«El arte no es de orden ideológico sino pulsional»Por Aurelio Major

Fotografía de Alejandro Guyot

La afilada e intensa energía volitiva de la escritura de María Negroni ha preferido siempre morar en la posibilidad (una casa más justa o bella que la prosa, según el poema de Dickinson), la cual, inserta en las preguntas más que en las respuestas, ha tenido de movedizo centro irradiador la poesía como verdadera realidad aumentada. Su extensa obra publicada a lo largo de casi cuatro decenios ha sido objeto de múltiples reconocimientos (Guggenheim, Octavio Paz, Konex…) en América, donde fue muchos años docente en Sarah Lawrence College en Nueva York y lo es actualmente en la Universidad Tres de Febrero de Buenos Aires. Para María Negroni «la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria». Su libro más reciente, El corazón de daño (Literatura Random House), una «novela autobiográfica», como la presentaría la burocracia de la literatura, incursiona ejemplarmente de nuevo en la lengua materna, en la relación entre vida y escritura, desde la poesía como continuación de la infancia, con la fuerza centrípeta de una representación que aspira a anular el tiempo.


Toda auténtica poesía es subversiva, pero también en determinados períodos la poesía migra a la prosa. La mayoría de tus libros en prosa, como esta reciente «autobiografía» El corazón del daño, se ven intervenidos y hasta conformados por los procedimientos retóricos de la poesía (su antecedente como poema es La jaula bajo el trapo). Del mismo modo que algunos de tus poemarios participan del ensayo, e incluso del teatro (de nuevo La jaula bajo el trapo). La intervención de un orden otro que subvierte las herencias de lo adocenado, es un juego (not to play music, but to play with it) complejo. ¿Cuáles fueron los hitos de tu itinerario poético (en Argentina antes de tu primer traslado o ya en Estados Unidos al doctorarte) o intelectuales o vitales que te condujeron por estas vías de la desorientación? ¿Obedecen a una poética de la indeterminación?

En materia de escritura, como sabes, los intentos de explicar por qué o cómo hicimos algo son siempre retroactivos y no pasan de ser hipótesis. En mi caso, creo que todo lo que mencionas, mi experiencia de militancia en la Argentina, mi deslumbramiento con la ciudad de Nueva York, las lecturas y la vida en general, influyeron en esta búsqueda de lo que llamas «vías de desorientación». Pero hay además un elemento más personal. Siempre fui reacia a las pertenencias (que traen con ellas un deber ser implícito). Me disgustan los grupos o escuelas literarias, ni qué decir las modas del mercado (que son cada vez más fuertes). Prefiero, en suma, el juego desmarcado que me permite moverme con más libertad, a fin de llegar más rápido a una meditación sobre el lenguaje.

Creo que esta preferencia es clara en El corazón del daño. Es un libro que se desentiende de los géneros, que se ensimisma en el ritmo e inventa una suerte de lengua utópica en la cual cada palabra se juega en el encuentro con el silencio. En este sentido, podría hablarse de un texto narrativo con voluntad lírica, un texto que se para en una línea de indeterminación, acaso porque confía en que la literatura es un ejercicio de la inteligencia.

Tengo que agregar que esto es también lo que más me seduce en los escritores y escritoras que admiro, la singularidad de su propuesta, su trabajo con la lengua, sus desafíos a lo consabido y el gusto mayoritario.

Pavese dice algo extraordinario: que cuando descubrimos la forma que le corresponde a la obsesión que nos empuja a escribir, nace el libro y también empieza a morir

Me refería a los recursos más o menos tradicionales (verso, prosodia) que no suelen intervenir en la prosa, y menos en la convencional memorialística: me parece que El corazón del daño es un escenificado poema (en el sentido de «meditación sobre el lenguaje») disfrazado de autobiografía, disfrazada de novela. La indocilidad o insubordinación respecto de los géneros de tu obra es incluso patente en tu brillante discurso de inauguración de la reciente Feria Internacional del Libro de Buenos Aires: otro poema. ¿Desde qué escenario se emite El corazón del daño? ¿Qué deseo lo mueve? ¿La crueldad? ¿Qué flexiones se han producido entre el personaje que pone en entredicho la lengua «materna» en La jaula bajo el trapo y la que narra este libro?

