Juan Villoro
La utilidad del deseo
Anagrama, Barcelona, 2017
392 páginas, 20.90 € (ebook 9.99 €)
POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

El ensayismo es el hermano pobre de la literatura: no dispone de las ventas de la novela ni del prestigio de la poesía. Para el común de los lectores, y qué decir de aquellos que ni siquiera leen, viene ataviado, con independencia de cuál sea su atuendo real, con imaginadas ropas grises, cuando no las harapientas del mendigo que expone en un cartón sus calamidades, a veces ininteligibles, sin que nadie le preste atención. Lo cierto, sin embargo, es que, a contracorriente de ejemplos plúmbeos para un consumo endogámico que están en la mente de todos, un buen ensayo no cae, no debe caer, en los defectos de la prosa académica y puede, y ojalá todos lo fueran, ser informativo, rebosante de erudición sin renunciar a la amabilidad, a lo risueño. Semejará ser un hermano pobre, sí, pero es, en realidad, príncipe, uno de esos príncipes que en los cuentos surgen —surgían— con apariencia de sapo (y en el libro que comentamos hay un puñado de menciones a los muy sapientes y cuentistas hermanos Grimm).

Valga lo anterior para Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) y las colecciones de ensayos literarios que viene publicando en la colección Argumentos de Anagrama. La utilidad del deseo (2017) se suma a Efectos personales (2006) y De eso se trata (2008). O al más breve y reciente La máquina desnuda (2009), editado por Conaculta. Conviene destacar lo de «literarios» porque no constituyen las únicas muestras de obras de no ficción de las que es autor el mexicano. Así, le debemos páginas sobre su pasión por el fútbol (Dios es redondo, 2006) y los textos híbridos (nacieron como columnas con voluntad de relatos) de ¿Hay vida en la Tierra? (2014). Está, además, el delicioso libro de un viaje a la península del Yucatán Palmeras de la brisa rápida (1989), sin olvidar las conversaciones con Ilan Stavans de El ojo en la nuca (2014).

El profesor invitado de universidades como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Pompeu Fabra, Yale o Princeton, el solicitado conferenciante cuya presencia basta para dar brillo a una charla o a una mesa redonda, logra aquí, una vez más, informar deleitando. El volumen se abre con el lúcido y emotivo preámbulo «El camino de la madera», donde se refiere a unos señaladores de libros hechos por indígenas que, puestos a la venta en su barrio capitalino de Coyoacán, le sirven como potente imagen de lo que la literatura es: «Al margen de las exigencias de la realidad, en la sierra de Oaxaca alguien talla la madera convencido de que otros leen y de que es necesario impedir que caigan en el vértigo de no saber en qué página están. Escribir es un acto semejante, la apuesta inconmensurable de que alguien llegue a esta línea».

Los textos que conforman La utilidad del deseo proceden de algunas conferencias (en un festival de Valparaíso, Chile; el discurso de ingreso en el Colegio Nacional; en un congreso organizado por el Colegio de México; en la inauguración de la Cátedra Carlos Monsiváis de la Dirección de Estudios Históricos…), pero también hay artículos y prólogos y ensayos que acaso se den a conocer aquí por primera vez. El libro se divide en cuatro partes, de las cuales las centrales son las más extensas: «Los motivos de la escritura»; «La orilla europea», con páginas sobre Defoe, los autores en lengua alemana Klaus Kraus y Peter Handke (Villoro, que estudió en el Colegio Alemán, fue agregado cultural de su país en la desaparecida República Democrática Alemana) y escritores rusos, entre los que destacan Gógol y Dostoyevski; «La orilla latinoamericana», con el asedio a Ramón López Velarde (viejo conocido de Villoro y pretexto de su novela El testigo, con la que ganó el Premio Herralde en 2004), Usigli, Onetti, Cortázar, Puig, García Márquez, Ibargüengoitia y Monsiváis; y, finalmente, «Infancia, lenguas extranjeras y otras enfermedades», donde se detiene en un género que practica, la literatura infantil, y un oficio en el que también ha puesto manos —y menas de oro— a las obras. «En las grandes traducciones poéticas, el texto original es un acicate para alcanzar novedosas soluciones», aventura. O: «Lichtenberg reparó en la paradoja de que las traducciones literales casi siempre son malas. A fuerza de acercarse a un texto ajeno, se pierde el ritmo y la naturaleza del propio idioma».

A incontables lecturas, a una disposición personal hacia el asombro, a haber conocido y tratado a algunos de los grandes, de los que aporta anécdotas sabrosas, Villoro añade una aguzada capacidad de observación. Señala sobre Gógol: «Para acentuar el valor simbólico de sus fabulaciones, rechaza la exactitud. Pocos autores han repudiado en forma tan consistente los números redondos: sus personajes recorren diecinueve verstas o tienen dos minutos y medio de descanso. Este gusto por enrarecer lo cotidiano se perfecciona con incoherencias ambientales: describe un día de calor y abriga mucho a sus personajes».

A propósito de Gógol, y Roma, anota, asimismo, la equívoca fascinación —quien lo probó lo sabe— que ejerce México: «En su mezcla de infierno y paraíso, México fue idílico para Kerouac, Lowry, Lawrence, Burroughs o Bolaño en una forma en que no puede serlo para un autor mexicano». Quizá por eso él sale a menudo de ese averno empíreo y visita con frecuencia la Ciudad Condal (su padre fue el filósofo barcelonés Luis Villoro). Contagiado del ya nombrado Lichtenberg, a quien tradujo, Villoro ronda lo aforístico en sus ensayos, dejando aquí y allá aéreas frases lapidarias, libres del lastre de la solemnidad: «Se necesita ser ruso para consagrar la primavera. Se necesita mucha prisa para apresar lo eterno». O al hablar de Dostoyevski: «Para un artista, la reiteración de los logros es una derrota; no hay mejor socio que el riesgo».

