Mariana Sández
La vida en miniatura
Impedimenta
192 páginas
POR CRISTIAN VÁZQUEZ

«Eso de durar y transcurrir / no nos da derecho a presumir / porque no es lo mismo que vivir / honrar la vida». Esa sensación –o esa certeza–, expresada en la letra de una bella canción de la argentina Eladia Blázquez, es lo que atribula a Dorothea Dodds: a sus 59 años, nunca se marchó de la casa paterna en Buenos Aires, nunca tuvo una pareja «real» (lleva casi dos décadas enredada en una relación que no conduce a ninguna parte), y el único trabajo que ha ejercido es el de asistente de su padre, un renombrado artista cuya sombra ha sido demasiado oscura y demasiado pesada para su descendencia. En el reparto de la rebeldía familiar, Enrique, el hermano mellizo de Dorothea, pareciera haberse quedado con todo: desde hace más de tres décadas vagabundea por el mundo, y el contacto entre ambos se limita a las postales que él envía desde la ciudad en la que se encuentra y a los dibujos con los que ella recrea las imágenes de esas postales y con los que completa el ida y vuelta postal. Mientras él vive, ella imita la vida desde el sitio fijo en que permanece y transcurre. «Una mujer sin biografía», se considera Dorothea.

Pero entonces, un día, decide empezar a vivir. Y entonces empieza La vida en miniatura, el tercer libro –la segunda novela– de Mariana Sández (Buenos Aires, 1973): todo lo resumido en el párrafo anterior no es más que el contexto, el escenario inicial, el punto de partida. Dorothea aprovecha que ha viajado a Inglaterra para asistir al funeral de un tío y se queda en Londres, en la casa de su prima Mary, quien a su vez viaja a Buenos Aires para ocupar, a su manera, el lugar de Dorothea. Es Mary –una personalidad opuesta a la de su prima: una mujer «excéntrica», con «una luminosidad» y «un desparpajo diferentes», que «no parece tenerle miedo a nada» (pp. 28-29)– quien anima a Dorothea a quedarse en el país de origen de su padre, y quien le consigue trabajo: una especie de couch surfing a través del cual cuidará casas y mascotas ajenas a cambio de alojamiento y a veces algo de dinero. Una ocupación que la llevará a conocer varias localidades inglesas y a una galería de pintorescos habitantes, pero sobre todo a conocerse a sí misma, enormes parcelas de su propia personalidad que nunca se había atrevido a explorar.

La vida en miniatura es una novela de aprendizaje, con la salvedad de que, a diferencia de lo habitual en ese género, la protagonista no es una niña; al menos no en términos cronológicos y biológicos. Su transición se relaciona con otra especie de madurez. «Me movió darme cuenta de que pronto voy a cumplir sesenta –dice Dorothea–, edad en que una mujer puede jubilarse, y el único empleo que tuve hasta ahora ocurrió bajo el ala familiar, algo que durante años he sentido como una especie de no trabajo, o más bien como una ocupación nepotista. Quería, quiero todavía, estar orgullosa de haber conseguido y mantenido un puesto propio, sin atajos ni acomodos, por mi capacidad. […] Aunque después, en definitiva, no me jubile enseguida o lo haga como secretaria de papá, dentro de mí ya tengo derecho a otro título, y eso, por tonto que suene, me colma» (p. 87).

Por primera vez Dorothea afronta la vida adulta, en soledad, con la obligación de asumir todas las responsabilidades que eso conlleva, pero también con la satisfacción de no tener que rendir cuentas a nadie. Es un plan temporal, y en parte por eso se trata de una vida en miniatura («la poesía es la continuación de la infancia por otros medios, y la miniatura, un objeto transportable, ideal para los seres nómades», apunta María Negroni desde uno de los epígrafes de la novela). Pero una vida al fin.

La narradora de la novela es la propia Dorothea, aunque en varios pasajes –claves– quien toma la palabra es Mary, para ofrecernos su mirada no sólo sobre Dorothea sino también sobre sus padres, su entorno, las condiciones que de algún modo han moldeado la vida de su prima. Es de Mary la voz de las primeras diez páginas de la novela, la que cuenta casi en el principio: «La mañana del día en que tenía todo preparado para desertar, Dorothea se dejó caer en la cama gemela a la mía y dijo: No sé si puedo» (p. 15). Desertar, dice, como un soldado que abandonará su ejército o, más preciso aún, como el ciudadano de un régimen opresivo que aprovecha su oportunidad para cruzar una frontera, quedarse del otro lado, procurar la libertad.