Sí, esa intervención de los procedimientos poéticos propiamente dichos a los que te refieres (ritmo, verso, prosodia) es evidente en El corazón del daño, donde el anecdotario es mínimo y está tallado con una dicción cortante, una prosodia ríspida donde, paradójicamente abundan los homenajes, los idiolectos, las aventuras de lo imposible. Pero ¿no ocurre eso en toda buena prosa? Baudelaire solía recomendar: «Sois toujours poète, même en prose». Y Mallarmé, incluso, fue más lejos cuando afirmó que «la prosa no existe». En la base de cualquier escritura hay (o debería haber) una música. Esa música es absolutamente personal, responde al modo de percepción del mundo y al ritmo interior del pensamiento.

Supongo que La jaula bajo el trapo podría leerse como un esbozo temprano de la misma obsesión, un primer intento de escenificar (literalmente, porque aquella vez recurrí al simulacro teatral, interrumpiendo las «escenas» con interferencias de la vida neoyorkina y reflexiones sobre el arte) una suerte de origen. Desde aquel libro hasta El corazón del daño han pasado casi treinta años. A aquellos elementos se suma ahora la experiencia de un extenso recorrido dentro de la literatura misma. Supongo que esa es toda la diferencia. Un cambio de énfasis, también. Una revisitación con toda la artillería que la literatura me ha dado. Salvando todas las distancias, pienso en las reescrituras obsesivas de Marguerite Duras, donde cada libro suyo vuelve a explorar lo mismo desde distintas perspectivas.

«¿Qué deseo mueve al libro?», me preguntas. «¿La crueldad?» Tal como está formulada, la pregunta equipara al deseo con la crueldad y esa idea es brillante. A condición de aclarar que la crueldad de la que hablamos aquí es, como la crueldad infantil, inocente. El arte, lo he sostenido siempre, es la continuación de la infancia por otros medios. Y, como la infancia, es inimputable. Hay algo que se hace al escribir, cierta impunidad que se ejerce sobre la lengua, que se parece al modo en que se comportan y expresan los niños. Se trataría, en todo caso, de una crueldad sublimada que intenta tejer la complejidad siempre inabarcable de cualquier relación humana, cualquier interacción con el mundo.

Fotografía de Alejandra López

«Un niño extrae a la larga más y mejores modos de diversión de una lupa que de un triciclo. De su atención detenida, de su naciente curiosidad nacen muchas cosas: para empezar, su propia intimidad. Yo diría que en ella renace la civilización» escribe Ida Vitale. En el entendido de que como tú también sostienes, se da inicio al perpetuo refinamiento de las preguntas.

Coincido plenamente con lo que dice Ida Vitale. La lupa o las maderitas con que los niños imaginan una escena de barcos y piratas son microcosmos, como los poemas. Son mundos diminutos y autónomos donde solo se responde al deseo y donde se puede preguntar sin la obligación de dar con respuestas (que son siempre formas de clausura).

El título es una alusión a Adorno ¿o estoy interpretando en exceso?

Adorno es y ha sido una lectura imprescindible para mí. He leído sus textos de Mínima moralia con la misma devoción con que he leído a Walter Benjamin o a George Steiner, pero el título salió, en realidad, de un verso de un libro de poemas aún inédito.

Algo más: «La pérdida, por muy cruel que sea, no puede nada contra la posesión; la afirma; en el fondo, no es sino una segunda adquisición, ahora interior y de una intensidad distinta», escribe Rilke. Y escribes tú en El corazón del daño: «Empecé clasificando, urdiendo nomenclaturas, y acabé volviéndome una entomóloga de la ausencia».

“Quien va de caza pierde lo que

no

halla.

Se vuelve rica de tanta pérdida.”

Así es. El tema de la pérdida es fundamental. La escisión está en el origen mismo, el personal y el que compartimos, según el relato bíblico, como seres humanos. En ambos casos, somos expulsados de un mundo donde el deseo coincide con lo deseado y con el Deseo. El lenguaje aparece en ese contexto de escisión, para que podamos lidiar con ella. Cumple, podríamos decir, una función compensatoria. Las palabras reemplazan algo que se perdió. En este sentido es muy interesante recordar a Julia Kristeva cuando distingue a los narradores de los poetas, aduciendo que la diferencia mayor radicaría en que los narradores aceptan reemplazar a la Cosa (perdida) por las palabras y los poetas no. Los poetas quieren la Cosa misma; una vez más, se parecen a los niños, que se resisten a las despedidas que instaura todo el tiempo el lenguaje. Pero a la vez, como dice Rilke, el lenguaje poético puede «afirmar esa pérdida, transformándola en una segunda adquisición, ahora interior y de una intensidad distinta». En Archivo Dickinson escribí un poema brevísimo titulado «Riqueza» que, me parece, va en la misma dirección: «Poseer es imposible. Ése es el premio».

