Marta Barrio
Leña Menuda
Tusquets
315 páginas
En breve tiempo la escritora española Marta Barrio (1986) ha publicado dos novelas y ha obtenido el importante Premio Tusquets. Una irrupción que sorprende porque si bien era conocido su trabajo como editora, hasta la fecha no había publicado textos de ficción y sus escarceos literarios permanecían en la penumbra de la adolescencia cuando participaba en concursos del colegio.
Podría pensarse que años y años fijando su mirada en manuscritos ajenos entrenaron su escritura con lentitud y virtuosismo. Un trabajo de silencio, de curiosidad, de atento viaje hacia los mecanismos más profundos de lo narrativo que ha desembocado en dos títulos de inmensa fuerza y de textura variada.
El que nos ocupa en esta oportunidad: Leña Menuda, es una ficción que se adentra en un tema complejo, plagado de paradojas, de fundamentales decisiones, de caminos penumbrosos. Uno de esos libros valientes que no teme asomarse al áspero territorio de uno de los discursos más rígidos de nuestro mundo: la maternidad, para luego darle la vuelta y explorarlo desde una mirada en la que asoman el duelo y la resignación.
En ese sentido, es posible establecer conexiones con un título reciente como La hija única, de Guadalupe Nettel, aparecido en 2020 o de un poemario como Hago la muerte, de Maritza Jiménez, publicado en 1987. Miradas sobre lo maternal, pero no en su faceta celebratoria de vida que se inicia, sino de vida que nunca alcanzará su desarrollo.
Leña menuda se expande a partir de la historia de un embarazo que desviará su camino más frecuente y se verá enfrentado a la terrible evidencia de la enfermedad, del infinito padecimiento. Como dicen esos versos de Maritza Jiménez que me han acompañado durante la lectura de esta pieza narrativa: «perdida al fondo/ la palabra MADRE/ devora cunas devora llantos/ sobre amnióticos vitales/ en mi vientre como un puño retando al vacío…/ ya no me crecen/ niños en los ojos/ ya no jugamos a la vida»; esta pieza ficcional de Barrios crece a partir de la evidencia de una destrucción, de un camino hacia el abismo.
Radica aquí una de las grandes virtudes de esta historia; su gran punto de ruptura sucede en los inicios de la narración; pero la autora, con pulso firme, con profundidad expresiva, no se siente obligada a echar mano de recursos que ofrezcan inesperados giros a la historia para sorprender al lector. Una tragedia se anuncia en las páginas primeras de Leña menuda, y la obra se construye solo a partir del pensamiento de una madre que debe asumir que el tiempo apenas le permitirá un único acto de amor hacia su hijo.
La emoción con que esta pieza narrativa se fija en nosotros, surge de un trabajo continuado de exploración, de viaje subterráneo, de descenso hacia los ecos de una imaginación que atisba el quemante infierno por venir en el subsuelo de lo cotidiano. No en vano, en las primeras páginas de esta novela, la protagonista visita un volcán en las islas Eolias. Allí se asoma al cráter (imposible no pensar en Guayota o Pele, terribles dioses que según pueblos antiguos habitaban allí como verdaderas encarnaciones de la furia), y mientras su pensamiento asocia la profundidad con la solidez de la materia que se gesta, de las formas que se están construyendo para nacer, también percibe un inesperado hedor que le revela cómo en aquello que se esconde muy adentro no habita tan solo el fulgor de un tesoro sino también la posibilidad de la podredumbre.
Imagen que actúa como inesperado fogonazo, como excelente desvío de nuestra expectativa lectora. Frente a lo maternal, podría parecer más pertinente la imagen del pozo, la humedad que facilitará la vida y que desde la profunda penumbra acogerá el crecimiento de la existencia. No en vano es posible recordar una reflexión del narrador y ensayista Miguel Gomes sobre la creación y sobre esta figura del líquido oculto bajo tierra: «Cada palabra debe surgir de las honduras; sabremos enseguida de su sinceridad cuando suenen de un modo distinto, abismal. Si interrogamos, hallaremos respuestas, quizá nuestras mismas preguntas, pero recubiertas por una discreta piel de concisión y misterio…el eco salido del pozo jamás será falso…». Pues lo mismo puede decirse de este momento que edifica la novela de Marta Barrio. Su palabra narrativa tiene sinceridad, tiene vigor, pero se trata de una fuerza nacida de la hondura del fuego que todo lo arrasa.