El nombre de Dorothea recuerda inevitablemente al de Dorothy, la protagonista de El mago de Oz, una niña a la que un tornado lleva hasta un país extranjero y que vive allí una serie de aventuras rodeada de personajes pintorescos. En el clásico de L. Frank Baum, Dorothy vive con su tío Henry; en la novela de Sández, Henry es como suelen llamar a Enrique, el hermano de Dorothea. «Tener dos nombres, o el nombre traducido, es como llevar una doble vida, una personalidad duplicada. En el fondo encierra un peligro», le dice a Dorothea uno de los amigos que se granjea en su vida de cuidadora de casas y mascotas. Y después sugiere que «las elecciones de los nombres dicen suficiente sobre las expectativas de los padres, ¿no es cierto?». Ella responde que «Henry es nombre de rey, de monarquía, de grandeza. Dorothea, en griego, significa regalo del cielo o de los dioses. Es nombre de humildad» (p. 143).

Con relación al nombre de la protagonista, también se puede destacar su afán por convertirlo en adjetivo («los límites aerodinámicos que el formato dorotheico permite», p. 44) e incluso en adverbio («pronuncié en una voz dorotheicamente alta», p. 108), algo que no parece un acierto, aunque por lo menos sucede sólo en ese par de ocasiones, a diferencia de lo que ocurría en Una casa llena de gente, la primera novela de Sández, en la cual los juegos de palabras con el nombre de Gloria, uno de los personajes, son mucho más fatigosos. Hay, por cierto, una conexión entre ambas novelas. En la primera, un párrafo anticipa la historia de Dorothea; hacia el final de la segunda Mary le dice a su prima: «Quedé en tomar un café con tu amiga Emily Douglas por acá cerca, tal vez venga también su hija Leila, a quien vos querés tanto, y no sé si la nieta, Charo» (p. 156), tres de los personajes de la novela anterior. Es un guiño para los lectores y, a la vez, una forma de situar ambos relatos en el mismo universo (e incluso de ubicarlos temporalmente, pues Una casa llena de gente comienza cuando Leila ya ha muerto), el universo de la clase alta de Buenos Aires, orgullosa de su abolengo británico, que vive en mansiones valuadas en 2 millones de dólares, que blinda sus casas con los sistemas «que deben usarse en el acceso a las cajas de seguridad de los bancos o a la sección de los peores criminales en un penal» (p. 73), cuyos miembros al sentarse a descansar en una reposera pública en Inglaterra lo que piensan es que «en Argentina no durarían ni medio día, se las robarían en el acto» (p. 45) y que considera que «tomar cualquier taxi en Buenos Aires es siempre una apuesta muy jugada» (p. 92). Mariana Sández vive en Madrid.

La aventura de Dorothea se dibuja sobre la geografía inglesa: Saint Albans, York, Liverpool (con su correspondiente homenaje a los Beatles en la figura de un auténtico Father Mackenzie), Chester, Oxford, Stratford-upon-Avon, Reading, Bath… Pero la novela no tiene nada de crónica de viaje; al menos no en un sentido convencional. Es, en todo caso, la crónica del viaje interno de Dorothea, la búsqueda de lograr que la imagen que ella tiene de sí misma («informe, imprecisa o insustancial») se acerque a la Dorothea que ven esos ingleses con los que se relaciona en esos días, unas personas que la valoran, la aprecian y hasta componen canciones en su honor –unas canciones que se pueden escuchar gracias a un código QR incluido al final del libro–; que las dos imágenes de Dorothea coincidan «como dos cartografías superpuestas: la del mapa con sus huellas reales y la del papel de calcar con la copia» (p. 165). El camino hacia la construcción de una biografía, hacia una vida de verdad. Aunque sea en miniatura. Porque probablemente no importe tanto la duración de una vida como la plenitud que esa vida alcance –la plenitud de olvidar las comparaciones con su hermano, con su prima, con su propia imagen de sí misma–, aun si ese estado no dura más que unas semanas, un destello. A lo mejor en eso consiste honrar la vida.