¿Existe para ti una prosa de poeta? ¿Distingues la de Paz o Eliot, la ensayística, de la de Tsvietáieva, la de Gonzalo Rojas o de Gamoneda por ejemplo? ¿La de tu discurso al que me referí antes y estas respuestas? En la que el plano expresivo se comprime de tal modo que la lectura no puede ser sino un surtidor de significaciones.

Toda buena prosa es prosa de poeta. Y no solo por los recursos específicamente poéticos de los que hablamos antes, sino porque la buena prosa está llena de rupturas sintácticas y asombros conceptuales que para mí están vinculadas a lo poético. Solo por citar algunos casos de prosa donde lo poético está omnipresente: Fleur Jaeggy, Guimaraes Rosa, Marguerite Yourcenar, Libertad Demitrópulos, Néstor Sánchez.

Juan José Saer solía decir que la relación entre arte y política está condenada al fracaso porque el poder político siempre imagina el arte como una dependencia de la secretaría de cultura. Pero el arte es otra cosa. Por la misma relación conflictiva que mantiene con su instrumento, desconfía de los discursos unívocos: el arte es un antídoto contra el autoritarismo

Pero convendrás conmigo que la prosa de impronta borgesiana, «argumental» de tu Pequeño mundo ilustrado, por caso, es de distinta naturaleza que la varia invención de El corazón del daño, ¿no te parece? ¿La forma la dicta el material, aunque el material sea incognoscible y la forma un simulacro?

Me gustaría recordar aquí a Cesare Pavese. Pavese dice algo extraordinario: que cuando descubrimos la forma que le corresponde a la obsesión que nos empuja a escribir, nace el libro y también empieza a morir. En algún sentido, todo lo que precede a ese instante es imperfecto (porque es más obsesión que forma) y todo lo que lo sigue también (porque es más forma que obsesión). Si esto es así, supongo que cada libro busca, como tú dices, el «simulacro de forma» que le corresponde –aunque el material sea y de hecho lo es, incognoscible–. Y en ese sentido, el Pequeño Mundo Ilustrado ejecuta una partitura distinta porque lo que lo convoca es también distinto.

Los imperativos de su militancia en el partido comunista estadounidense instaron a George Oppen a mantenerse en silencio durante decenios (hasta 1962) tras la publicación de Discrete Series en 1934. Has declarado que tu militancia en Montoneros imponía restricciones ideológicas a la escritura y que de ello, de tus primeras incursiones, no queda documento. «En esa época no había tiempo para escribir. Se pensaba que había que hacer algo más importante: cambiar el mundo. Ese proyecto fracasó». Sin embargo, toda poesía también es política (aunque los méritos de poetas como Brecht o Mayakovski se deba a su relación con el lenguaje y no con el partido: toda verdadera poesía es disidente). ¿Qué juicio, todo lo provisional que se quiera, te merece este aspecto de tu militancia activa descrito en El corazón del daño (y cuyo antecedente poético-escénico está en Anunciación) a la luz de las circunstancias actuales?

Yo no integraba la organización Montoneros; era militante de base en una agrupación universitaria que los apoyaba e hice lo que tenía (o pensaba que tenía) que hacer en ese momento. Nos movía el deseo de cambiar el mundo, como a los jóvenes del mayo francés o a los estudiantes estadounidenses que se movilizaban contra la guerra en Vietnam. No reniego de haberme sumado a esa ilusión, aunque después todo desbarrancara. Hubo errores gravísimos y hasta injustificados de la dirigencia que ni siquiera nosotros, los que seguíamos en contacto con la gente, podíamos explicar. Y luego fue ya la represión atroz, con sus innumerables presos, exiliados y desaparecidos. Han pasado décadas desde aquel momento y por supuesto, ahora miro las cosas desde otra perspectiva. He visto y vivido muchas cosas que me han vuelto más escéptica, pero creo que, incluso teniendo todo eso en cuenta, puesta de nuevo en aquel contexto, volvería a hacer lo mismo. La Anunciación es el libro donde intento hacer este balance. Es también el libro donde me planteo esa cuestión dificilísima que es la relación entre el arte y la política.

