Ángel Chica Blas
María Lisboa
Uno Editorial, Albacete, 2015
244 páginas, 7.00 €
Un profesor de Matemáticas se encuentra en la biblioteca de su centro en Madrid con un colega de Lengua en un hueco entre clase y clase que aprovechan para echar un vistazo a la prensa, corregir algún ejercicio o repasar el libro de texto. El profe de Lengua le dice al de «Mates» que acaba de salir a concurso en el Boletín Oficial del Estado la cátedra de Matemáticas del Hermenegildo Giner de los Ríos, en Lisboa. Noticia que le agradece y llena de ilusión: justo en ese instituto estudió la primaria y el bachillerato, pues sus padres vivían en aquella ciudad. Se anima a concursar, gana la plaza y pasa en ese centro los últimos años de su carrera. Termina donde empezó.
Como antiguo alumno del Giner de los Ríos, el equipo directivo del instituto, de acuerdo con el claustro de profesores, le encarga la coordinación de los actos conmemorativos del septuagésimo quinto aniversario de su fundación, en 1933. Estamos hablando del decano de los centros educativos que España mantiene en el exterior, un centro integrado modélico que acoge de inmediato los principios de la Institución Libre de Enseñanza.
Nuestro catedrático de Matemáticas no sólo cumple su tarea brillantemente, sino que realiza una investigación a fondo en los archivos del instituto y en otras fuentes y se propone, nada más jubilarse, escribir un libro, su primera novela. Propósito cumplido en María Lisboa, cuya malla narrativa se asienta en cuatro personajes clave: los dos profesores que en plena República pusieron en marcha el centro, José Hernández y Ramón Martínez, personajes singulares que sufrirán los avatares de una España y de una Europa trágicamente cambiantes; un joven mecánico, Luis, que se instala en Lisboa por aquella época representando a una compañía británica de productos industriales; y, por último, el mismo autor, Ángel Chica Blas, en un ejercicio de autoficción que lo convierte en discreto coprotagonista al tiempo que en preciso narrador.
La novela consta de doce apartados, curiosa coincidencia con el año de jubilación del autor, 2012, y el arranque de la escritura del libro. Buena parte de los mismos los acapara Ramón Martínez (Boiro, La Coruña, 1907-1989), paradójicamente, el único personaje que no llegará a conocer el narrador. Es, desde luego, el personaje, en principio, más novelesco, pero también el más lineal y el más comprometido políticamente: uno de los fundadores del Partido Galeguista; discípulo de Américo Castro y amigo de Valle y Unamuno; catedrático de Literatura en Ibiza, Lugo, Vigo y Lisboa, donde inicia las actividades del Giner de los Ríos con su colega José Hernández; agregado cultural en Lisboa, hasta que Sánchez-Albornoz se ve obligado a abandonar la embajada; exilio, a raíz de la Guerra Civil, en Francia, donde, tras penosas experiencias, ocupará la agregaduría cultural de la embajada republicana y, poco después, en Argentina, donde cultiva la amistad, entre otros, de Jorge Luis Borges, quien lo consideró «uno de los mejores amigos que yo tuve en esta vida»; catedrático, por fin, en la Universidad de Texas en Austin hasta 1971, año en que se jubila para volver a Galicia. En su tierra natal preside el refundado Partido Galeguista y termina su largo periplo, al final de sus días, con la máxima distinción de la Xunta, la medalla Castelao.
A través de esta suerte de Ulises gallego, y también de su compañero José Hernández, contrapunto necesario del inquieto Ramón, recorremos algunos de los acontecimientos históricos más trascendentes del siglo pasado, en lo que afecta, primordialmente, a Portugal y España, en un logrado entretejido de la micro y la macrohistoria. La Segunda República, el régimen salazarista, la Guerra Civil, el exilio, la Segunda Guerra Mundial, el traslado de don Juan a Estoril, el plan Marshall, etcétera, y, junto a esos sucesos, se nos van trazando, con certeros apuntes, las figuras de Oliveira Salazar, Francisco y Nicolás Franco, don Juan, Hermenegildo Giner de los Ríos (el hermano de Francisco que da nombre al centro), el general Yagüe, Sánchez-Albornoz, Eugenio Montes, Sáinz Rodríguez, Sousa Mendes, Tomás Bordallo, Fidelino de Figueiredo, Asensio Barbarín, Otto Salomon, los hermanos Sobral y otros muchos personajes reales, incluso Lyndon B. Johnson, que contribuyen a crear una rica trama argumental en la que ficción e historia se complementan a la perfección.
