Elvira Navarro
Las voces de Adriana
Literatura Random House
142 páginas
POR EVA COSCULLUELA

Cuando se sufre la pérdida de un ser querido, al dolor se suma la extrañeza de que el mundo siga girando como si nada hubiera pasado. ¿Cómo es posible que salga el sol, que abran las tiendas, que la gente vaya a trabajar? ¿Cómo es posible que la vida no se detenga? Pero es esa misma vida la que se encarga de bajarnos a la tierra para que podamos seguir adelante.

Adriana ha perdido a su madre y aún está viviendo el duelo cuando su padre, que vive a trescientos cincuenta kilómetros, sufre un ictus. La vida de la joven estudiante de doctorado se ve alterada por las cuestiones prácticas que conlleva cuidar a un enfermo: los viajes, la convivencia temporal pero exigente, la búsqueda de alguien que lo ayude, el choque con el fuerte carácter del hombre… El padre, todo un personaje, es un hombre vitalista que necesita probarse que está vivo. Todavía arrastrando algunas secuelas del ictus, empieza a usar una aplicación de citas y encadena relaciones con mujeres que, con suerte, le duran unas semanas. Una huida hacia delante para vencer el miedo a estar solo.

Adriana debe recalibrar su relación con su padre, y ese es el punto de partida de esta novela que se expande a continuación hacia otros dos territorios: el recuerdo de la casa de su abuela, donde Adriana creció y que ahora está a la venta, y la fuerza de las raíces y el amor hacia su madre y su abuela. La novela está dividida en tres partes (‘El padre’, ‘La casa’ y ‘Las voces’) y cada una de ellas aborda desde ángulos distintos sus temas centrales: el duelo y la pérdida, los vínculos familiares, la conciencia de la finitud de la vida y, sobre todo, como verdadero motor de la narración, la memoria.

La primera parte es una reflexión sobre ese momento crítico en que se pasa irremediablemente a la adultez. «Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos?», se pregunta Adriana mientras repara en que convirtiéndose en la responsable de quien hasta entonces la había cuidado, está perdiendo definitivamente la condición de joven para entrar en una madurez que preferiría no asumir. Eso hace que la conciencia de la muerte y de los límites de la vida, muy presente desde que su madre enfermó, sea mucho más poderosa.

A la orfandad que siente desde que murió su madre se suma otro tipo de orfandad que llega con la pérdida de la casa familiar, que tenía para ella algo de útero materno, de lugar donde estar a salvo. «Antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede», reflexiona la joven, y eso incluye las ausencias, el recuerdo de quien estuvo antes, de quien nos dio la vida y nos cuidó.

Esa genealogía se muestra en ‘Las voces’ a través de tres generaciones de mujeres —la abuela, la madre y la propia narradora— que hablan por boca de Adriana. Escuchándolas descubrimos el enorme arco que diferencia sus vidas. La abuela trae el recuerdo de una generación educada para cuidar de la familia y de la casa: «Enseguida tuve hijos y demasiadas cosas que hacer. […] Afirmo que esto fue lo mejor porque me ha impedido desear. Frustrarme. He tenido siempre lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba», explica, mostrando una resignación de la que quizá no era —o no quería ser— consciente. La madre es la voz de una generación que empezaba a ser libre sin serlo del todo. Ella, que estudió medicina, no pudo elegir la especialidad, sino que fue su padre quien le impuso que fuera pediatra, lo único que no resultaba ridículo siendo mujer. Y, por último, la voz de Adriana, que se infiltra a lo largo de toda la novela y que nos habla de una generación a la que le cuesta abrirse y relacionarse, que se esconde tras la distancia de las redes sociales y que busca un lugar en el mundo que no termina de encontrar.

