Andreu Navarra
La escritura y el poder. Vida y ambiciones de Eugenio d’Ors
Tusquets, Barcelona, 2018
556 páginas, 23.00 € (ebook 13.99)
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

 

Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors fueron los fundadores del ensayo moderno en España y, por ende, los pensadores más influyentes de, al menos, la primera mitad de nuestro siglo xx. Ortega nunca ha dejado de ser actual y estuvo más de moda que nunca hace unos años, con la edición de sus Obras completas y su biografía a cargo de Jordi Gracia; Unamuno ha recobrado un cierto auge editorial y hasta cinematográfico; por su parte, D’Ors ha sido sin duda el más olvidado, damnificado primero por su fama fundamentalmente catalana y luego por su afiliación franquista, en la que se distinguió de los anteriores. Su recuperación para el público español (en catalán la bibliografía es inmensa, destacando los estudios de Xavier Pla o Maximiliano Fuentes Codera) se ha consolidado recientemente, con la biografía de Javier Varela, Eugenio d’Ors (RBA, 2017) y, un año después, con el libro de Andreu Navarra (Barcelona, 1981), investigador que transita con solvencia entre los ámbitos de la historia cultural compartida entre Cataluña y el resto de España, ya desde su innovador libro La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (UAB, 2013).

En su prólogo «D’Ors, hoy y ayer», Navarra delimita claramente lo que distingue su obra de biografías anteriores: en primer lugar, la impugnación del dogma según el cual habría un corte y una decadencia en la obra de D’Ors a raíz de su traslado a Madrid en 1922, afirmación con la cual la crítica catalanista ha querido conservar la primera parte de su obra, escrita bajo la afiliación a la Lliga regionalista, desdeñando tres décadas y el setenta por ciento de la producción dorsiana. De hecho, Navarra señalará que Eugenio d’Ors se sintió desde el principio afín a una suerte de despotismo ilustrado que le hará marcar pronto distancias interiores con un regionalismo democrático con el que simpatizaba por su dinamismo frente a lo que, con típico prejuicio de la burguesía catalana, veía como la inercia y atraso de la meseta castellana. No hubo corte ni reinvención de D’Ors tras abandonar Barcelona, como sí los hubo en Unamuno tras marchar de Bilbao. Navarra demostrará que D’Ors «reinterpretó y recocinó sus propias ideas», convicciones de clasicismo autoritario a las que llegó pronto tras una breve etapa de bohemia modernista en la que se integró como estudiante. Según el mencionado mito, D’Ors renunció a la felicidad y celebridad barcelonesa para ser infeliz en Madrid, algo que, con cartas en la mano, Navarra demostrará como absolutamente falso. Pese a su diferencia, D’Ors sufrirá más incomprensiones en su tierra que en la capital.

En el primer capítulo, «D’Ors antes de Xènius», el biógrafo presta especial atención al encuentro de D’Ors con Joaquín Costa en 1905, menos por su sustancia real que por la reinterpretación que hará en 1911, con el profeta aragonés ya enterrado, del que querrá apropiarse de su legado en un sentido autoritario. En su libro El regeneracionismo. La continuidad reformista (Cátedra, 2015), Navarra mostraba las divergentes vía educadora y liberal de Ortega y la autoritaria de Ramiro de Maeztu, con quien no por casualidad simpatizará D’Ors desde su primera estancia madrileña. Cierto que D’Ors contemporizará en un principio, entre otras cosas porque publicaba en un órgano como El Poble Català, que como contaba en carta a Gabriel Alomar, era demasiado de izquierdas para su gusto, y que lógicamente cambiará en cuanto pueda por la moderada La Veu de Catalunya.

Los capítulos siguientes abordan el despliegue del proyecto intelectual de «Xènius» desde su Glosari en el periódico de mayor prestigio y su fidelidad al proyecto catalanista de Prat de la Riba. Las cuatro mil glosas publicó entre 1906 y 1922 le dieron una presencia insoslayable en el campo intelectual catalán, autónomo respecto al resto de España, pero a la vez le fueron granjeando enemistades larvadas y que estallarían a su debido momento. Navarra dibuja a D’Ors como «un gigante con los pies de barro», para empezar por su dependencia respecto a Raimon Casellas, censor de La Veu, al que escribe cartas de un tono melifluo que hoy nos evocan una sumisión degradante. Como resume Navarra, este D’Ors es «un escritor inquieto, dependiente y frágil, cautivo de la arbitrariedad de Casellas» y que «tiene muy poco que ver con el líder carismático e indiscutido que la crítica ha convertido en tradicional». Esa sumisión tenía que resultar más dolorosa para alguien que ya desde el principio se veía destinado a relevar a Joan Maragall, la mayor gloria viva de las letras catalanas, y cuya estética modernista pretendía superar el noucentisme.

