Josefina Vicens
El libro vacío/Los años falsos
Tránsito
308 páginas
1.
Josefina Vicens —autora mexicana, tabasqueña— ganó el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores en 1958 por El libro vacío, su primera novela. Octavio Paz, quien había recibido el mismo premio en 1956, le escribió entonces una carta para decirle, entre otras cosas: «ahora que reina en tanto espíritu la discordia y la ira divisoria, es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien y que realmente hay afinidad entre los hombres». Aunque el uso de «hombres» hoy pueda resultar polémico, la intención de Paz era, podemos suponer, darle a Vicens la bienvenida al mundo literario, en donde «hombres» fue utilizada de forma genérica en vez de «personas».
La ensayista Adriana González Mateos considera que aquellas palabras, más allá de su intención original, fueron para Vicens el cumplimiento de sus sueños: «ella, bautizada como Josefina, era un hombre». De acuerdo con esta lectura, el narrador de El libro vacío, José García, había permitido a Vicens «comparar su propio desempeño masculino con el de otros hombres y tranquilizarse al comprobar que todos sufren la misma sensación de deficiencia».
A mí, la verdad, en referencia a la carta de Paz, me provoca interés otro detalle: el empleo de la primera persona del plural: ¿quiénes encontraron maravilloso coincidir con Josefina, además del propio Paz?
2.
Las lecturas sobre El libro vacío —cada vez más, por fortuna— no pueden soslayar tres aspectos formales de la novela. 1) El tema: trata, en apariencia, sobre la nada, donde un hombre de mediana edad, insatisfecho con la vida, se enfrenta a la imposibilidad de escribir, lo que constituye su mayor anhelo. 2) el héroe: José García, un sujeto que se considera «mediano, con limitada capacidad», sin más ambición que la literaria, víctima de su propia sensibilidad en el México de mediados de los años xx, y que, por medio de su sensibilidad, construye un mundo conmovedor. Y 3) la estructura: José compra dos cuadernos, uno, donde habrá de escribir con hipergrafía, y otro, en donde habrá de pasar en limpio aquello que le guste del primero. El segundo cuaderno permanece vacío mientras que el otro crece ante los ojos del lector.
Como metáfora, tal vez demasiado obvia, pero triste, a fin de cuentas, uno de los muchos temas que surcan esta novela coloquial, íntima y en apariencia sencilla, es la del hombre que desconfía de su intuición incluso en la soledad de la escritura. Un problema que debió enfrentar la misma Vicens, quien publicó su primer libro a los 47 años y sólo llegaría a publicar uno más, Los años falsos, casi un cuarto de siglo después.
3.
Para mi generación, la de los años 1980 —que comenzó su carrera en la primera década del siglo xxi— El libro vacío era un secreto a voces que circulaba en fotocopias o libros viejos que algún afortunado se había encontrado por ahí. La novela, tarde o temprano, llegaba a tus manos, y los talleres de escritura solían dedicar algunas sesiones a desentrañar en qué consistía su hipnótico misterio, pero, tengo la sensación, aquellas discusiones deambulaban alrededor de aspectos superficiales, acaso técnicos, porque —tengo la sensación de nuevo— El libro vacío no puede abarcarse desde unas cuantas lecturas.
Ya sabemos que una persona no puede nadar dos veces en las aguas de un mismo libro y no me refiero a eso. La primera novela de Josefina Vicens no puede ser abarcada por medio de lecturas grupales e incluso generacionales. Se ha revelado con los años como libro infinito para el que no bastan todas las miradas ni todos los tiempos, pero que depende de ellos para seguir creciendo. O un libro, y valga el juego borgeano, que habrá de permanecer vacío hasta que no sume todas las lecturas del mundo. Menos mal que el Fondo de Cultura Económica puso a Vicens en manos de nuevas generaciones en el año 2011. Menos mal que Editorial Tránsito publica una edición española en 2023: el libro se acerca, un poco, de esa forma, a su imposible encomienda.
4.
