Juan Gómez Bárcena
Mapa de soledades
Seix Barral
400 páginas
El santanderino de 1984 Juan Gómez Bárcena es ejemplo, y en este libro que comentaremos se comprobará con creces, de una vocación literaria muy marcada, acompañada de dotes que han hecho que sus expectativas no fueran humo de pajas, sino concreción en una obra sólida, valiosa, importante. Tras el volumen de cuentos Los que duermen (2012), el éxito de la novela que siguió no pudo haber sido más certero, pues El cielo de Lima (2014) se hizo acreedora del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa y el Premio Ojo Crítico de la misma especialidad. Traducida a siete idiomas, su recepción fue excelente y quienes la leímos en aquella primera edición o la posterior de 2023 reconocimos ahí a un narrador potente y a ratos deslumbrante, que sabía poner un pie en la realidad y otro en la ficción en una peripecia que tenía que ver con el premio Nobel de 1956 Juan Ramón Jiménez.
Kanada apareció en 2017 y también cosechó algunos premios. Vinieron a continuación la ambiciosa Ni siquiera los muertos (2020), en los vastos territorios de la Nueva España y a través de los siglos, y Lo demás es aire (2023), un prodigio de simultaneidad en la concentración del escueto paisaje del pueblo de la familia del autor, con sostenida cosecha de galardones. Algunas menciones a sus obras anteriores hay en Mapa de soledades, junto a recuerdos de su infancia y juventud. El género del libro, para cuya composición contó con una beca de la Fundación Finestres, es el ensayo literario pero entreverado con la crónica en primera persona. Su tema, la soledad, que paradójicamente es tan múltiple y posee tantos rostros. Para llevar de algún modo un orden, Gómez Bárcena los enlaza en trece capítulos (Selva, Ciudad, Isla, Hogar, Océano, Jardín, Desierto, Cosmos, Frontera, Casquetes Polares, Cumbre, Terra incógnita y Piel). Los lectores pueden al principio, con la aparición de Horacio Quiroga, creer que el contenido es eminentemente literario, de semblanzas de escritores que se hayan enfrentado a la soledad (lo cual sería una tautología), pero en realidad la soledad acecha a personas de toda condición, como vemos ya en ese inicio, puesto el foco en la esposa de Quiroga y no tanto en él (aunque el suicida que se fue a la lejana provincia de Misiones sea la espoleta de este libro y la enormidad de la ciudad de Buenos Aires el escenario en el que surgió su idea).
El autor no elucubra ni se aplica a compendiar la bibliografía sobre la soledad, la vive (aunque diga que es una soledad elegida). Sobre Quiroga y esas regiones cercanas a las apabullantes cataratas de Iguazú, anota Gómez Bárcena: «Entre los muchos placeres que puede depararnos la soledad, uno de los más bellos que conozco es este: conocer un país extranjero guiado por las palabras de un muerto». Enseguida se verá que el gran cuentista argentino no es el único referente literario, pues poco después hacen acto de presencia Robinson Crusoe, el personaje de Defoe (y el náufrago real que lo inspirara), acaso el más solitario de los hombres hasta encontrar a Viernes pero que no habla apenas de la soledad, como llamó la atención a Virginia Woolf y Bárcena destaca. Ello hace que se pregunte qué sabemos sobre el modo en que otros experimentan la soledad: «¿Ha cambiado a lo largo de la Historia? ¿Cómo podemos estar seguros de si Robinson Crusoe o Pedro Serrano se sintieron o no se sintieron solos en sus respectivos naufragios?».
Es amplia la galería de solitarios que, de uno en uno, como cumple que sea en lo que toca a la soledumbre (qué gran palabra reivindicada por Bárcena): un soldado japonés sumido tres decenios en la selva de Guam y en los abismos de la vergüenza, sus compatriotas los llamados hikikomori («personas –generalmente jóvenes, generalmente hombres– que han abandonado toda interacción social, hasta el punto de acabar recluidos en el sepulcro de sus dormitorios»), la musa prerrafaelista Elizabeth Siddall, las madres, las brujas, los homosexuales, los ermitaños, ciertas ballenas, Emily Dickinson…
Se van sucediendo los casos de estos solitarios, y las intuiciones a las que llega el autor al respecto, como la de que numerosos genios se vieron obligados a la soledad durante convalecencias prolongadas. Curiosamente, esta larga enumeración de soledades no aporta compañía o consuelo a los ya solos, pues cada uno de ellos lo es a su manera y como consecuencia de circunstancias concretas muy difíciles de equiparar entre sí. Recorriendo los meandros de este Mapa de soledades se atraviesan diferentes metáforas de la soledad, racimos que no por presentarse juntos restan individualidad a cada una de las soledades al por menor, pues todos sabemos hasta qué punto uno se puede sentir solo en la multitud, incluso percibir cómo esta, por reacción íntima, llega a ser un potenciador de la soledad, el aislamiento y la incomunicación.