La reflexión sobre la familia, la orfandad y los vínculos gira en torno a una reflexión más amplia sobre la memoria. Por un lado está la memoria familiar, explorando los recuerdos de la niñez de Adriana —con algunos pasajes muy hermosos, como cuando explica sus juegos con la máquina de rayos X de su madre—, sus primeros años con la abuela, la relación de sus padres; por otro lado, la memoria histórica, presente a través de la voz de la abuela, cuyos hermanos fueron asesinados durante la guerra por ser los hijos del patrono. También está presente una memoria muy física de la narradora, que se apoya en texturas, materiales y olores para rescatar sus recuerdos: las habitaciones de la casa, que guardaban el olor de quienes las ocuparon años atrás, las baldosas hidráulicas del suelo, el tacto frío de la escalera de mármol, el musgo que cubría los muros. Todo ello lleva a una descripción muy hermosa del descubrimiento del mundo de la Adriana niña, un asombro que ha mantenido intacto y que aún le permite apreciar que «la existencia está hecha de tan pocas cosas que parece un milagro».

En las páginas finales de ‘La casa’, Adriana recorre mentalmente las estancias de la vivienda y repara en que el zaguán servía como preparación «para llegar al universo familiar, para asumirlo de una manera orgánica». Las dos primeras partes de la novela funcionan como el zaguán de esta narración, un espacio para que el lector entre al poderoso capítulo final de una forma orgánica y natural. ‘El padre’ y ‘La casa’ están al servicio de ‘Las voces’, son la introducción necesaria para llegar hasta ahí con el contexto que hace falta para que entendamos en toda su dimensión lo que estas voces vienen a decirnos.

Elvira Navarro (Huelva, 1978) ha cuidado especialmente la arquitectura de esta novela en la que cada suceso narrado y cada fragmento de información están en el orden exacto y tienen el peso exacto. Alterando cualquiera de ellos la construcción se derrumbaría, y esto evidencia el meticuloso trabajo de orfebre de la autora, preocupada porque el lector no se quede en la superficie del relato, sino que la acompañe en el proceso vital que está relatando. Que sienta sus dudas y su incertidumbre. Que entienda que sobre los asuntos verdaderamente capitales hay más vacilaciones que certezas, más zozobra que sosiego.

Hace falta un gran dominio de la técnica narrativa y un sentido del tiempo y del ritmo muy precisos para que todo encaje y el resultado no sean unas notas deslavazadas sobre el sentido de la vida. También es necesario dominar el tono de la narración, y de nuevo la autora demuestra su saber hacer jugando con él, ajustándolo en cada parte: podríamos decir que más que una historia, nos está haciendo partícipes de un estado de ánimo. En la primera parte la historia está contada con ligereza y humor, representa el presente y el futuro; en la parte central, el tono se vuelve más melancólico para transmitir la nostalgia de la niñez y de un pasado en que su madre y su abuela estaban vivas; y en la parte final, la intensidad aumenta para revivir a estas dos mujeres y darles voz, para permitirles que nos cuenten lo que no contaron antes, lo que no sabían que podían contar.

La narración también se articula alrededor de preguntas que, repartidas hábilmente a lo largo del texto, revelan las preocupaciones de la narradora: ¿Cómo se reordena el mundo tras una muerte? ¿Hasta dónde nos acompañan los muertos? ¿Por qué no se olvidan las cosas que se perdonan? ¿Contar las cosas es repetirlas? ¿Acaso no sabemos que todo es una ficción?

La autora despliega una interesante reflexión sobre lo que la escritura tiene de reconstrucción, de reinvención de unos hechos que pasados por el filtro de la memoria y el lenguaje acaban por ser otros. También reflexiona sobre la imposibilidad de «usurpar» completamente la voz de otros: la madre y la abuela de Adriana se rebelan —en un perspicaz recurso metaliterario— y protestan porque ellas nunca utilizarían el lenguaje con el que hablan en el texto, o no podrían expresar esas ideas porque no tenían conciencia de ellas, y se preguntan quién les estará poniendo esas palabras en su boca.

Adriana escribe —vomita, según ella misma confiesa— unos «poemas malos» al hombre con quien tuvo una relación. Aunque la idea del vómito como «lo que se escribe en un estado emocional que no es el más adecuado para la literatura» es atinada, reproducirlos aquí resulta innecesario, pues no aportan demasiado a la narración, igual que algunas repeticiones excesivas —como la insistencia de la madre en contar su desmayo durante una operación de ojo cuando estudiaba Medicina—, con las que la autora subraya algunos rasgos. Estos detalles no empañan el acierto con el que Elvira Navarro ha resuelto esta novela, que combina una admirable técnica narrativa con un relato lleno de vida para ofrecernos un libro notable.