En aquella lectura iniciática de El libro vacío, y puedo acceder a los subrayados de entonces, la hipergrafía de José me parecía una metáfora del alcoholismo: un día el personaje escribe que lleva todo el día obsesionado con lo último que escribió, está harto, quiere romper sus cuadernos, pero se detiene porque sabe que, cuando lo haga, conseguirá otros y escribirá que lo hizo. Se propone alejarse de «su vicio» por un año, luego recapacita y piensa que seis meses serán suficientes; podría emplear el tiempo que suele gastar escribiendo en observar su compulsión. Para lograrlo, concluye, debería comprar una libreta corriente en donde podría anotar con sinceridad si en un día determinado su tentación de escribir ha sido grande, si otro ha sido soportable o si en el último ha sido inexistente. Podría hacer de ello un hábito y, cuando la ocasión lo amerite, ampliaría el informe escribiendo un poco más, cediendo a la tentación de escribir, pero de forma justificada.
Aline Pettersson, en su bello prólogo para la edición del Fondo de Cultura Económica de 2011, retoma la carta de Octavio Paz para escribir que la novela nos hace cómplices a partir de «el vacío que nos habita y al que queremos darle la espalda, aunque estemos ciertos de que todos lo padecemos, de que el tránsito humano se acompaña primero de nuestra única verdad: la muerte, y después, de un deseo más allá de lo razonable: el buscar librarnos de la estrechez de los límites de la vida». Llenar ese vacío, de acuerdo con Pettersson, sería la piedra de Sísifo que nos empeñamos a empujar a sabiendas de los resultados.
González Mateos, en su referido ensayo, invita a una nueva interpretación que no niega las anteriores, pero no sabría si es correcto decir que las complementa. La novela invitaría a una doble lectura: una «obvia, destinada al lector común, generalmente heterosexual, mientras permiten otra especialmente dirigida a los lectores iniciados en el secreto, cuya relación con el texto es de complicidad», y por estos últimos se refiere a quienes debían ocultar su homosexualidad para formar parte de los mundos intelectual y político, tradicionalmente heterosexuales.
Cualquier lectura es atinada y libre. Vamos a decir, y lo estoy diciendo sólo como hipótesis, que El libro vacío es —también, además, ¿por qué no?— un libro sobre la masculinidad. Supongamos que Vicens, por los motivos que sean, fue la única persona del mundo literario mexicano de los años cincuenta y algunas décadas porvenir capaz de observar con nitidez la paradoja de la sensibilidad masculina. Una observación, acaso, compasiva. Imaginemos que Octavio Paz se identificó con José García, y no necesariamente con su carácter solitario, sino con su carácter vulnerable. Algo que en aquellos años pudo haber sido un tabú, pero hoy adquiere improbable relevancia. El inconsciente del poeta lo habría llevado a escribir aquello de «es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien», refiriéndose a los hombres —no personas— impedidos a mirarse en el espejo.
En uno de los pasajes que más me asombran de la novela, José García camina por la calle mirando a otros hombres iguales a él, asombrándose de que, a pesar de ser iguales, permanezcan extraños. Se siente solo y tiene el deseo de conversar con alguno, pero no lo hace por un frío que termina paralizando sus manos dispuestas a tenderse. Llega a casa y se hunde en sí mismo: «Pero yo soy para mí como un pequeño sitio visitado anteriormente, conocido, repasado, caminado hasta la última fatiga».
6.
Nunca antes me había sentido tan identificado con José García como en la escritura de este ensayo, y no me refiero a su capacidad literaria ni mucho menos a su sensibilidad para ver el mundo. Me refiero, desde luego, a cuestiones prácticas, porque, como él, abrí dos archivos para escribir: uno, en donde fui anotado ideas, frases y citas; otro que, muy a mi pesar, permanece en blanco.
De repente, copio un solo párrafo del primer archivo y lo pego en el segundo. Es este: «El libro vacío, coloquial y extraño a la vez, trata de una diversidad de temas por medio de una trama más o menos sencilla: la del escritor incapaz de escribir que, no obstante, escribe que es incapaz de escribir y de esa forma concluye un libro estupendo, cuya calidad, víctima de su contexto, es incapaz de reconocer».
Luego lo borro y regreso al primer archivo, como quien se mira en el espejo reiteradamente esperando haber, por fin, cambiado en algo.