Al margen de la resistencia de la obra a ser instrumentalizada y del compromiso del escritor en el seno de su propia obra, si las fuerzas del tribalismo y la censura están en auge (una suerte de corrección política reaccionaria que exige una expiación pública como en la revolución cultural maoísta), ¿qué artes suasorias puede emplear la poesía ahora para desordenar su inquietante desmesura que mina la posibilidad de espacio político y estético?

Juan José Saer solía decir que la relación entre arte y política está condenada al fracaso porque el poder político siempre imagina el arte como una dependencia de la secretaría de cultura. Pero el arte es otra cosa. Por la misma relación conflictiva que mantiene con su instrumento, desconfía de los discursos unívocos: el arte es un antídoto contra el autoritarismo. Coincido plenamente con tu descripción de lo que está sucediendo ahora con las políticas de cancelación y el auge de la corrección política que vienen, paradójicamente, desde una visión supuestamente progresista, a reinstaurar el puritanismo y sus consiguientes persecuciones ideológicas. Frente a esa situación, que por otro se disemina desde los Estados Unidos, la poesía y la literatura no tienen que hacer otra cosa que ser fieles a sí mismas. No es fácil en un contexto donde el mercado y la tecnología han percudido los modos de relación de los seres humanos con el mundo. Pero tampoco es imposible. Basta resguardar los espacios donde la lengua se interroga a sí misma, negándose a dejarse confundir por la estupidez autoritaria de los discursos bienpensantes.

¿Quién «pensaba que había que hacer algo más importante» que escribir? ¿Tú misma, la militancia, el partido?

Es una pregunta interesante. Tal vez fuera yo misma la que pensaba eso. Nadie me lo dijo nunca. Pero la idea era que teníamos entre manos un proyecto importantísimo del que dependía un futuro más justo. Y nada debía distraernos de eso.

Habría militantes que escribían a pesar de todo.

Sí. Pero se trataba, creo, de poetas que ya escribían hacía mucho. Juan Gelman es un caso. Paco Urondo, otro. Miguel Ángel Bustos. Pero, en el mío, yo apenas tenía diecisiete años, no tenía una vocación definida, o en todo caso, no la había legitimado todavía mi deseo de escribir. Eso vino después.

«Hubo errores gravísimos y hasta injustificados de la dirigencia que ni siquiera nosotros, los que seguíamos en contacto con la gente, podíamos explicar». Sin entrar en detalles, ¿de qué errores se trató? ¿Los puedes explicar ahora?

Sí, claro, hubo muchos, pero podríamos resumir diciendo que lo que empezó como «un movimiento de masas» fue privilegiando las prácticas militaristas y eso trajo aparejados un creciente dogmatismo y un fatal desapego de lo que realmente ocurría. Hubo hechos de violencia injustificados y luego decisiones inadmisibles, como la de mandar a los militantes que se habían exiliado a volver al país en lo que se llamó la «contraofensiva estratégica», donde murieron exactamente todos.

«He visto y vivido muchas cosas que me han vuelto más escéptica». ¿Podrías extenderte un poco sobre lo visto y vivido? ¿De qué modo dicho escepticismo y aquella experiencia te permite considerar el presente y los cambios casi epistemológicos y sin duda materiales que estamos provocando?

Sería muy largo enumerarlos, pero están a la vista los desencantos políticos con las experiencias revolucionarias. Para empezar, lo que ocurrió con el estalinismo y los gulags, pero más cerca nuestro, el penoso fraude sandinista, una visita a Cuba en 1989 que me puso bajo los ojos hechos que no imaginaba (la prostitución, la falta de libertad de prensa, la ausencia de librerías, la persistente pobreza), un viaje a Berlín cuando todavía existía el Muro y crucé Check-point Charlie. En Argentina mismo, me tocó observar hechos que desmentían la supuesta consigna de que «el pueblo nunca se equivoca»: en el pico de la represión con sus secuestros y desapariciones diarias, la gente festejó el Mundial de fútbol de 1978 como si nada; y salió a vitorear al dictador Galtieri por la invasión a las Islas Malvinas. En fin, tuve que admitir que el fracaso del proyecto político de los años setenta no tenía vuelta atrás y sus repercusiones serían de larga duración y extensas consecuencias. No necesito aclarar que lo que se ha instalado con saña desde entonces (la globalización desenfrenada a partir de las nuevas tecnologías, la codicia de los mercados con el consiguiente aumento de las desigualdades sociales, y el resurgimiento de los movimientos de ultraderecha), me parecen nefastos. Me gustaría citar una frase de Charles de Rémusat que también figura en La Anunciación: «Les échecs de la vérité ne m’ont point réconcilié avec le faux».

