Carlos Granés
Salvajes de una nueva época. Cultura, capitalismo y política
Taurus, Barcelona, 2019
208 páginas, 18.90 € (ebook 7.59 €)
Así como La Codorniz, legendaria publicación humorística nacida en la posguerra española, se anunciaba como «la revista más audaz para el lector más inteligente», este libro de Carlos Granés podría presentarse como un ensayo inteligente para lectores audaces: aquellos que no temen desviarse de la manida senda de los lugares comunes. En puridad, esto es más cierto de la segunda parte del ensayo que de la primera, que presenta una tesis menos original o más transitada por otros pensadores. Sin embargo, el libro en su conjunto se beneficia de la declinación latinoamericana de su autor, colombiano por nacimiento y antropólogo por formación, así como de una prosa brillante que recurre con frecuencia a iluminadores ejemplos para reforzar la tesis que pone sobre la mesa. Hay que celebrar así que por una vez se cite a Arturo Uslar Pietri en vez de a Franz Kafka, que el marxista peruano José Carlos Mariátegui figure junto a Antonio Gramsci o que se destaque la importancia política de la tertulia literaria del café Windsor en Bogotá. Acaso sin quererlo, Granés realiza por ese camino una interesante contribución a la historia global de la modernidad.
Su tesis central, en fin, se deja enunciar con facilidad: hoy volvemos a ser «primitivos de una nueva época» debido a la influencia del smartphone y a la redoblada contenciosidad de la vida pública. A esta conclusión llega Granés después de indagar en las tensas relaciones entre la producción cultural, el capitalismo y la política. Su premisa es que el arte, que es libérrimo por definición o al menos debería serlo, se ha visto rondado en la modernidad por dos peligrosos festejantes: la política y el capitalismo. De ahí que el libro hable, en secciones sucesivas, de dos procesos paralelos: la transformación en mercancía de la vanguardia artística de comienzos del siglo xx y el retorno de la política salvaje a Europa bajo la máscara populista. Su actualidad, por tanto, está fuera de duda.
Empieza Granés por ocuparse de las tensiones entre la cultura y el mercado. Su resultado principal terminará siendo la asimilación capitalista del arte de vanguardia: el salvaje, de acuerdo con su certera imagen, se hace capitalista. Se ha dicho ya que esta sección es menos original, pues se trata de un fenómeno más estudiado. La idea de que la publicidad termina por asumir las reivindicaciones de la vanguardia, poniendo la búsqueda de la autenticidad en el centro de su imaginería, puede encontrarse en trabajos como La conquista del cool, de Robert Frank, o series televisivas como Mad Men, referida por el propio Granés. Y la propia literatura empresarial se ha ocupado de la reinvención del capitalista como emprendedor o innovador: alguien que, además de correr riesgos, se ve a sí mismo como un artista de la inversión. No obstante, el lector no tendrá en ningún momento la sensación de encontrarse con materiales de segunda; dos razones lo explican.
En primer lugar, como ya se ha apuntado, el autor estudia este conocido fenómeno a través de sus manifestaciones latinoamericanas. Naturalmente, no se limita a ellas: alude a Dalí, Warhol y el punk británico para describir la intersección entre capitalismo y vanguardia, sugiriendo provocativamente que Margaret Thatcher defendió la moral individualista del punk y que el artista contemporáneo se ha convertido —andando el tiempo— en «el no va más del paradigma thatcheriano» (p. 78). Pero Granés se mueve como pez en el agua en la historia cultural latinoamericana y por eso puede fijar en la Revolución mexicana el momento en que se terminó con la búsqueda desinteresada de la belleza, sin por ello olvidarse del precedente que supone Rubén Darío cuando escribe sobre la guerra hispanoamericana del 98. Acierta el autor, al señalar el papel de la raza latina y la identidad nacional en el giro americanista del modernismo latinoamericano, anticipando una vanguardia cuyos protagonistas regionales se encargarían de fundar la mayoría de los partidos fascistas y comunistas del continente. Ser artistas y revolucionarios, ya fueran de izquierda o de derecha, era entonces la misma cosa.
