Aitor Romero Ortega
El arte de escribir de pie
Candaya
155 páginas
POR EDUARDO LAPORTE

El título del libro, El arte de escribir de pie, puede dar lugar a equívocos. Como si en esas bien aprovechadas 155 páginas se encontrara un recorrido sobre distintas técnicas de escritura, a saber, la que practicaba el Hemingway que escribía de pie en su Finca Vigía de La Habana, para canalizar así su energía al escribir y no irse por las ramas. Formas de mitigar el exceso de fuerza, como la que practicaba Dorothy Parker al trasegar una botella de ginebra antes de sentarse a escribir. Buscaba la calma, no la confusión.

El título de Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) hace alusión a esa escritura propia del flâneur moderno, aquel que va redactando con los ojos (la vista es un órgano de la escritura, dice Juan José Millás) mientras merodea por tal o cual lugar. Contribuye así al buen momento editorial que vive el tema de la errancia más o menos poética y escrutadora del paisaje urbano, del que cabría destacar el reciente Caminantes (Gatopardo), de Edgardo Scott.

Un texto, en cualquier caso, que atesora en tan pocas páginas un buen puñado de virtudes y algún que otro hallazgo y que completa el anterior título del autor en Candaya, Fantasmas de la ciudad (2018), en el que se recrea en clave de ficción la relación de lugares de memoria como Turín o Bosnia o sus puentes. Lugares bañados de aura benjaminiana que configuran esa «Europa personal» que Romero Ortega trata de reconstruir por amor al arte, es decir, por tratar de entender esos lugares siempre misteriosos, pero también por amor propio, es decir, para reconstruirse a sí mismo o tratar de juntar las distintas piezas que conforman su identidad.

Todo ello a través de un modus operandi que se apoya en la observación, en la curiosidad, en la apertura al otro que sugeriría Kapuściński, y en la posibilidad de tumbar las certezas propias para cambiarlas por otras mejores. Pero no en un ejercicio de veletismo o de relativismo gaseoso, sino en una praxis de humildad intelectual que es la actitud que le enseñó al autor su propia madre, fallecida durante la redacción de estos capítulos viajeros y latente motor de los mismos.

Jugar con los géneros

Si bien los ectoplasmas urbanos del libro anterior se ubicaban en el terreno de la ficción, con el empleo de alter egos para hablar del yo (ese Unai Guerrero que se aloja en el hotel Torino de Roma mientras piensa en el Pavese suicida que se aloja en el hotel Roma de Turín), en este caso hablaríamos de no ficción.

Claro que en Fantasmas de la ciudad se habla con tal rigor de cronista que el empleo de la ficción podía dejar un leve regusto a artificio, algo que en El arte de escribir de pie queda subsanado en pos de un bien incontestable: una narrativa en la que uno se adentra sin pensar en los géneros para disfrutar, sin más, de una lectura estimulante.

Porque Aitor Romero Ortega logra eso de hacer fácil lo difícil y uno se deja llevar por las distintas invitaciones al viaje (Roma, Barcelona, Tánger, Benidorm, Irlanda del Norte, Madrid, Lisboa, etc.) sin saber bien a qué carta literaria atenerse. Pero en las antípodas del popurrí de géneros, del refrito de voces, como si el tema estuviera antes que el género y el autor se hiciera a un lado para dejar, en cada caso, que la fuerza narrativa hiciera su trabajo. Hay autores de brújula y autores de mapa, pero también autores que dejan la última palabra al texto y obedecen con buen tino.

Así, la sensación es lúdica, placentera, impredecible, en un jugar con los géneros narrativos que nos recuerda a la libertad expresiva de un autor, Álex Chico, que comparte con Romero lugar de nacimiento, editorial y generación. Y el gusto por hibridar los géneros, no en vano Chico se muestra fuerte en lo que denomina ensayo-ficción, puesta en práctica en la trilogía que comenzó con Un final para Benjamin Walter y que comparte mirada, tono, intereses, con la de Romero.

Prueba de ese amor por el juego lo encontramos en el inicio de Fantasmas… y ese prólogo «inventado» donde ya se habla de la ciudad como «artefacto narrativo de primer orden», algo que en el siguiente libro se certifica con una cita de Eduardo Ruiz Sosa: «La ciudad es una ficción del deseo y la memoria. Solo existe la experiencia». Asumida la imposibilidad de acotar y definir la ciudad, ni siquiera desde ese mirador 360º que los locales llaman Collserola (o los búnkeres del Carmelo, lugar cada vez más frecuentado para disfrutar de esa vista totalizante), queda la literatura para inventarla.