Fotografía cedida por la autora

Aunque hace ya muchos decenios que el meridiano intelectual de Hispanoamérica no pasa por Madrid, ¿qué poetas españoles te resultan afines? ¿Gamoneda, García Valdés, Gimferrer, Ferrer Lerín, Casado, Valero, López Parada, Moga? ¿Y en otro eje, con qué poetas actuales hispanoamericanos dialogas? ¿Carrera, Vitale, Milán, Baranda, Huerta, López Mills? ¿Los que acaso ven su propia obra en términos musicales como cabría considerar también la tuya (en Oratorio)?

Interesante porque todos los poetas españoles que mencionas me resultan afines, solo te faltó José Ángel Valente y Juan Carlos Mestre. En cuanto a los hispanoamericanos, a los que mencionas, sumaría unos cuantos más: Blanca Varela, Juan Gelman, Susana Thénon, Juan Carlos Bustriazo Ortiz, Ana Cristina César, Arnaldo Calveyra, entre otros.

Me refería a los poetas vivos. ¿Qué hechos diferenciales detectas entre la poesía hispanoamericana y la española actuales? ¿A quiénes lees actualmente?

Es difícil generalizar diferencias entre la poesía hispanoamericana y la española actuales porque hay de todo. Tanto en España como en América Latina han surgido en los últimos tiempos algunas cosas abominables: una suerte de poesía del mercado o de las redes, donde la superficialidad reina. Pero eso, por supuesto, es lo de menos, el tiempo pondrá las cosas en su lugar. Eso quiero creer.

Se postulaba, simplificando, a América como el extremo Occidente, como un recordatorio a Europa de su universalidad. Para Girondo y para De Andrade los americanos podemos digerirlo todo, rumiarlo todo, y tomar lo que nos apetezca, como sugería también Reyes. Tu poesía parece seguir esa estela, la vanguardia entendida no como un periodo sino como una manera de entender la literatura, es decir, como D’Ors entendía el eón barroco. ¿América va la zaga o se adelanta?

Borges también habló de las ventajas de la no-pertenencia-al-centro en su famoso ensayo «El escritor argentino y la tradición». Es una posición que comparto. La posibilidad de poder tomar de la cultura mundial lo que pueda servirnos, sin tener que limitarnos al folklore y, en el caso argentino, a los estereotipos gauchescos o autóctonos, es algo que los escritores argentinos agradeceremos a Borges por mucho tiempo. La literatura, por otro lado, se hace con la literatura. Roberto Calasso escribió: «Toda la historia de la literatura puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Todo estilo se forma por sucesivas campañas –con pelotones de incursores o con ejércitos enteros– en territorio ajeno». Y George Steiner agregó: «Los nuevos poemas son apenas viejos poemas momentáneamente olvidados. Todo es reescritura, en definitiva».

En efecto, todo poema es la reciente capa de un palimpsesto. Sin embargo, en Pequeño mundo ilustrado, que es también una suerte de poética, afirmas que lo mejor que puede ocurrir es que, «en la blancura agobiante de la página», aparezca un indicio, un fragmento de ruina. ¿No es entonces esa aparición inevitable?

Me parece que una cosa no contradice la otra. Cuando hablo de palimpsesto, aludo a eso que se pone en funcionamiento con o sin nuestra voluntad, porque todo texto se inscribe en lo que lo ha precedido y lo seguirá. También están, claro, las capas vitales, los palimpsestos personales que pueden transparentarse más o menos, pero siempre están presentes, me parece. Eso no quita que esperemos la aparición de un «indicio» o «fragmento de ruina» que venga a alumbrar la zona que estamos explorando. No es otra cosa lo que busca cualquier texto: dar con su cuota de «iluminación profana».