En segundo lugar, Granés no hace un juicio peyorativo del sistema liberal-capitalista. Y es que no puede decirse que su desarrollo haya sido contrario al espíritu de las vanguardias: si éstas atacaban el tradicionalismo, ¿no contribuye el capitalismo a su erosión? O, por decirlo con el autor, ¿existiría la misma pluralidad de estilos de vida en ausencia del capitalismo? Parece razonable, a la vista de la uniformidad de las sociedades comunistas realmente existentes, concluir que no. De hecho, como ya mostrase entre nosotros el González Férriz de La revolución divertida, Mayo del 68 fue un fracaso político y económico tanto como un rotundo éxito cultural: «Como los dadaístas, los surrealistas o los situacionistas, ahora los jóvenes consideraban que era más importante tener una vida apasionada que una vida atada a las demandas morales y productivas de la generación previa» (p. 82).
No cambiaba el mundo, sino la vida: el sustrato individualista, experimental, expresivo, narcisista y hedonista de las vanguardias históricas se hizo democrático. ¡Basta pasar un rato en Instagram! En lugar de etiquetas como «posmoderno» o «líquido», Granés prefiere hablar de un «tiempo dadá» caracterizado por la ironía, la mordacidad y el escepticismo. La caída del comunismo marca su comienzo; el apogeo está seguramente en la década de los noventa. Y si bien la reacción de los ciudadanos occidentales contra el atentado que sufrió la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo puede interpretarse como una defensa de ese espíritu descreído y pluralista, como hace Granés, no cabe duda de que una nueva solemnidad se ha abierto paso en las esferas públicas democráticas: identitarismo, victimismo y moralismo son ahora modalidades habituales del discurso.
Pueden encontrarse aquí páginas excelentes acerca de la preferencia del arte contemporáneo por las nobles causas. En este punto, nada queda del viejo espíritu de la vanguardia y la razón quizá se encuentre en su triunfo cultural: hoy el desafío al establishment proviene de la nueva derecha que querría acabar con el consenso moral forjado por la contracultura en los años sesenta. ¿A quién escandalizaría hoy Lenny Bruce? Las sociedades occidentales han abandonado sus viejos pudores, pero no se han privado de abrazar algunos nuevos. Y lo que Granés plantea es que la denuncia de las desgracias humanas no puede separarse fácilmente de su instrumentalización, a menudo en beneficio del artista. Un ejemplo de alto valor sintomático sería el proyecto Episode III: Enjoy Poverty, una película de Renzo Martens que trataba de enseñar a los congoleses a sacar partido de su propia tragedia vendiendo fotos de su malnutrición a los morbosos medios occidentales. Pero así como los fotógrafos congoleses no lograron vender una sola foto, Martens pudo exhibir su película en varios centros europeos habida cuenta de sus credenciales como artista comprometido. El propio artista holandés resumió inmejorablemente la lección que de ahí cabe extraer: simbolismo para el pobre y dinero para el rico. Por este camino, el capitalismo se ha hecho social, verde, colaborativo. Y el arte también: todo se encuentra hoy aureolado de «pensamiento crítico». Por eso la Bienal de Venecia de 2015 pudo hacer una lectura continuada de El capital, empapándose con ello de anticapitalismo en un marco de turismo masivo y consumo de lujo. ¡Doble ganancia!
Pero si el salvaje se ha hecho capitalista, sostiene Granés, el civilizado se ha hecho salvaje. De eso se ocupa la segunda parte de su ensayo, dedicada a iluminar el proceso por el cual la risa irónica del dadaísmo compite de nuevo con la seducción del providencialismo ideológico. La tesis de Granés se sostiene sobre dos fenómenos observables: uno, que la política ha hecho suyas las estrategias del arte; otro, que el salvajismo político latinoamericano ha colonizado europa bajo la forma del populismo. Pero ambas se relacionan íntimamente entre sí, pues ese nuevo populismo —aunque Granés se ocupa ante todo del caso español y no de otros populismos europeos— ha utilizado con habilidad el viejo recurso vanguardista del escándalo y la provocación.
