de los otros y del entorno. De ahí que, desde el primero de los artículos acerca de la primera vez que cogió el avión, hasta el último sobre nuestra «voluntad, férrea y consciente, de no participar en la transmisión de una cultura», apelan a lo colectivo. Son, en este sentido, artículos políticos. Profundamente políticos porque, al cuestionarse a sí mismo, cuestiona esas verdades asumidas y aparentemente indiscutible, alejándose de aquellos que, como señalaba en la introducción de CT o la cultura de la Transición, no se metían en política «salvo para darle la razón». Evidentemente, al primero que hay que cuestionar es a sí mismo, pero no basta. La escritura no puede ser un espacio donde sentirse cómodo. Todo lo contrario. Por esto, reconoce el propio Martínez, estos artículos dominicales lo «sometían a tensión», porque le obligaban a mirar y a mirarse, a retroceder y recuperar, como indica Echevarría, «la historia familiar, la tradición republicana y anarquista, cierta estética de la derrota y cierto swing del charneguismo asumidos durante la infancia en Cerdanyola del Vallès». Y en este retroceder, Martínez construye una mitografía personal, pero también se enfrenta a ella, interrogándose sobre esas certezas sobre las se formó él y más de una generación, sobre la caída de los dioses de juventud y la aparición de unos nuevos. «Caminar por estas calles por las que caminaba con mi amigo era, de pronto, como caminar, en fin, por unas viñas que ya no existen», relata Martínez su regreso al pueblo de su infancia, «detrás de las ventanas, cerradas a esas horas, de bloques en los que reside una generación, tal vez la única, a la que le fue bien la vida en una fábrica, quizás solo queda ese orgullo viejo e inútil. Y el estupor de contemplar a sus hijos desposeídos de palabras propias, sin un lugar en el mundo, salvo esos pisos fabricados y repletos de orgullo». A partir de ese viñedo que ya solo existe como recuerdo de infancia, Martínez describe la evolución de un pueblo en el que esas fábricas en las que, gracias a la Huelga General Política y a los convenios ganados, trabajaban hombres y mujeres que «compraron muebles, pisos más grandes» y dieron a sus hijos estudios, cerraron. Y, ahora, los hijos de quienes prosperaron ven como a ellos les va peor en la vida. 

Esta mirada que parte del yo y del propio recuerdo para alejarse y mirar cuanto acontece alrededor es lo que define a cada uno de estos artículos, en los que Martínez aborda cuestiones como la memoria histórica, la precariedad, el socialismo, las izquierdas, la igualdad, la explotación laboral, el capitalismo, al que define como «la explotación de uno mismo por uno mismo» o la identidad, concepto al que dedica un artículo en el que leemos: «El nosotros, en fin, ha crecido, pero también los yo. Son tan grandes que, en fin, resulta imposible no pisarlos», y nos recuerda que no solo «ninguno de nosotros es demasiado importante», sino que «tanto yo es la muerte del tú». En cada uno de estos artículos, sin embargo, el tú está siempre presente, el tú, el otro, el nosotros. Martínez no se olvida en ningún momento de esto y no se olvida porque, como recuerda Echevarría en el prólogo, el periodista nacido en Cerdanyola del Vallés en 1965 reivindica esa tradición intelectual tan poco presente tanto en la prensa como en la cultura de este país. Escribir es para Martínez «destrozar el canon de lo políticamente correcto», mirar ahí donde no se mira, decir lo que se oculta, escapar de toda comodidad y observar el mundo, consciente de que, a pesar de los horrores que lo envuelven, hay belleza en él. «Es lógico que si el mundo es brutal, y emite explosiones de convulsa brutalidad, también sea hermoso y emita explosiones de belleza convulsa». Los artículos reunidos en Los domingos rescatan esta belleza convulsa y, sin negar ni lo convulso ni lo sórdido, nos reconfortan, son una puerta abierta hacia una realidad que puede ser distinta. Nos hacen pensar, pero, sobre todo, nos hacen pensar de manera distinta, escapar de lo establecido, dudar e interrogarnos como individuos y como colectivo sobre nosotros mismos, nuestro pasado y nuestro entorno más próximo.