–protagonizadas, en su mayoría, por hombres–, pero tampoco resulta posible establecer homologías o agrupamientos claros entre las propias carreras femeninas.
Se trata de una cuestión fundamental: las poetas se encontraban situadas en una lógica de ruptura permanente entre el dentro (insiders) y el fuera (outsiders), con un sentimiento constante de formar parte de un círculo, pero sin pertenecer en realidad a él, o al menos no del todo. En definitiva, de estar en el margen, desplazadas de las configuraciones centrales, lo que supone, dentro de la lógica meritocrática en la que este tipo de procesos se desarrollan, un cuestionamiento del merecimiento y de la capacidad. Eran personas a las que se excluía de los grupos de socialización y, por tanto, también de las unidades generacionales en torno a las que se han ido construyendo los mecanismos de ascensión al canon y la consagración en la historia de la literatura. Porque, ¿cómo se llega a posiciones de relevancia intelectual? La trayectoria de un/a poeta, como la de cualquier otro productor cultural, comprende dos condiciones básicas: la adquisición de un determinado capital cultural y la inversión del mismo en la comunicación pública[i]. Un tipo u otro de capital cultural y los modos de inversión del mismo determinan un mayor o menor reconocimiento: en el caso de las mujeres poetas, ambas condiciones se desarrollarán con dificultades y limitaciones que siempre tienen que ver con el género.
Si las personas que forman parte de un grupo comparten –teóricamente– una serie de alternativas que se le presentan en tanto que miembros de ese conjunto, cuanto mejor situadas estén en él mayores son las posibilidades de, por una parte, decidir qué capital cultural y literario debe adquirirse y, por otra, cómo invertirlo[ii]. El lugar que se ocupa en ese conjunto tiene, de nuevo, profundas implicaciones de género y, por tanto, las alternativas posibles para los miembros del conjunto son también muy diferentes en función de esa variable. Por otra parte, si tener una trayectoria aislada –un aislamiento reforzado, en ocasiones, por factores de género, situación geográfica, etc. (recordemos, por citar solamente un nombre, el caso de Elena Martín Vivaldi)– dificulta la adquisición de posiciones de relevancia intelectual, participar en un grupo que no ocupa posiciones centrales en el campo –pensemos, por ejemplo, en Gloria Fuertes y el postismo; es decir, en el doble desplazamiento de formar parte de un grupo no central, aunque cree una importante y tardía red de atención, y volver a ocupar una posición subordinada por el hecho de ser una mujer– o participar en una interacción en la que la persona no domina el sentido de la misma, «rebaja la fuerza emocional del individuo. La escasez de energía emocional acaba desconectando al individuo de los rituales de interacción importantes»[iii] y bloqueando sus posibilidades. Por el contrario, las estrellas intelectuales –es decir, centrales, que siempre se gestan en equipo: no hay más que pensar en los agrupamientos de agentes que pueden seguirse en las carreras masculinas[iv]–, reciben mayor atención, forman parte de más y más rentables formas de encuentros intelectuales y, en tales situaciones, tienden a dominar la atención del conjunto.
La participación en una interacción cuyo sentido no se domina –porque no se poseen los instrumentos ni las armas para poder dominarla– es habitual en las mujeres poetas. No hay más que pensar en las mujeres que, desde finales de los 40, escriben poesía social o en su participación en antologías: el estudio del contraste entre las poéticas que presentan Ángela Figuera, Gloria Fuertes, María Beneyto y María Elvira Lacaci, las cuatro únicas mujeres que, entre treinta nombres, aparecen en la Antología de Poesía social que en la década de los 60 publicó Leopoldo de Luis, daría para muchas reflexiones al respecto[v].
Pensemos brevemente en una de las interacciones poéticas más importantes de la primera mitad de la década de los 50: los tres Congresos de Poesía que se celebraron en Segovia, Salamanca y Santiago de Compostela en 1952, 1953 y 1954, respectivamente. En el primero de ellos no participa ninguna mujer, una ausencia que ya en ese momento resultaba tan llamativa que, entre las ideas aportadas para futuros encuentros aparece, en el punto diez, «tener en cuenta la sugestión de que las poetisas estén representadas en el próximo Congreso»[vi]. A pesar de la vaguedad de la referencia –una simple sugestión– y del uso del término poetisa –en pleno debate en esos años: recordemos que en 1954 se publica el famoso poema de Gloria Fuertes «Hago versos señores, hago versos / pero no me gusta que me llamen poetisa, / me gusta el vino como a los albañiles»[vii]–, la sugerencia fue tenida en consideración, ya que en el II Congreso participaron tres mujeres: Carmen Conde –la poeta con mayor capital simbólico en el campo literario del momento, aunque seguía ocupando en él posiciones marginales–, Concha Zardoya y Clementina Arderiu. En el III Congreso leerán poemas Carmen Conde y Pura Vázquez. No obstante, esa participación, que ya desde la sugerencia del I Congreso se plantea en evidentes términos de excepción, se realiza desde una lógica claramente subordinada y así ha continuado apareciendo, cuando lo hace, en los estudios. De ese modo, pocas veces se menciona a Clementina Arderiu si no es para recordar que estaba casada con Carles Riba, presentado siempre como una de las estrellas rutilantes de estos congresos. Igualmente difícil es encontrar datos o reflexiones sobre de qué modo la división sexual del trabajo, marcada por la dominación masculina en cualquier grupo y/o campo, incluso en aquellos aparentemente desjerarquizados –no es el caso del que nos ocupa–, pudo hacer que a estas mujeres les tocase desarrollar tareas de organización y gestión, mientras que el protagonismo intelectual aparece siempre asociado a los hombres. Pensemos, finalmente, en una anécdota que puede servir como síntoma: en la edición de la correspondencia de Carles Riba aparece una carta dirigida al poeta Marià Manent y fechada en Salamanca en julio de 1953, durante el II Congreso de Poesía. La firma la «representació catalana»[viii], es decir, Riba, Foix, Garcés, Perucho y Permanyer –que aparecen con la inicial del nombre y con el apellido–, Teixidor, con nombre y apellido, y Arderiu, la única mujer y también la única persona que figura sin apellido, solamente con el nombre –Clementina–.
