Eider Rodríguez
Material de construcción
Random House
208 páginas
POR BEGOÑA MÉNDEZ

Cómo desentrañar el significado de la palabra familia como instancia cultural y herida de clase media de aspiraciones burguesas; cómo explicar que la base de un hogar es la transacción de miserias y la gestión de la mierda; cómo escribir que los cuerpos sometidos a discursos patriarcales están llenos de señales y cicatrices blandas; cómo conseguir que un relato familiar, íntimo y personal, se convierta en la captura de un fragmento de la historia de un país, de un territorio; cómo contar el lamento de una hija que se duele porque ha perdido a su padre, sin que esa muerte suene a tópico literario, cómo transformar el caso particular en un gesto político; cómo hacer de la conversación con el padre fallecido una estructura de duelo que no sea dulce ni pegajosa, que no decline lo feo, que no blanquee ni mienta y que asuma la vergüenza y la rabia maceradas en el sótano de casa; cómo asumir la pérdida sin que la pérdida nos coma por dentro; cómo explicar que el amor es algo sucio y complejo, que el amor es un encuentro de deseo y decepción, que incumplimos las promesas, que siempre lo hacemos mal; cómo escribir que la piel tiene su léxico propio, un acervo familiar de silencios y de roces y de afectos replegados que susurran por encima y por debajo de las palabras dichas; cómo entender que el amor es un manojo de afectos casi siempre en conflicto, de odio y desencuentros, de ojos que no se miran, de ternura contenida, de cabezas que se agachan y se inclinan hacia el suelo; cómo dejar registrados los silencios que no gritan, pero que prenden fuegos, cómo narrar las caricias que no se dieron o la melena de niña que el padre nunca peinó; cómo mirar a los ojos del cadáver de tu padre y perdonar su alcoholismo, sus pantalones meados, su ropa llena de mierda, sus desayunos con cava, sus amigos pordioseros, los mendigos y los bares del extrarradio migrante, las botellas escondidas entre archivos y papeles. Material de construcción, la primera novela de Eider Rodríguez (Rentería, 1977) tiene las respuestas a estos interrogantes: hay que escribir la familia asumiendo que es un lastre, una carga, una pena, una soga que amenaza con estrecharnos los cuellos. Eider Rodríguez responde con materiales humildes, como un testigo modesto, con la reelaboración de las notas de sus cuadernos íntimos, con la memoria hecha un caos, con olvidos y silencios entre un montón de recuerdos, un desorden que exige dar sentido a la experiencia y que crezca, esplendorosa, la belleza del desastre: algo que no que consuela pero que sin embargo permite otorgarle algún sentido a la experiencia humana.

Material de construcción es una carta al padre muerto, el registro por escrito de una larga conversación que no pudo ser en vida, porque la voz narradora necesitaba esa muerte para decir su cariño y poder amar sin miedo a su padre:

«Quiero que papá muera para poder seguir hablando con él.

Quiero que papá muera.

Papá quería morir.

Quiero hablar con papá.

Solo a través de la escritura puedo alcanzar el máximo grado de intimidad.

Suicidarse puede llevar toda una vida».

