Federico Falco
Los llanos
Anagrama, 2021
232 páginas
POR ALEJANDRO MORELLÓN

Federico Falco (1977, Córdoba, Argentina) ha publicado los libros de relatos 222 patitos, 00 (ambos en 2004), La hora de los monos (2010), Un cementerio perfecto (2016), la novela Cielos de Córdoba (2011) y el libro de poemas Made in china (2008). En 2020, su último trabajo Los llanos queda finalista del Premio Herralde de Novela y Falco vuelve a destacarse como uno de los narradores más relevantes de su generación. 

La trama de Los llanos puede resumirse en una sola frase: un hombre decide irse a vivir al campo tras una ruptura amorosa. Pero como lo sencillo no es enemigo de lo profundo, por debajo del duelo inicial van surgiendo todos lo demás grandes temas literarios: nuestra relación con el tiempo y con el espacio, con la misma escritura, la cuestión de la identidad, el plano intermedio entre lo que somos y lo que nos ocurre. 

En Los llanos, como dice la propia novela, «hay un tiempo para cada cosa», e incluso «hay un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo». A lo largo del libro el autor reivindica ese intervalo, el período entre acontecimientos, y ese es justamente el desafío: ubicar la mirada en el lugar anónimo, en la hora transitiva, en aparencia sin grandes protagonismos. 

Si escribir es contar de lo que no se habla, según María Zambrano, Federico Falco habla de aquello que no suele ser contado, es decir: del momento de silencio, del paisaje horizontal, «de las dudas, el aburrimiento, los largos días donde nada cambia, la tristeza estancada». Pero no hay que dejarse engañar por esta primera impresión, porque a medida que nos adentramos en Los llanos se van presentando pequeñas transformaciones que son la esencia misma del registro sensible. Igual que ocurre a la hora de llevar un huerto, la contemplación y el pensamiento dan lugar a un escrutinio más lúcido, a un interés por lo ordinario y lo discreto, y el lector agudiza los sentidos para entender la belleza en el detalle, para encontrar la verdad en la repetición y en la variación.

Poco a poco Falco nos expone los diferentes estadios de su experiencia: el dolor reciente se mezcla a menudo con un pasado más antiguo, con el recuerdo de su infancia y los días de campo con sus abuelos. Por ejemplo, en la página 78 escribe:

«Era un espacio donde me podía encontrar a mí mismo. 

Era un espacio donde podía leerme. 

El inicio de una conversación con el paisaje».

El personaje escribe y piensa desde un pueblecito llamado Zapiola, a las afueras de Buenos Aires, y aquí el distanciamiento puede entenderse también como un reencuentro en el que impera cierta metafísica del yo: ¿qué queda de nosotros cuando todo lo demás cambia? ¿Quiénes somos cuando nos leemos en un paisaje diferente? Esta es una de las preguntas que parece querer responder el autor, sin artificios ni alardes narrativos, sino a través de una reflexión orgánica y natural con el entorno, y también con su propia escritura. En la página 51 leemos:

«A veces, al escribir, tenía la ilusión de que controlaba el texto pero en realidad todo se daba de una manera en que casi me excluía: brotaba lo que podía en medio de mis propios accidentes, mi neurosis, mi cansancio, mi vagancia, mi temor a qué van a decir, ¿se aburrirán?, qué van a pensar de mí, mi miedo a que no les guste, a que cierren el libro a la mitad y no sigan. Son traspiés no tan diferentes a la sequía, o el viento, o el granizo. Atacan el germen. Los textos crecen en medio, son modelados y lastimados por mí mismo. Algunos nos sobreviven. Otros, no cuentan con mi ayuda. A algunos no los puedo ayudar a ser, no sé cómo escribirlos».

Falco establece así un hermoso paralelismo entre el proceso creativo y las vicisitudes de la cosecha, y de alguna manera nos da la clave para leer su novela como si observáramos crecer un huerto: con calma, prestando atención a los detalles, a los tiempos, a los cambios, porque Los llanos es entre otras cosas un texto contemplativo. En el transcurso de los diez meses que dura el diario, asistimos a la visión pormenorizada que hace el protagonista del espacio, nombrando lo nunca antes nombrado, pero también de sí mismo, intentando explicar su dolor y las circunstancias que lo han llevado a estar como está. 

El autor nos remite desde lo personal a lo universal emparentando al personaje con las plantas y los vegetales, con las estaciones, con los cambios de tiempo, las lluvias, el calor, de manera que vive su experiencia a través de los elementos del terreno y parece constatar cierta armonía entre el individuo y el espacio alrededor, como escribe en la página 44:

«Yo ahora solo quiero mirar el horizonte, la llanura, fijar los ojos en la distancia, que me inunde el campo, que me llene el cielo, para no pensar, para que lo que sucede en mí deje de existir todo el tiempo».

Y también, en origen y en última instancia, Los llanos es una novela de amor. De desamor, más bien. Sobre el amor imposible o el amor que deja de serlo de la manera en que querríamos que fuera para siempre. 

«No hay nadie más indeseable que aquel a quien se deja de desear», escribe Falco al recordar el momento de la ruptura con su novio Ciro. El día en que compran una mesa para el salón de su casa, su novio decide romper con él diciéndole que ya lleva tiempo asimilando la distancia. Para Falco, en cambio, la noticia le pilla desprevenido, y entiendo que ese es el motivo inicial, la razón primera de Los llanos: escribir para intentar entender, dejar pasar el tiempo para poner las cosas en claro.

«Estar con otro es difícil. Estar con otro es un trabajo, un esfuerzo. Entender, o no entender, o tratar de entender. Lo que uno piensa que uno es. Lo que el otro cree que uno es. Los deseos y las ganas propias. Los deseos del otro. El trabajo en equipo: el trabajo, la pareja, la amistad, la vecindad. Desgaste, malentendidos, entredichos. Lo que no se ve, lo que no se escucha, lo que no se quiere ver, lo que es tan terriblemente doloroso que uno prefiere no saber».

A lo largo de toda la novela Federico Falco reconstruye momentos de su relación y se pregunta si pudo haber hecho algo o si las cosas hubieran podido salir bien en otras circunstancias. Pero, como el mismo huerto, las relaciones no pueden preveerse ni uno las puede hacer crecer a donde se quiere. Hay que dejarlas estar, parece decirnos el autor, hay que dejarlas morir si no se puede hacer nada más. 

Hay un momento especialmente triste pero hermoso casi al final: el protagonista vuelve a llamar a su novio, tiempo después de que lo hayan dejado, para preguntarle si están en ese momento de las películas en el que las parejas se separan por un tiempo, ese momento en el que se suceden momentos de elipsis de cada uno por su cuenta con musiquita de fondo. «¿Estamos nosotros en la parte de la musiquita?», pregunta Falco, poniendo de manifiesto que el amor continúa aunque la relación se haya acabado. Lo que me recuerda a una frase de Simone Weil: «amar puramente es adorar la distancia entre uno y lo que se ama». Para mí, este libro es esa distancia necesaria, el intento por entender lo que uno ama, lo que uno es.