Poco a poco, D’Ors irá fundamentando su prestigio, ayudado por sus contactos internacionales. Si buena parte de las ínfulas (justificadas) de Ortega y Gasset fueron criadas en Marburgo, para D’Ors fue iniciática la asistencia al Tercer Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Heidelberg en 1908, y donde fue el único representante español. Dice Navarra que «recogido el halo de reconocimiento en Alemania, el D’Ors aparentemente todopoderoso se forja a su vuelta de Heidelberg», donde habrá descubierto su vocación profesoral y cosmopolita. Luego vendrán Ginebra o Bolonia, donde coincidirá precisamente con Ortega. Con éste, pese a la lógica rivalidad, le unía un desprecio hacia los frutos del arte y la filosofía del siglo xix, una curiosidad por artes y ciencias tan fértil como dispersiva y una obra fragmentada y ocasional que era inevitable en quienes vivían en buena medida de las colaboraciones en prensa. Su baño europeo y las ideas que le sugirió, expuestas en «El renovamiento de la tradición intelectual catalana», lo catapultarán a la secretaría del Institut d’Estudis Catalans, a propuesta de Prat de la Riba. Desde ahí, impulsará una serie de iniciativas entre las que destacará su proyecto para las bibliotecas de la Mancomunitat, incluyendo una Escuela de Bibliotecarias donde sólo se aceptaban alumnas y donde el propio D’Ors impartió docencia. Junto a esta labor de intelectual institucional, Navarra llama la atención sobre la bastante olvidada obra literaria de D’Ors, a quien reivindica cómo «un excelente escritor, fabulador y extravagante». Siempre atento a traspasar los compartimentos estancos con los que se construyen las historias de las literaturas nacionales, Navarra señala los paralelismos que un libro como el exitoso y polémico La ben plantada muestra con la estética de Azorín, o cómo Oceanografía del tedio, publicada en 1916, anticipa buena parte de las técnicas de la «nueva novela» que Ortega fomentaría en la década siguiente y que aplicarían autores como Rosa Chacel, Antonio Espina o Benjamín Jarnés.

Un episodio insoslayable de la biografía de D’Ors es lo que, desde el libro de Guillermo Díaz-Plaja, hace medio siglo, ha venido llamándose su «defenestración», cuyas razones Andreu Navarra rastrea concienzudamente, señalando la importancia de su intento de dimisión ya en 1914, rechazada por Enric Prat de la Riba, quien ese mismo año lo nombraba director del Departamento de Educación Superior en la Mancomunitat. La muerte de su gran protector en 1917 y su sucesión por Josep Puig i Cadafalch no podía augurar nada bueno a quien durante la Gran Guerra se granjeó nuevos enemigos por su posición germanófila en un entorno claramente aliadófilo, un capítulo de nuestra historia cultural ya desbrozado por Navarra en sus libros 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014) y, por lo que aquí toca, en Aliadòfils i germanòfils a Catalunya durant la Primera Guerra Mundial (Generalitat, 2016). A la antipatía de Puig se unía la gestión poco escrupulosa del patrimonio de D’Ors y, sobre todo, sus coqueteos con el sindicalismo y la Revolución soviética, aunque siempre desde una posición de integrar las reivindicaciones sociales en un gobierno autoritario. Con todo, lo que evidenció su cese en abril de 1920 como secretario general del Institut d’Estudis Catalans, fue el escaso apoyo real que tenía D’Ors dentro del entramado cultural regionalista del que era visto como estrella principal.

Su marcha a Madrid sería presentada por D’Ors años después como una elección («Escoger, haber escogido. Éste es, por excelencia, el signo de la virilidad de la mente… Hay que haber escogido y quemar las naves tras de sí»). En realidad, no le habían dejado opción. La cuestión de su competencia con el incontestable mandarín de la intelectualidad madrileña, resumida hace años por José María Valverde afirmando que D’Ors nunca logró «rivalizar en éxito y resonancia con la hegemonía orteguiana», es relativizada por Navarra, quien considera que fueron la integración de D’Ors en la dictadura primorriverista y su emigración a París en 1927 las que impidieron que rivalizara o colaborara con Ortega, aunque también podemos pensar que no fue causa sino consecuencia: D’Ors, que nunca logró fue un intelectual independiente sino orgánico, buscó su nicho donde Ortega no llegaba: al servicio de la dictadura y en los círculos parisinos relacionados con el arte. Precisamente, si hay algo que se echa en falta en la biografía de Navarra (quien por otra parte se esforzó visiblemente por hacer un libro manejable sobre una obra desbordada) es una mayor atención a los contactos parisinos: habría sido interesante profundizar en su relación con Jean Cassou, mediador imprescindible entre los campos literarios español y francés, netamente de izquierdas, pero muy amigo de D’Ors y su «principal introductor en los círculos académicos e intelectuales» de Francia. Y le cundirá: publicará en Gallimard y participará en las Décadas de Pontigny, aunque no llegará nunca a ser considerado como un escritor francés, no habiendo hecho del francés su única lengua.