En este caso, en las recientes páginas andarinas, Romero Ortega se sirve de la crónica al uso de lugares, con la mirada atenta al detalle como le cuadra a un paseante que puede ser solitario o no, ya que son muchos los capítulos en los que aparece R., su pareja, aportando ese toque de literatura de diarios que nos hace pensar en un Salón de pasos perdidos en una mínima expresión. Está la mirada ensayística, la pincelada histórica, didáctica, el comentario musical (destaca el tratamiento del “himno” irlandés Danny Boy), pero también la pulsión autobiográfica, como en la entrada sobre Barcelona (en mi opinión, una de las mejores del libro, junto con la de Benidorm), que transita también hacia la memoria de duelo por la madre, fallecida en Barcelona mientras la ciudad ardía con las revueltas del procés.

Se abre el texto entonces a una intimidad no por inesperada mal acogida. Al revés, son gotas confesionales que rompen con la mirada a menudo volcada hacia afuera del cronista y nos cuelan en la particular luz intensa que antecede a la muerte. Un registro íntimo en el que se repasa la vinculación del protagonista con su ciudad natal, y lo privado y lo público avanzan de la mano en esta fase narrativa que se caracteriza por la sensación de extrañeza; de hecho, así se titula ese texto dedicado a su ciudad natal: «Extranjero en el Eixample».

Extranjería de un catalán de padre gallego y madre de orígenes vascos algo dispersos, pero también una extranjería de cuna, la de quien se crio en un barrio burgués (Sarrià), pero sabiéndose clase-media y por tanto alguien ajeno al pegamento social de los ocho apellidos catalanes más burgueses. Y extranjería ante unos sucesos, los del procés desbocado de octubre de 2019 por su «aire viciado de nihilismo y desesperación».

Una sensación de no pertenencia de la que quizá brotara el germen del escritor que busca, a través del viaje y la literatura, esa habitación propia, ese centro de gravedad permanente battiatiano. Él mismo lo afirma en el capítulo de sus problemas con el Eixample: «La literatura es la búsqueda de un lugar propio».

El metaturismo o la distancia adecuada

De ahí que se viaje para hacer patria íntima, para atesorar una experiencia, un bagaje, para encontrar lo inesperado, para abrazar la clave que te saque de tu propio dogmatismo. Y para añadir cierto riesgo a nuestro insatisfactorio bienestar, razón por la cual también leemos con parecido afán de aventura. Y ahí residiría la clásica dicotomía entre viajero y turista que Aitor Romero Ortega trata con las debidas reservas y evitando la tentación de la superioridad estética. Así se puede entender la última de las entregas, la dedicada a Benidorm, ciudad cada vez más presente en literaturas varias (novelas de Esther García Llovet, entradas diarísticas de Iñaki Uriarte…), y que debería figurar en una futura antología de textos sobre la ciudad.

A menudo denostada por la contundencia de sus edificaciones, la Benidorm que describe Ortega es más amable, atravesado él quizá por una suerte de síndrome de Estocolmo o de seducción antiesnob que le llevaría a halagarla a contracorriente de la doxa mayoritaria, que diría Barthes. Benidorm como un espacio en verdad igualitario, desclasado, antielitista, donde sacar a pasear nuestra versión más libre en una «rueda infinita del placer y la felicidad provisoria».

Un lugar en el que todos parecen encontrar su papel. No sólo los residentes, sino también los jubilados de paso o los borrachos británicos que copan los karaokes y los toros mecánicos. También lo hace el propio autor, que viaja, en soledad esta vez, para disfrazarse de «metaturista», es decir, como alguien que se complace en la observación de la felicidad ajena, «con un punto de asombro y de incredulidad». Como el espectador de espectadores del Equipo Crónica, Romero Ortega deviene espectador de turistas, superando así el reduccionista debate entre viajeros y turistas, pues la mayoría somos un poco de ambos.

Incluso, buscando la pertenencia en el viaje, en la lectura, en la escritura, ese metaturismo nos invita también al placer de no ser de nadie, de ningún lugar, para disfrutar simplemente de la facultad del asombro. Quien se acerque a estas páginas inspiradas también se contagiará de esa feliz y nueva condición; como una metalectura que trasciende los géneros, las etiquetas y las naciones, pero que al mismo tiempo nos une a algo profundo que todos compartimos. De modo tan asombroso a como Danny Boy consigue, durante los tres minutos que dura esa bella canción, reconciliar a las dos comunidades enfrentadas que pueblan Irlanda del Norte.