María Negroni
La idea natural
Acantilado
208 páginas
María Negroni
Pequeño mundo ilustrado (edición ampliada)
Wunderkammer
290 páginas
Una parte muy destacada de la obra de la poeta, novelista, traductora y ensayista argentina María Negroni trabaja la forma del gabinete de curiosidades. Esos libros se abren como una vitrina, para acceder a un mundo de miniaturas que recurren a las más diversas estrategias discursivas: el resumen, la paráfrasis, el poema, la traducción, el relato, la entrada enciclopédica, la metáfora dilatada. Aunque sus poemarios también nacen a menudo de esa caja de herramientas, y al menos los títulos de dos de ellos remitan directamente al campo semántico del catálogo y el jibarismo (Archivo Dickinson, Pequeños reinos), es en la no ficción fragmentaria y en prosa donde es más reconocible ese formato sensible. Una serie de textos breves que, en su sucesión, van creando una frecuencia intelectual y poética, un viaje inesperado a través de un concepto abierto.
Su libro más reciente, La idea natural, parte de Lucrecio, Plinio el Viejo y Sei Shōnagon para conducirnos a través de diversas miradas y escrituras, personales y excéntricas, sobre el mundo zoológico, botánico, geológico: natural. Su impulso es biográfico; su ordenación, cronológica. Pequeño mundo ilustrado (edición ampliada), en cambio, es un fichero de estampas asombradas, gótico por momentos, que nos presenta castillos y museos, familias de muñecas, colecciones inesperadas. Se abre como un abanico y se convierte en un mapa, una geografía maniática.
Por ser una historia abreviada de la relación de los hombres y las mujeres con el resto de seres que pueblan nuestro planeta, La idea natural se puede leer también como una historia de las formas en que se han expresado esos vínculos. Linealmente, pasamos poco a poco de un acercamiento filosófico a uno científico y, finalmente, con Claude Monet, Vladimir Nabokov, Lousie Bourgeois, John Cage o Clarice Lispector, a la vanguardia. Mutante, el libro se adapta a los estilos de cada época, sin traicionar nunca un tono que se mueve entre el retrato esencial, los datos periféricos, la ironía crítica y el encanto. Pero descree del progreso: circularmente, la poesía filosófica inicial de Lucrecio conecta con la obra de W.G. Sebald o Mike Wilson de los capítulos finales.
En el epílogo de la nueva edición de Pequeño mundo ilustrado, que se publicó en 2011 por primera vez, se cita una posible semilla del proyecto: la lectura infantil de Lo sé todo: «Me gustaban la arbitraria yuxtaposición de los temas, los inventarios sin importancia, el cambio repentino de geografías y tiempos». Hay capricho, sin duda, en la correlación. Pero también una clara afinidad con Walter Benjamin en los temas: exposiciones universales, anatomías, muñecas, circos, enciclopedias, souvenirs, catálogos, juguetes, dioramas, fotografía, miniaturas, marionetas, Charles Baudelaire, traductor de E. A. Poe. Como si Negroni quisiera reescribir su propio Libro de los pasajes o su propio Calle de sentido único, y concibiera su artefacto como un gabinete de curiosidades y de oportunidades para el asombro. Las solapas del libro serían, en ese sentido, las puertas que se abren de un armario o Wunderkammer, que se define precisamente con metáforas espaciales: «un paisaje mental», «un burdel filosófico», «una vitrina del mundo».
Hay sin duda intersecciones entre ambos volúmenes. La cronología converge con el atlas, la geografía se confunde con la historia natural y artificial, como hacen continuamente el espacio y el tiempo. Si en Pequeño mundo… encontramos varios capítulos sobre la poesía contemporánea (de Stéphane Mallarmé a Charles Simic) y expresiones artísticas del presente, muchos de los fugaces protagonistas de La idea natural crearon colecciones o dirigieron museos: George-Louis Leclerc de Buffon administró el jardín de hierbas que creó Guy de La Brosse; entre los nueve y los dieséis años, Emily Dickinson compuso un herbario; Clemente Onelli dirigió el Zoológico de Buenos Aires y aparece en ambos volúmenes; y el capítulo sobre Francisco Pascasio Moreno se titula «El museo soy yo».
Como vasos comunicantes, ambos libros atesoran, además, varios momentos de autoconciencia: «sabe que lo inacabado y lo fragmentario lo acompañarán siempre», dice Negroni en uno sobre Alexander von Humboldt. «Estamos en ese feliz interregno entre la teología y la ciencia, vinculado a las artes de la memoria, la magia y los sistemas de la lectura del mundo como compendio ecléctico, hecho de piezas únicas, aleatorias, no seriadas», dice en el otro sobre las décadas previas a la Ilustración. Su rescate de esas lógicas en pleno siglo XXI nos recuerdan que lo antiguo es siempre una dimensión de lo nuevo: un espacio privilegiado para la investigación.