En Madrid y París se evaporaron todas las simpatías izquierdistas del glosador, simpatías que habían sido bastante coyunturales y como de repuesto tras su defenestración por el catalanismo conservador. Cuando llegue la Segunda República, su oposición será frontal en todas las cuestiones, incluyendo la del divorcio, aunque él sea uno de sus primeros beneficiarios. Gracias a dicha ley se divorciará de María Pérez-Peix, la madre de sus tres hijos, para entregarse a su pléyade internacional de amantes, amigas y compañeras. Navarra polemiza con Varela, cuya negación de que D’Ors fuera fascista le parece el «disparate mayor» de su biografía, y ciertamente todo depende de la definición más ancha o estrecha que se acepte de fascismo. Lo que está claro es que a D’Ors en el fascismo todo le parecía bien salvo lo que atraía a los jóvenes cachorros de Falange: la agitación revolucionaria, la dialéctica de los puños y las pistolas. Por eso, D’Ors sólo se afiliará a la Falange tras el decreto de unificación, cuando haya regresado voluntariamente en 1937 desde París, para incorporarse al equipo de Jerarquía y ¡Arriba España! dirigido en Pamplona por el clérigo falangista Fermín de Yzurdiaga. Por otra parte, sus profundos vínculos con Francia harán que su posicionamiento al lado de Hitler sea menos estridente que, por ejemplo, el de un Giménez Caballero. D’Ors, que mantendrá buena relación con el embajador alemán Eberhard von Stohrer declinará una invitación al Reich y, si colabora en la antología Poemas de la Alemania eterna (1940), lo hará con un poema «Viejo Heidelberg» publicado en 1908, que recuerda la impresión que le causó la civilización germánica, mucho antes del nazismo.

Tras su retorno a la España franquista, llegará D’Ors a otro de sus picos de influencia, aunque también con «pies de barro». El estrato más influyente de la nueva clase dirigente no lo soportaba, y no había olvidado su pasado catalanista. Nombrado, entre otros cargos, «secretario perpetuo» del Instituto de España fundado en diciembre de 1937, dicha perpetuidad se revelará mucho más efímera que su secretaría del Institut d’Estudis Catalans. El Instituto de España pasará a la irrelevancia tras la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cuyo impulsor, el opusdeísta Ibáñez Martín, cesaba a D’Ors en 1942 como director general de Bellas Artes. Una «segunda defenestración» que, como en la primera, vino precedida de la retirada de sus principales valedores: Pedro Sáinz Rodríguez, cofundador del Instituto, se había exiliado en Portugal en una tibia oposición monárquica, y Segundo Serrano Súñer, a quien Navarra ve como «el patrón» de D’Ors entre 1937 y 1942, había sido apartado por su perfil pronazi y su excesiva ambición. También es cierto que D’Ors había mostrado en su «Glosario», publicado sobre todo en el diario Arriba, una libertad de pensamiento poco común en la época, por ejemplo al denostar a Menéndez Pelayo, ídolo del ala más integrista, o al evaluar con toda libertad el pensamiento de autores tan poco gratos al régimen como Rousseau o Voltaire. Acomodaticio como siempre, emprende entonces una operación retorno a Cataluña y ya en 1943 publica en La Vanguardia Española. Mención aparte merece la «Carta de Octavio de Romeu al profesor Juan de Mairena», publicado en uno de los primeros números de Cuadernos Hispanoamericanos, donde lo que hubiera podido ser un gesto de reconciliación nos aparece en cambio como una glosa donde el vencedor franquista pretende enmendar la plana al republicano vencido orquestando un debate de heterónimos en el que sale ganando el suyo, faltaría más.

La obsesión de Eugenio d’Ors, el retorno al orden tanto en el pensamiento como en el arte, convivían con una propensión que él mismo señalara hacia el barroquismo, y es que había en él algo que nunca podía dejar de rechinar: la divergencia entre su vida y su obra, sobre lo que decía y lo que hacía: un ensalzador de los ángeles y del catolicismo que no era ningún asceta, sino un vividor, cosmopolita y polígamo; un defensor del clasicismo que era un excéntrico apasionado. Su labor podía tener sólo admiradores condicionales. En el fondo, Eugenio d’Ors escogió vivir y escribir de manera independiente, y sacrificó gustosamente la coherencia, en aras del placer de una y otra actividad. Ésa, quizás, es su lección más admirable, la del nada despreciable margen de libertad personal que supo labrarse en un tiempo de sumisiones.