«Quizá haya más voluntad de destrucción que de creación en mí, o quizás solamente pueda crear una cosa a la vez, y mi cuerpo esté demasiado centrado en producir carne de mi carne», acota la narradora en una de las reflexiones que se intercalan dentro del desarrollo de la anécdota central. Lo conflictivo, lo ambiguo, lo plural, que suele ser el motor de las grandes novelas, se despliegan aquí desde las páginas iniciales. La maternidad es plenitud, pero es renuncia. La maternidad es punto de inicio, pero también punto de cierre. Esta incertidumbre construye la humanidad fascinante del personaje (una humanidad también constituida por los ocasionales clichés que se le escapan en momentos de desesperación), pues desde allí debe tomar desoladoras decisiones una vez que los médicos le revelan que el niño en camino sufre de terribles enfermedades. La protagonista de Leña menuda no actúa desde la certeza de las consignas, no elabora un panfleto ni una cartilla pedagógica. Sus acciones irrumpen desde la ternura, desde la oscilante culpa, desde la desnudez de una decisión propia, personal, en la que los discursos externos, religiosos, sociales, no tienen cabida.
Con una estructura fragmentaria muy bien tejida que activa y reactiva la atención del lector, que le entrega distintas capas de lo real en las que se alternan lo personal, lo anecdótico, lo reflexivo, Leña menuda avanza como una historia profundamente conmovedora. Aquí también se percibe otro de los grandes logros de este libro. Frente a los abismos continuos de la emoción folletinesca que podían aparecer en cada fase de este proceso, Marta Barrio construye una novela llena de humanidad y elegancia, de contención e inteligencia. Las emociones fáciles, de rápido consumo, no tienen cabida en esta pieza narrativa en la que la destaca el uso preciso de sugerentes detalles que condensan en sí mismos la contundencia dramática de la historia.
Surgen así fragmentos inolvidables que habitarán por siempre en la memoria de un lector atento: unos calcetines con dibujos infantiles en el momento del clímax hospitalario o ese otro momento cuando el rostro del niño condensa todas las edades, todos los rastros del tiempo que su cuerpo no alcanzará.
La protagonista de Leña menuda nos interpela, nos implica, nos entremezcla en su materia constitutiva. En sus palabras, somos ese dolor humano de su pérdida, de sus decisiones. Así, es posible recordar lo que afirma Muñoz Molina cuando explica: «Un mal personaje se parece a su autor o a su modelo: un personaje logrado se parece a cada uno de sus desconocidos lectores…Se sueña escribiendo, pero no siempre es agradable lo que se ve…».
Barrio recupera un fundamental milagro de la ficción. En sus palabras, una historia que irrumpe siendo una historia ajena, se transforma, en cierta medida, en la existencia personal de cada uno de sus espectadores. En estas páginas somos pérdida, somos el inicio de un relato que se cierra en su propio surgimiento. La vida se despliega ante nosotros como un territorio cuyas aparentes luces también contienen el espesor de las sombras.
Es necesario recalcar que, con este libro, Marta Barrio incorpora su nombre a ese grupo de autores que en años recientes configuran la realidad más refulgente de la narrativa en español: Katya Adaui, Rodrigo Blanco Calderón, Magela Baudoin, Liliana Colanzi, Fernanda Trías, Carlos Fonseca, Almudena Sánchez, María Fernanda Ampuero, Antonio Ortuño, Karina Sáinz Borgo, Carlos Manuel Álvarez y Andrea Abreu, entre otros.
Estamos frente a un libro que nos acompañará siempre; una novela que al llegar a su última palabra sigue perdurando en nosotros con la escaldadura que producen esas preguntas que jamás se encerrarán en la facilidad de una única respuesta.