En El corazón del daño haces referencia a tu regreso a Estados Unidos, pero no a los motivos que decidieron tu último regreso (¿definitivo?) a la Argentina. ¿Qué juicio te merece la recepción de la poesía «latinoamericana» en Estados Unidos? ¿Se sabe leer? Tanto en el ámbito académico como entre los propios poetas a la luz de los recientes cambios culturales referidos anteriormente. En vía inversa, hace dos años propusiste a los lectores la obra de varias poetas estadounidenses conocidas y desconocidas en español, muy diferentes y de poéticas incluso opuestas entre ellas y a la tuya propia (Gluck-Howe, Niedecker-Sexton, etc.). La «arbitrariedad» de la selección ¿a qué criterios obedeció? Entre la exhumación y la profanación, hoy que es Todos los Santos: trasladar las reliquias a este idioma, las tuyas a otro idioma como un acto de seducción, traducción de traducciones, todo es traducir.

La palabra «definitivo» me hizo sonreír. Están por cumplirse diez años desde mi último regreso a Argentina (que resolví porque mis padres estaban muy mayores y me necesitaban) y ya estoy queriendo irme otra vez. No a Nueva York, que ya cumplió su ciclo, quizá a España durante un tiempo, habrá que ver qué estímulos aparecen, qué surge, creo mucho en esas cosas.

Alguna vez escribí un ensayo –que está en mi libro Ciudad Gótica– que llevaba por título «Cultura latinoamericana en Nueva York: un castigo del cielo». Creo que ahí respondo a tu pregunta. Siempre me pareció que se esperaba de la literatura latinoamericana que cumpliera con ciertos estereotipos, ciertos ingredientes más bien deleznables: sexo, comidas exóticas, violencia, sensualidad visible, revolución. (No sé si me olvido de algo. Tampoco sé si las cosas han cambiado en estos últimos años.)

En cuanto a mi propia empresa de traducción y a la arbitrariedad de la selección que hice para el libro Esa especie de fe, creo que obedeció a dos razones distintas: por un lado, quería entender mejor qué es lo que hacían estas poetas con su propia lengua y no encontré mejor manera que traducirlas; por el otro, por esa época yo buscaba, sin saberlo, poetas mujeres que pudieran iluminar con su escritura y su vida, el camino que yo misma estaba recorriendo.

«Siempre me pareció que se esperaba de la literatura latinoamericana que cumpliera con ciertos estereotipos». ¿No te parece que quizá ello se debía a que se identificaba lo «latinoamericano» en Estados Unidos como fundamentalmente culturas precolombinas? El interés específico de poetas como Olson, Eshleman o Tarn en ellas parece obedecer al mismo impulso que llevó a Breton o Picasso o Artaud, e incluso a Tablada y a Paz en México, o a Juan L Ortiz en Argentina, a descubrir las vanguardias en lo arcaico.

Creo que los poetas que mencionas, tanto en Estados Unidos como en América Latina, que se interesaron en lo arcaico pertenecen a otro momento histórico. Yo me refería a lo que ocurría en los años noventa –cuando estaban en auge las teorías posmodernas– y la mirada hacia lo latinoamericano iba en busca de lo exótico, no de lo arcaico.

En aquel ensayo escribí: «Algo anda mal cuando, haciendo alarde de difundir cultura latinoamericana, se editan y promocionan sin cesar antologías de poetas centroamericanos donde es casi imposible rescatar una sola página de poesía, cuando la condena cordial es a dejarse seducir por la propia imagen estereotipada, cuando el deber es practicar una transparencia temática y formal que, en buen romance, no significa otra cosa que alentar la orfandad intelectual, la ignorancia de los problemas del estilo, el abandono liso y llano de cualquier tensión del pensamiento».

«No hay, desde esta perspectiva, el menor asidero para las teorías ilusas de quienes ven en la presencia inocultable de lo “hispano” en Nueva York, un signo de su fortaleza como contracultura. Me temo que, mientras persistan los síntomas que he descrito, pocas expectativas puedan cifrarse allí. Al menos, hasta que América Latina gane lo único que no se le concede: el derecho a participar, de igual a igual, en la discusión estética».

No hay poesía sin descenso. El poeta es aquel que desciende, como Orfeo o como los héroes de la épica antigua, al reino de la muerte para preguntar lo que no tiene respuesta

«Poetas mujeres que pudieran iluminar con su escritura y su vida, el camino que yo misma estaba recorriendo». Transcurridos estos años, ¿qué poetas entre las que elegiste acabaron arrojando más luz y por qué?

Las traduje para tratar de entender qué hacían con el lenguaje: mi inglés era bueno para comunicarme, pero no me alcanzaba para captar las sutilezas del sentido que pedían los poemas.