La incomunicación tuvo mucho que ver con la soledad del poeta romano Ovidio, exiliado en la frontera oriental del Imperio por una caída en desgracia sobre cuyo motivo siempre guardó él mismo silencio. Como el autor señala usando una lengua derivada del latín de aquel, a quien le sería ininteligible (como ininteligible nos resulta ya él a nosotros), lo más penoso para quien escribió Tristia fue hallarse entre bárbaros que hablaban un idioma que le era ajeno. A la bien nutrida nómina de solitarios que maneja Gómez Bárcena podría añadirse la de algún ejemplo de último hablante de una lengua, una de las mayores miserias que puede padecer una persona, pues con su muerte se llevará a la tumba no solo un cuerpo sino toda una forma de traducir el mundo y, aunque mientras viva esté rodeado de sonidos articulados, para esa cifra del universo estos no son más que silencios o cacofonías, gruesos subrayados de la soledad.
Ese vivir en el extranjero es algo que Ovidio compartió con el autor de este libro, receptor de varias residencias literarias en diferentes partes del mundo, aunque como él mismo confiesa «con billete de vuelta». Esto enlaza con la experiencia de los emigrantes, que pasado un punto ya no son ni de un lugar ni de otro, lo que fomenta la alienación (y no en vano esta comparte etimología con «alienado» y campo semántico con la locura, lo mismo que lo ajeno linda con la enajenación). Y de locura y brotes psicóticos supo mucho la pintora surrealista Leonora Carrington, otra de las solitarias de este libro.
Mucho tiene que ver con la soledad la eliminación de cauces de comunicación y la mudanza del lenguaje que puede hacer que personas que en teoría hablan un mismo idioma comiencen a manejar variantes distintas que las alejan entre sí. Gómez Bárcena es un respetuoso ejemplo de su generación y emplea un español teñido a veces por lo woke; por ejemplo, cuando en la página 101 usa la palabra género para referirse al sexo, según las corrientes habituales hoy día sancionadas por el Diccionario de la Lengua Española de 2023, pero no por el de 2001. Un ramalazo de mansa corrección política asoma también en otras páginas sobre la conquista española de América, o al plantearse una pregunta cuya respuesta es obvia, basada en la biología, los embarazos encadenados para perpetuar la especie y el cuidado de la prole aunque el autor no quiera o pueda verla con los cristales ahumados de cierto feminismo del siglo XXI: «No resulta sencillo esclarecer las razones que han llevado a la mayoría de las culturas a identificar a la mujer con el espacio doméstico». Hace bien en mostrar sus opiniones, aunque sean las más cómodas en la actualidad y nada se aventuren por terrenos más solitarios, podríamos decir; sin embargo, este lector habría preferido más riesgo, más poner en tela de juicio el discurso dominante, al fin y al cabo gregario.
«Ni siquiera hoy tengo claro qué vino primero, si la soledad o la escritura. Si escribía porque me sentía solo, o si la soledad fue el precio que tuve que pagar para seguir escribiendo», escribe Gómez Bárcena, apuntando un poco más adelante que tal vez su nacimiento por cesárea, el no tener para el roce la piel materna en un principio, podría haberle predispuesto a la soledad. Mapa de soledades es una valiosa indagación sobre ese mal que nos acecha a todos y que solo quienes, por buscar el apartamiento y poseer habilidades artísticas (literarias, pictóricas, musicales), consiguen extraer oro de ese pozo. Lo hizo Edgar Allan Poe en los veintidós versos de «Alone» («Solo»), que comienzan: «Desde la infancia, yo no he sido / como los otros eran, yo no he visto / como otros vieron, no he sabido / extraer mi pasión de una fuente común». Lo hace Gómez Bárcena, gran narrador aunque se mueva en el terreno menos flexible del ensayo, cuando fusiona a los protagonistas de este libro en la apoteósica y poética mezcolanza final que tanto recuerda a las estrategias compositivas de Ni siquiera los muertos y Lo demás es aire.