Relacionada con el problema de los agrupamientos y las interacciones cuyo sentido no se domina o en las que se ocupa una posición de subordinación, hay otra cuestión fundamental: en un campo hay posibilidades reales de transformación, pero son muy diferentes según la posición ocupada. Así, resulta fundamental tomar en cuenta el espacio social en el que están situadas aquellas personas que producen las obras culturales y su valor. Se observan, como en todos los campos, relaciones de poder, de fuerza, estrategias e intereses, pero todos esos rasgos adoptan en el campo literario una forma específica e irreductible, y más en una situación de heteronomía y sobredeterminación del campo político como la que sufre todo el mundo cultural en las décadas de los 40 y 50 en España. Y más si se es una mujer, que es una variable fundamental al estudiar ese lugar en el que están situadas las personas que producen las obras culturales y que determinan su valor. Ser mujer es una marca simbólica negativa que además se retroalimenta negativamente. Detengámonos brevemente en el caso de Gloria Fuertes. Fuertes tiene una suerte de trayectoria doble: en la literatura infantil y en la poesía para adultos. La primera era uno de los pocos caminos en los que se le ponían menos escollos a una mujer para transitar y poder publicar, al considerarse una especie de proyección pública de la maternidad. La literatura infantil, además de sustento económico, le proporcionó una visibilidad creciente que llegó a su punto máximo en los años 70 y 80, en los que se convirtió en un personaje habitual en la televisión. Paradójicamente, ese éxito en la literatura infantil dificultó aún más y oscureció su trayectoria como poeta para adultos: su éxito como poeta para niños/as se convirtió en una marca simbólica negativa. Es decir, ser mujer es una marca simbólica negativa que la lleva a ocupar posiciones marginales –como escribir literatura infantil que, dentro de un planteamiento fuertemente elitista, se considera una especie de subliteratura– y ello, a su vez, se convierte en una nueva marca simbólica negativa que dificulta su reconocimiento como poeta al margen del público infantil. Se da una doble circunstancia que es a la vez una paradoja: si se tolera que las mujeres escriban literatura infantil –lo hacen Gloria Fuertes, Ángela Figuera, Carmen Conde, Pura Vázquez y un largo etcétera– con menos resistencia que otro tipo de textos es por su consideración de baja cultura, sin pretensiones, y coincidente en muchos aspectos con la cultura popular, una proyección, como hemos dicho, de la maternidad, a la vez que la devaluación del género se desliza a toda la obra, infantil o no, de la autora, en una especie de sentencia tautológica y autocumplida. Todo lo dicho nos habla también de manera clara de la división entre los sexos en las tareas y los intereses poéticos. En poesía, como en otras artes –es claro en pintura, escultura o fotografía–, los hombres se reservan celosamente los usos más nobles dejando a las mujeres los usos tradicionales a los que su feminidad, esa irreductible esencia, la predestina. La poesía considerada elevada tolera, en razón misma de su carácter, una práctica complementaria, cedida a las mujeres y consagrada a las funciones familiares/maternales. Del mismo modo y en paralelo con lo anterior, una de las apuestas mayores de las luchas que se desarrollan en el campo literario –como en el político– es la definición de los límites del propio campo, es decir, la participación legítima en las luchas. Esta cuestión es un problema de primer nivel a la hora de plantear la visibilidad de las mujeres poetas en el campo literario del momento y de analizar ese problema desde la perspectiva de género. Las mujeres poetas en la España franquista son, en tanto que tales –mujeres y poetas–, seres improbables. Sus trayectorias son, como hemos señalado, singulares. Para comprenderlas necesitamos, sobre todo, resaltar qué hubo de ordinario en esas trayectorias y qué las hizo posibles, qué condiciones de posibilidad se dieron. Solamente así vislumbraremos dónde alumbró lo extraordinario y de qué mecanismos se nutre. ¿Qué las hace seres improbables? Además de todo lo que llevamos dicho, hay que tener en cuenta que cada punto del espacio social predispone de manera desigual a ciertas vocaciones: ya sea porque disponen o no de recursos económicos y simbólicos para alcanzarlas, ya sea porque forman parte o no de los destinos previsibles para los miembros de ese grupo. Hay que considerar a aquellas personas cuyo origen social hacía más improbable el acceso a la posición de poeta: tal es el caso de autores procedentes de clases populares o de mujeres. En ambos casos, la trayectoria de poeta era difícil de concebir. Lo primero que hay que destacar, por tanto, en la trayectoria de estas mujeres poetas, es la conquista de su propia posibilidad de existencia en un contexto dominado por una intensa represión política, ideológica –profundamente patriarcal– y cultural.