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Derren Brown
Érase una vez… Una historia alternativa de la felicidad
Traducción de Jorge Paredes
Ariel, Barcelona, 2017
560 páginas, 22.90 € (ebook 9.99 €)
Todos reflexionamos en algún momento sobre temas que no tienen respuesta. Los caminos que se abren, ese delta de tentativas de respuesta a lo inefable, pueden proporcionarnos un paseo, cuando menos, más consciente por esta vida. Nunca es perder el tiempo preguntarse por aquello que se preguntaron los primeros filósofos. Al fin y al cabo, las incógnitas acerca de la vida y la muerte siguen estando de rabiosa actualidad. No sé si quien se pregunta espera hablar a Dios un día, como decía Machado, pero acabará dialogando, al menos, con sus propias lecturas. Eso es lo que hace el ilusionista, mentalista, escritor y filósofo Derren Brown (Inglaterra, 1971), quien en su Érase una vez…Una historia alternativa de la felicidad se apoya en su lectura de estoicos y epicúreos para tratar de responder a cuestiones que afectan a cualquiera: cómo afrontar la vejez y la muerte, las causas y los modos de evitar la ira, reflexiones acerca del amor, la meditación o el éxito. ¿Es un libro de autoayuda? Lo es, al tiempo que una crítica a los mismos. Planteado como una recuperación de la filosofía helenística desde un prisma actual, contiene una lúcida argumentación en contra de la dictadura de la felicidad, la filosofía new age y los manuales que incitan a un pensamiento positivo que edulcora, pero que, en determinados casos, puede ser un incordio, cuando no pernicioso.
¿En qué casos? Por ejemplo, en los de aquellos que han aceptado una fatalidad como pueda ser la inminencia de la muerte tras la confirmación de una enfermedad que no tiene cura. Brown nos dibuja una sociedad empeñada en que el enfermo luche, que haga heroicas demostraciones de combate y superación en aras de un pensamiento positivo que inhibe la elección de tener una mirada honesta a una realidad terminal y una aceptación tranquila. Aceptar morir no equivale a rendirse, simplemente es una reconciliación que choca con la ilusión de que todo, necesariamente, va a ir a mejor. Ya Tolstói nos presentó a un Iván Illich más torturado por la mentira en torno a su enfermedad que por la enfermedad misma. A día de hoy la ficción de la sonrisa perpetua, establecida como un mantra en programas televisivos, anuncios de colonia o emoticonos de Whatsapp, es aún más transversal. Y es que ese tipo de consuelo puede ser un aguijón, especialmente cuando es una amable pantomima para normalizar una situación ante la que no estamos preparados o no queremos afrontar. Séneca decía que la adulación hiere al acariciar. Sobra decir que la herida es más lacerante cuando, además, se sustenta en una impostura.
Estoicos y epicúreos tenían mucho que decir con respecto a esto. Abogaban más bien por no luchar contra aquello que está fuera de control. Lejos del «puedes conseguirlo todo», sabían que hay azar y que hay una serie de circunstancias imprevisibles. A la hora de pensar y recomendar, tuvieron la prudencia de tenerlas en cuenta. Además, de ese modo, si las cosas no salen como esperamos, no es uno blanco al que lanzar las flechas de la culpa. Cuántos libros de autoayuda implican al enfermo de cáncer en su enfermedad hasta un punto en el que lo hacen último responsable (frustraciones del pasado, no aceptación de uno mismo, escasa sabiduría vital, etcétera) de su curación, de modo que si no consigue revertir su dolencia es que no ha tenido la sabiduría suficiente para enderezar la situación. La implicación puede ser vital, pero no abarca aquello que escapa nuestro control. Rescatar el descanso que los epicúreos nos proporcionaron al invitarnos a despreocuparnos de lo que no puede enderezarse es importante. Así como dar valor a la oportunidad de tomar las riendas de la propia muerte y finalizar coherentemente nuestras historias. Tendemos a desear una muerte fulminante, que nos saque de nuestra historia repentina, de manera accidental. Brown nos desea que, «si tenemos la oportunidad de enfrentarnos a nuestra muerte y darle a nuestra historia un final con sentido, deberíamos —debemos— hacerlo». Los estoicos dejaron a nuestro arbitrio experimentar como dañina nuestra propia muerte. Evidentemente, nos hiere porque nos priva de una vida futura, del vínculo con las personas a las que amamos. Pero ¿sigue siendo dañina esa privación si nos parece bien renunciar al futuro? Nadie dijo que el camino de los estoicos fuese sencillo, claro.