Antes decíamos que Ramón Martínez era, en principio, el personaje más novelesco, y podríamos haber señalado: aparentemente el más novelesco —a este Ulises gallego se le dedica, de hecho, cerca de un tercio de la novela—; sin embargo, José Hernández, su colega y primer director del instituto, el personaje inmóvil, el que resiste en Lisboa, acaba siendo más rico en su complejidad. Cuando sobreviene el golpe militar se piensa que será una asonada más, que en breves semanas la República recobrará el control de la situación. Pasado el verano, José, como director del centro, debe decidir si comenzar o no el nuevo curso. Don Claudio, el embajador, es partidario de suspender las actividades académicas. Los diplomáticos dimitidos, que se habían pasado a la Junta de Burgos montando en la propia Lisboa una embajada paralela, la «embajada negra», preferían reanudarlas. José opta por comenzar el curso, con los servicios mínimos, sin inauguración oficial, pensando, sobre todo, en los alumnos: «Me parecía —argumenta— que ya era suficiente con el mal ejemplo que estábamos dando los adultos. No debíamos perturbar el espacio natural de convivencia que, a esas edades, eran las aulas y que cada año rebrotaba al comenzar el otoño. La repuesta de las familias fue unánime. Sus hijos volvieron a la escuela y al instituto, sin distinción de la orientación de su sintonía preferente. Volvieron, independientemente de que el dial de su radio buscase las emisoras de Madrid o de Sevilla. En las aulas se sentaban mezclados, los vástagos de quienes simpatizaban con los militares sublevados y los de las familias que se mantenían fieles a la legalidad republicana. Me parecía toda una imagen a conservar y a difundir. Si era posible la convivencia en las aulas, también debería serlo en las calles de nuestras ciudades».
Decisión valiente y argumentada de manera impecable que no gusta al embajador, que le pregunta si se había pasado a la «embajada negra». José le explica que su criterio ha sido puramente profesional: «Se podría entender o justificar un aplazamiento del comienzo de curso en zonas próximas al frente o sometidas a fuego enemigo, pero no en Lisboa». Portugal, y, en especial, Lisboa, se convierten, de hecho, en los consecutivos periodos bélicos en una suerte de puerto hacia la libertad. Su colega Ramón Martínez, por ejemplo, desde su puesto en la embajada, consigue reagrupar a numerosos refugiados que pasan la frontera de Badajoz, escapando de la masacre de las tropas de Yagüe, para enviarlos, luego, a zonas republicanas momentáneamente seguras. Poco después, en 1940, el cónsul portugués en Burdeos, Sousa Mendes, desobedeciendo las órdenes salazaristas, concede miles de visados de tránsito para que refugiados franceses que huyen de la invasión nazi atraviesen España con destino a Portugal. A otro nivel, el propio don Juan traslada su residencia de Lausana a Estoril, con el disgusto de ambos dictadores, para poder seguir de cerca los asuntos españoles y dar los primeros pasos que lleven al establecimiento de una monarquía constitucional.
Todos estos acontecimientos, y otros muchos más, nos son dados a través de las peripecias de nuestros personajes, reviviéndolos el lector de una forma integradora y casi nunca forzada. Ése es uno de los muchos aciertos de la novela. Logro que en buena parte se consigue por el conocimiento profundo que el autor tiene de un país que ha vivido desde su infancia hasta su madurez, de «unas calles empedradas en las que aprendí a caminar», como emotivamente nos recuerda al final de su relato.
María Lisboa es, al tiempo que una interesante reconstrucción histórica, un llevarnos de la mano por los lugares más recomendables de la capital portuguesa, de la gastronomía a la paisajística. Especial relevancia tiene a este respecto el capítulo central de la novela: el reencuentro, casi doce años después, de Ramón y José en la Ciudad Blanca. Todo comienza con una imprevista llamada telefónica de Ramón, de paso por Lisboa, a casa de José. Coge el teléfono, recelosa, Carmen, la mujer del sorprendido José. Quedan a comer al día siguiente. José tiene la tarde libre y van a poder disponer de la mitad del día para ponerse al corriente de lo que han sido sus vidas a lo largo de esos años. Acude a la cita con ciertas reservas: teme que Ramón lo considere un colaboracionista del régimen, pese a que cesó en su puesto de director para eludir las instrucciones emanadas de Burgos. En tan corto espacio temporal, apenas medio día, y a través de la fluida conversación entre ambos colegas, que reanudan su amistad, vamos a evocar vivencialmente buena parte de los eventos más significativos de ese convulso periodo histórico. Otro de los aciertos de un narrador que, manejando los datos de su investigación sobre ambos personajes, pergeña lo que en semejante situación se dirían los dos amigos. Carmen e Isabel, las hijas de José y Ramón, a las que, por cierto, se dedican dos apartados del libro, pues el autor entró en contacto con ellas y las entrevistó largamente, quedaron maravilladas al leer la imaginada reconstrucción de ese encuentro.
El libro se abre con el retorno a Lisboa del autor, Ángel Chica, el profesor-autor que el último día de agosto de 2007 va a tomar posesión de la cátedra de Matemáticas en el instituto de su infancia y juventud. Atraviesa el puente Vinte e Cinco de Abril al atardecer mientras sintoniza en la radio el famoso fado de Amália Rodrigues que da título a la novela. Entramos con él en Lisboa, la ciudad de la nostalgia que, a partir de ese momento, va a sernos evocada en sus más mínimos detalles. Ese paseo por la intrahistoria de la ciudad, por los momentos clave del autor y de sus personajes, se cierra con el deseo de que Mariza, la heredera de la gran fadista, complete las estrofas «que dejó pendientes Amália, como colgadas sobre el puente, el día de nuestra llegada»: «Vende sonho e maresia, / tempestades apregoa. / Seu nome próprio, Maria. / Seu apelido, Lisboa».
En medio, un relato fascinante, repleto de precisión narrativa, de aportaciones históricas de gran interés y de pequeños fragmentos de alta intensidad poética, muy valiosos por lo escasos, donde se dan la mano el científico y el poeta.