La novela, una trama de fragmentos y de notas que dan saltos en el tiempo, metaboliza el dolor y todo lo insoportable de la vida familiar, lo asimila y lo transforma en un vínculo profundo con su padre fallecido, un gesto, una caricia, que no puede pronunciarse, pero sí puede escribirse, porque, como afirma la narradora, «una cosa es que tu padre se cague encima todos los días, y otra muy distinta escribir acerca de que tu padre se caga encima todos los días. Las palabras tienen capacidad metabolizadora. Soy la reina de la casquería». Y es que, en esta suerte de diario de duelo, la voz narradora, trasunto de Eider Rodríguez, consigue aprender a amar la vergüenza y la rabia, el miedo y la impotencia que su padre le ha legado, toda la incomprensión de la hija hacia el padre convertida en ofrenda: «Escribir se ha convertido en una manera de estar contigo y de estar para ti». Una dádiva que no pretende eludir lo podrido familiar ni su rastro viscoso; precisamente por eso, la narradora se hace esta pregunta: «¿Cómo es posible querer tanto a un borracho?», una cuestión central que atraviesa y da sentido a toda la novela, porque surge de la voluntad de derrocar de una vez la idea de amor romántico, una ficción obscena y atroz, que también cruza las relaciones entre padres e hijos y que tapa las verdades, frágiles y con frecuencia indignas de los lazos amorosos. Adiestrarse en el tormento, domeñar las fantasías, descreer de todo amor; entonces, ¿cómo amar? Un interrogante que habría sido imposible sin la mirada política y feminista que Eider Rodríguez despliega en su texto. Y es que su pregunta implica el deseo de entender quién fue ese hombre panzón que olía a vino barato, que era ausencia y silencio, quién fue ese hombre caído que provocaba a su paso vergüenza y desconfianza. Se ama, nos dirá la narradora, con el uso del lenguaje, con palabras que no bastan y que sin embargo son el único instrumento para acercarse a los otros. Por eso decide adentrarse en los despojos de su vida familiar, ahondarse en sus fantasmas y en sus recuerdos, en la ira y la compasión que su padre generaba con todas y cada una de sus borracheras: materiales de construcción para alcanzar a saber, para intentar comprender quién fue ese padre perdido, por qué hubo tanto en él que se le escapa y no entiende, por qué decidió matarse, por qué prefirió la muerte a vivir por ellas. Para esta labor de derribo y de extracción, para esta firme vocación de hacer caer los relatos del padre heroico, sitúa su experiencia personal en el marco histórico de un País Vasco y una España marcadas por la euforia del ladrillo, por una clase media que creyó todas y cada una de las consignas del estado del bienestar. Una época en que la familia se pensaba como estructura férrea e incuestionable y que estaba construida sobre leyes que prohibían la emoción y la ternura, el llanto y la empatía, una institución que premiaba los silencios, la obediencia, la contención, la dureza; las consignas de la madre, aparato de propaganda contra la blanda ternura de saberse vulnerable: «he hecho algo inconstitucional: le he acariciado el pelo, le he tocado un brazo. Es suave», escribe la narradora y a mí, como lectora, se me rompe el corazón. Tanta violencia encubierta, tanta grieta y tanto roto. No en vano, la novela traza el retrato de un hombre deshecho por sueños que no cumplió y por sueños que no tuvo o que tuvo y nadie supo, un hombre apuntalado por el orden patriarcal de la mili y del alcohol, del esposo que trabaja en la empresa familiar, del cabeza de familia que hace viajes de negocio y que lleva a su familia a veranear en Benicàssim. Proveedor, amo y jefe que aseguró que su hija llevara zapatos de marca y que hablara en euskera porque ese idioma es signo de clase adinerada. Para cuando el negocio empieza a declinar por la crisis del ladrillo, la identidad de ese hombre está ya brutalmente mermada por su alcoholismo: una fuga a ningún sitio, una huida que le lleva a dar tumbos por las calles, a ser casi un vagabundo. Una ciudad, Rentería, que no es inmune a los cambios: frente al paisaje de ayer, organizado por castas (de un lado las familias vascas, hogares acomodados, dignos y escrupulosos; del otro, barrios migrantes, bares sin pinchos, gente que grita y que no guarda las formas. Y en medio de todo eso, tierra de nadie, chatarra y descampados, colchones desvencijados donde se acuestan los yonquis; ETA y las bombas lapa y las pelotas de goma y los cuerpos policiales y los muertos de ambos lados, siempre el hedor a detritus), una ciudad homogénea, segura y perfumada, repeinada, adocenada, donde el ciudadano trabaja para cumplir el deber de ser feliz y ejemplar, una exigencia de estado que casi todos acatan.

Y así, la familia de la protagonista, sus miserias, sus aspiraciones, todos los sueños caídos, se revela como una sucursal privada del medio social y por debajo la rabia. Del esplendor a la crisis, del alcohol como alegría y celebración de vida, al alcohol traducido en ictus y enfermedad hepática. De un negocio floreciente, a un negocio que se arruina. La ruina es la mentira que no se sostiene más. Un material de derribo que le sirve a Eider Rodríguez para levantar de nuevo un relato más honesto de su historia familiar que son todas las historias; da igual que nuestro padre sea alcohólico o no; no importa si murió o si sigue vivo. Porque «todo el mundo acarrea historias ajenas sin darse cuenta», Material de construcción es la carta a todo padre que redacta toda hija.