Pero también leí mucho sobre su vida porque yo misma me sentía desorientada, sin saber bien cómo lograr que las demandas familiares fueran compatibles o al menos no contradictorias, con las de mi formación literaria. Todas, a su modo, me ayudaron a pensar. Como mujeres, habían tenido que abrirse camino en un mundo difícil, a veces habían abandonado a sus hijos, otras habían evitado las parejas, otras se habían suicidado, otras habían llevado la competencia y la ambición a niveles exagerados, otras habían flirteado con la épica, etc.

Pero en el terreno mismo de la escritura, de todas las poetas las que leí y traduje en ese entonces, las que más me interesaron son Rosmarie Waldrop, Susan Howe, Louise Gluck y Lorine Niedecker. En la actualidad, me gusta mucho la escritura de Anne Carson. Y quizá debería agregar que sigo deslumbrada por la maestra de todas: Emily Dickinson.

A propósito de Dickinson, he visto que has publicado una breve antología de sus poemas, y ello tras el antecedente de tu léxico Archivo Dickinson. Su poesía se ha intentado versionar y glosar y transcrear al menos una decena de veces al español (en el entendido de que las traducciones han de renovarse con el tiempo, de que ninguna es definitiva y de que la poesía es justamente aquello que merece la pena traducirse). Además del ejercicio de admiración que supone su enorme dificultad, ¿podrías extenderte un poco en los criterios técnicos que seguiste para verterla a este idioma?

Siempre pensé, y sigo pensando, que traducir a Emily Dickinson es imposible. Es más, nunca me gustaron las traducciones que leí, incluso las canónicas. El inglés tiene un predominio de las palabras que vienen del anglosajón y esas palabras suelen ser monosilábicas y contener consonantes duras. La palabra «dark», por ejemplo, es muchísimo más contundente que la palabra «oscuro». Y la poesía de Dickinson elige esas palabras sajonas y además las retuerce con piruetas sintácticas irreproducibles. Siempre recuerdo el verso: «Tell the truth but tell it slant» que, vertido al español, daría algo así como «Di la verdad, pero dila sesgadamente». Un horror. En fin, por eso, nunca intenté traducirla. El libro que mencionas, La miniatura incandescente, en realidad recupera las «cuartetas» que ella incluía, como si fueran flores secas, en las cartas que enviaba a menudo. En cuanto a mi Archivo Dickinson, lo que hice fue plasmar una suerte de archivo personal con las palabras que ella más usaba y que más resonaban conmigo. Para eso partí de un lexicón que encontré en la plataforma de la Universidad de Harvard.

Cabe concebir tu Pequeño mundo ilustrado como una poética bajo la apariencia de un gabinete de maravillas o de un diorama. ¿Cada uno de tus libros es una caja negra? Porque me parece que escribes poemarios entendidos como un conjunto con tapa cerrada cuyo contenido se revela cuando el lector abre el libro, del otro lado.

Es cierto que, en general, escribo libros que son o aparentan ser conjuntos cerrados. Islandia, El viaje de la noche, Exilium, Oratorio, Elegía Joseph Cornell, Objeto Satie y Archivo Dickinson son un ejemplo. La idea de que esa caja, que es también una miniatura de mundo, se abra cuando el lector abre el libro es muy hermosa.

¿Es el poema una caja china dentro de la cual el poeta juega a que recibe un mensaje formulado como una pregunta y responde con otra en un continuo desaprender? El poeta conoce la sintaxis, juega con ella, pero de semántica nada sabe porque no acepta el remplazo de la Cosa, como dices, y avanza a ciegas.

Siempre pensé en el poema como juego –un juego serio, desde luego– donde las preguntas se responden con otras preguntas, con suerte, mejor formuladas. He sostenido siempre que la poesía es una epistemología del no saber. Lo que pasa es que la calidad de ese no saber puede mejorarse. También es cierto lo que dices de que el poeta conoce la sintaxis, juega con ella, pero de semántica nada sabe porque no acepta el remplazo de la Cosa y avanza a ciegas. Cabría aclarar solamente que es ceguera es, a la vez, trabajada y trabajosa. No hay poesía sin descenso. El poeta es aquel que desciende, como Orfeo o como los héroes de la épica antigua, al reino de la muerte para preguntar lo que no tiene respuesta. La catábasis es su modo natural de estar en el mundo, su castigo y también su privilegio.

Fotografía cedida por la autora
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