Para hablar de estos temas sin excesiva congoja nos invita a restarle pavor imaginando algo aún más escalofriante: la inmortalidad. Cualquiera que se haya tomado la molestia de imaginarse ese escenario habrá llegado a una conclusión similar: el significado de la vida es que acaba, decía Kafka. El bucle de repeticiones infinitas, el hastío eterno, nos abocaría a un sinsentido sin duda mayor que el de lo finito. Visto así, la muerte se convierte en el mal menor, siempre que no se ande con demasiadas prisas. Y, como «La muerte es tal vez la única cosa de la que nos espanta que nos indica cómo vivir», el libro no escatima reflexiones en torno a un tema que preferimos esquivar, pero que, si lo abordamos, resultamos salir fortalecidos.
Derren Brown es astuto, inteligente y le gusta conducir la mente del lector hacia encrucijadas no carentes de interés. Quien lo haya visto en sus polémicos shows televisivos —una mezcla de magia, persuasión, hipnosis, psicología cognitiva, espectáculo y entretenimiento— habrá comprobado su habilidad como conductor de mentes ajenas —quizá con una suficiencia molesta e incluso una ética discutible, pero demostrativa, en último caso, de nuestra permeabilidad a un amplio grado de manipulación—. Si somos manipulados en este libro —siempre lo somos— es hacia buen puerto. Al final de las indagaciones de Brown nos encontramos con Séneca, Marco Aurelio, Epicuro o Epicteto, quien tenía una receta bastante infalible para garantizar buenas dosis de contento: «No pidas que las cosas lleguen como tú las deseas, sino deséalas tal como lleguen, y prosperarás siempre». ¿Conformismo? Del bueno.
No obstante, la sencilla fórmula implica una fortaleza ante la adversidad nada autocomplaciente. Los estoicos, si fueron resignados, fue hacia lo que escapa de nuestro control, por practicismo, por la futilidad de lo contrario. Ahora, lo que está en nuestras manos es otro tema, o, mejor dicho, es el tema. La dureza del estoicismo estriba en que es exigente con uno mismo, valiente y nada pusilánime. Brown rechaza lo blando, «la mentalidad cósmica flatulenta». Los estoicos estaban interesados en una conversión, una transformación absoluta del yo y su relación con el universo. Si algo enseña la muerte, es a vivir y es ahí donde algunas de las recetas valientes de los estoicos, actualizadas (no es que lo necesiten) por Derren Brown, pueden venirnos bien. El desapego, la limitación de la desorbitada sensación de merecimiento que suele acompañarnos, la sujeción de cierta curiosidad o el apaciguamiento de la imperiosidad de nuestros deseos suponen un autocontrol, poco romántico quizá, pero útil para vivir mejor. Con un lenguaje fresco, actual, a veces en exceso didáctico, sacude al lector de su complacencia, como cuando dice que «Si tratas de imponer tus dramas emocionales a otras personas […], probablemente resulte bastante insoportable estar a tu lado. Y no pienses “En realidad no soy un coñazo cuando se me conoce, aunque actúe así algunas veces”; si actúas como un coñazo, eres un coñazo». Nos recuerda que apliquemos el mismo rigor que aplicaríamos a cualquiera que nos da el tostón a uno mismo. No es sino un pequeño ejercicio encaminado a adquirir mayores dosis de control sobre lo que somos. Percibir la falta de adecuación entre lo que somos y lo que nos gusta decirnos que somos es un paso importante para ello. De todas maneras, en contra de lo que pudiese parecer, el juicio hacia uno mismo que propone Brown no es severo y su ascetismo es moderado. «Una buena relación, como un buen padre o una buena muerte, solamente tiene que ser “suficientemente buena”, consistente en dos personas que sobrellevan mutuamente sus deficiencias con amabilidad y comprensión». Las ansias de excelencia, para una pareja, para una amistad, suelen devenir tiránicas.
Las influencias de Brown son el estoicismo, el epicureísmo y el mindfulness, una suerte de budismo sin terminología ni oriental ni religiosa. Parece mostrar cierto descrédito hacia la filosofía oriental o, al menos, hacia el modo que hemos tenido de incorporarla a nuestra cultura. «No hay necesidad de hablar de estados de conciencia más elevados ni utilizar el lenguaje de espiritualidad medio prestada, medio mal entendida que aprecian las clases medias». No obstante, no está de más recordar cuánto debe el mindfulness a la meditación vipassana, una de las técnicas de meditación más antiguas de la India. Lo que sí señala es el vínculo entre la filosofía oriental y el estoicismo, trasmitida quizá a través del Imperio persa en el pensamiento occidental antiguo.
Decía Epicteto que filosofar es examinar y afinar los criterios. Derren Brown contribuye a seguir pensando, rescatando ideas valiosas que el rumor de los tiempos a veces oculta con su peso de siglos, pero que, por fortuna, están ahí para echarnos una mano en esta complicada tarea de vivir razonablemente satisfechos.