Se remonta el autor, con buen sentido, a la célebre formulación que hiciera Walter Benjamin de los procesos paralelos que observara en la Europa de entreguerras: la politización de la estética y la estetización de la política. Pero nos recuerda que Mariátegui ya desarrolló en Latinoamerica el argumento de Gramsci acerca del uso político de la cultura con vistas a construir una nueva hegemonía. Y que, de hecho, los jóvenes populistas españoles que estaban en el núcleo del primer Podemos hicieron de Latinoamérica su escuela política: el interés del joven Pablo Iglesias por los movimientos antiglobalización le permitió asimilar las lecciones del subcomandante Marcos y Hugo Chávez sobre el empleo de la televisión, mientras que la estancia predoctoral de Iñigo Errejón en la Bolivia del entonces joven Evo Morales le señaló el camino de una construcción nacional-popular asentada sobre el conflicto entre los de abajo y los de arriba. Más ampliamente, el chavismo enseñó a estos jóvenes intelectuales que el lenguaje democrático podía enmascarar las aspiraciones revolucionarias y convertirse en una potente fuerza de legitimación del rupturismo político. Este modelo proporcionaba a los filósofos descontentos con la tediosa democracia liberal, tan propensa al consenso como a la prudencia reformista, un modelo para la recuperación de la «auténtica» política: aquella que toma el conflicto «como punto de llegada y no como punto de partida» (p. 120). De esta manera, el salvajismo latinoamericano desembarcaba en la democracia europea: esta vez los revolucionarios europeos no se han limitado a vivir peligrosamente en algún país del subcontinente, sino que se han traído consigo esas cualidades exóticas que, a su juicio, adornaban la política local. Se confirmaría así la visión orientalista explorada por Arturo Uslar Pietri en Las lanzas coloradas, a comienzos de los años treinta, de acuerdo con la cual Latinoamérica es el lugar donde lo natural y salvaje resiste las asechanzas racionalistas de la modernidad. Pero ahora es la política europea la se ha contaminado de tribalismo, mitología, chamanismo. Todo ello, eso sí, en nombre de los principios democráticos: «Como el falso árabe o el árabe nacionalista es el falso demócrata o el demócrata populista, el que va a recalcar hasta la náusea que todo lo que hace está legitimado por los más puros principios democráticos» (p. 134).
Simultáneamente, la política se estetiza. El escándalo y la provocación que practicaban Verlaine o Rimbaud es ahora empleado con fruición —de la mano de las redes sociales— por Trump, Rufián o Beppo Grillo. Esto se deja ver con triste claridad en el caso del independentismo catalán, que el autor presenta como un destilado de sus argumentos: del asalto nacional-populista a la democracia liberal al uso frecuente de la performance que va de la Diada a las cadenas humanas y el gran montaje teatral del referéndum del 1-O. Claro que también la oposición al separatismo recurre al dadaísmo: Tabarnia es una parodia de las reivindicaciones nacionalistas y hemos oído a Manolo Escobar sonar atronadoramente desde los balcones. Y sin embargo, el éxito del nacionalismo tiene ante todo que ver con su oferta de sentido: en el desierto vital de la posmodernidad, el tribalismo posee una fuerte capacidad de arrastre para ciudadanos desencantados.
Granés concluye su ensayo sin alharacas, recordando brevemente sus ideas principales: el dadaísmo está en los parlamentos, el arte se alía con la corrección política y los europeos nos hacemos salvajes al importar las maneras de la política latinoamericana. Y es que bien puede decirse que una de las virtudes de este magnífico libro es su educada concisión, que confía en la capacidad del lector para asimilar unas tesis tan perspicaces como oportunas: merece la pena dedicarle nuestro tiempo, a fin de conocer mejor el tiempo en que vivimos.