Todo el libro está sembrado de expresiones y juicios no solamente brillantes, sino también, procediendo de quien proceden, ilustrativos de formas que le son afines en el abordaje de la escritura. De este modo, en su capítulo sobre Karl Kraus asevera: «La lengua meramente utilitaria no sólo le parecía pobre sino ininteligible». En otra página, hallamos esta otra suerte de aforismo (basta tomar lápiz para ir espigando un nutrido ramillete): «Leer es como el paracaidismo: en situaciones normales sólo unos espíritus arriesgados lo practican, pero en una emergencia le salvan la vida a cualquiera».

En la semblanza de Ibargüengoitia, un autor que merece ser mejor conocido, evoca: «En sus conferencias solía provocar polémicas con el público. Hosco, renuente a matizar o a profundizar en el tema, preguntaba a quien lo cuestionaba cuánto había pagado por entrar ahí; al comprobar que estaba ahí gratuitamente, le advertía que no tenía derecho a pedir demasiado. Si alguien insistía en una crítica, le recomendaba que escribiera su propio libro. Curiosamente, el enojo lo conformaba como humorista arquetípico. Los cómicos suelen alimentarse de la melancolía y el mal humor». Ibargüengoitia (Villoro realizó una selección de sus columnas para Reino de Redonda, el sello editorial que pilota Javier Marías) fue uno de los más divertidos escritores mexicanos. Me recuerda, desde las páginas de Excélsior, a Flann O’Brien (Myles na gCopaleen) en las de The Irish Times. Ambos son ácidos críticos de sus sociedades y novelistas paródicos: el irlandés, en La boca pobre, de los libros testimoniales del campesinado de las venerables zonas gaélicas; el mexicano, en Los relámpagos de agosto, de las autobiografías de participantes en la revolución. Recuerda Villoro cómo se multiplicaron las sonrojantes memorias de altos oficiales «que buscaban que un libro les concediera la gloria que les había regateado el teatro de los acontecimientos». Y agrega: «Ibargüengoitia fue un lector apasionado de esa torpe variante de la autoficción donde el vanidoso deseo de figurar en el panteón de los héroes producía el efecto contrario. Motivadas por un delirio de grandeza, esas ingenuas autobiografías engrosaban la biblioteca universal del ridículo». He aquí otro rasgo de la prosa de Villoro: sabe jugar con las connotaciones y modular ecos que remiten a lo mejor de la literatura, como, en este caso, a Jorge Luis Borges y su Historia universal de la infamia. Podríamos abundar en los paralelismos entre Ibargüengoitia y O’Brien, pero, en las mismas coordenadas, le dejamos el campo libre a Villoro y su espléndida comparación entre el jerezano (de Zacatecas) López Velarde y el dublinés James Joyce.

México posee una tradición viva de ensayistas de fuste. A ello contribuyó, sin duda, enormemente Octavio Paz y sus sucesivas aventuras editoriales, y hoy es imposible no citar a figuras como Roger Bartra, Gabriel Zaid, Christopher Domínguez Michael, Guillermo Sheridan, Aurelio Asiain, Adolfo Castañón, Ricardo Cayuela, Bárbara Jacobs, Alberto Ruy Sánchez, José de la Colina, Juan García Ponce, Margo Glantz, Elsa Cross o José Emilio Pacheco (de quien Ediciones Era ha publicado recientemente en tres volúmenes una generosa selección de sus columnas con el título de Inventario). Muchos de ellos tienen, además, a su favor, y la ventaja nos llega a nosotros, sus lectores, el escribir en periódicos y revistas. Eso hace que no se eludan las coyunturas de la actualidad en los casos de quienes se ocupan de asuntos sociológicos o políticos y que, cuando se ocupan de literatura, como aquí, lo hagan con intención gratificantemente fresca.

En la casa de la literatura de Villoro, hay un cuarto que es el del lector y otro que pertenece al escritor. Estos ensayos son el muy trasegado pasillo que los une y también el plano levantado de muchas galerías que son correspondencias y paralelismos, ventanas y escaleras que conducen de unos autores a otros. A la postre, lo que queda tras la lectura del libro no es tanto un cúmulo de datos, que se administran con cautela, como una impresión, una atmósfera, el entender el carácter de los escritores que tienen la suerte de que Villoro fije su atención sobre ellos. No se aprende tanto un «tema» de historia literaria como mucho acerca de la misma literatura: los mecanismos que la estimulan, su trasvase de lenguas y entre autores, las similitudes con el cuerpo, como algo orgánico que es, que son. Y aporta citas que resultan todas pertinentes, sin afán de lucimiento ni esas rociadas de mortífera metralla: las notas y el aparato crítico. No elude, en fin, eso tan desaconsejado por la producción científica: la intromisión del yo, el dar testimonio de lo experimentado y lo visto, como el impagable paseo en que nos guía a Monsiváis.

Villoro dibuja una orilla americana y otra europea, una del mundo nuevo y otra del viejo. Las enfrenta, pero no las echa a pelear. Hace que una y otra se reflejen, espejos de oleajes y de cielos. Y, en medio, navega sin hacer nunca agua. No le sucede lo que a Robinson Crusoe, el protagonista de la novela a la que dedica una de las travesías del libro.

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