Es sabido que era una noche asfixiante de verano, que estaba frente a un vaso de cerveza, que había ido a aquel café de La Plata porque en él jugaba al ajedrez. Es sabida también esa frase, como un golpe en el corazón: «Hay un fusilado que vive». Son las palabras con las que podría haber empezado el libro. No importa que no sea así porque igualmente son las palabras con las que todo empieza. Cinco palabras como cinco disparos.
Los disparos reales habían sido los del fusilamiento clandestino de doce hombres en un vertedero de la localidad de José León Suárez, al norte del Gran Buenos Aires. Lo que le cuentan a Rodolfo Walsh en aquella noche calurosa es que uno de esos hombres está vivo. El hombre se llama Juan Carlos Livraga. Malfusilado, este hombre tiene un agujero en la mejilla y Walsh encuentra que en su boca quebrada y en sus ojos opacos se ha quedado flotando una sombra de muerte.
Esa sombra de muerte se alarga en Operación Masacre. Un libro-hito en el periodismo y en la literatura. Se cita como iniciador de lo que se dio en llamar novela de no ficción pero creo que esa etiqueta no le encaja. Operación Masacre es una crónica. Y eso es todo. Y eso es tanto.
Walsh se la jugó para escribir esta crónica. Dejará su trabajo, vivirá oculto en varias casas, conseguirá un revólver y una identidad falsa -Francisco Freyre-.
Cuando se habla de Operación Masacre a veces se olvida el nombre de Enriqueta Muñiz, aunque el libro esté dedicado a ella. Y ella, compañera de Walsh en la editorial Hachette, periodista, será fundamental en la investigación de aquello que ocurrió y que tantos -policías, militares, políticos, jueces- quieren que no se conozca
La historia de Livraga, esa historia increíble que Walsh cree en el acto, la escribe «en caliente y de un tirón», no vaya a ser que se le adelanten. Y piensa que los periódicos se van a pelear por una historia con un muerto que habla. No es así. En el prólogo de una de las muchas ediciones que después tendrá el libro, Walsh dice que la historia se le va arrugando día a día en el bolsillo mientras la pasea por todo Buenos Aires. Nadie la quiere publicar. Pero al fin sale, sin firma, mal maquetada, con los títulos cambiados, en una «hojita gremial» que se hace en un sótano. Después, ya sí, en el semanario Mayoría, entre mayo y julio de 1957, se irá publicando la historia completa, con el nombre definitivo de Operación Masacre.
Es periodismo-acción, periodismo-denuncia de las mentiras y abusos de los que tienen el poder. Y además la historia de Juan Carlos Livraga ha crecido. Ya no es solo uno sino que son siete los hombres que sobrevivieron a aquel fusilamiento. Ocurrió en las tinieblas de la represión de un levantamiento peronista contra la dictadura militar que se llamó a sí misma Revolución Libertadora, dirigida por el teniente general Pedro Eugenio Aramburu. La búsqueda de esos sobrevivientes y la recopilación de sus historias son el hilo argumental de Operación Masacre. Sus voces junto a otras. Las de las viudas y los niños huérfanos -dieciséis- de los cinco hombres muertos.
Walsh no está solo en la pelea. Cuando se habla de Operación Masacre a veces se olvida el nombre de Enriqueta Muñiz, aunque el libro esté dedicado a ella. Y ella, compañera de Walsh en la editorial Hachette, periodista, será fundamental en la investigación de aquello que ocurrió y que tantos -policías, militares, políticos, jueces- quieren que no se conozca. Walsh dice que es difícil hacerle justicia a Muñiz en unas pocas líneas. «Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”, “descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”, “descubrimos”». Para la intrahistoria de la historia, hay fotos de ellos con algunos de los sobrevivientes y hasta dos billetes de tren -ida y vuelta, 2,90 pesos- a José León Suárez. Allí fueron a buscar el lugar en el que todo pasó, el vertedero que la muerte señaló en el mapa. Mar de latas y espejismos, dice Walsh.
Enriqueta Muñiz, española nacida en Madrid, había llegado a Argentina con dieciséis años. En dos cuadernos, Muñiz anota cuidadosamente los pasos que Walsh y ella dan para la elaboración de Operación Masacre. Esos cuadernos pasarán más de sesenta años sin abrirse hasta que, a finales de 2019, la editorial Planeta los publicó en Argentina con el título de Historia de una investigación. Enriqueta Muñiz había muerto seis años antes. A pesar de todo el torrente de escritura de su larga carrera periodística, nunca dio a conocer estos cuadernos.
Las anotaciones de Muñiz -letra limpísima, las palabras justas- destacan su convencimiento del valor del libro y su admiración por el trabajo de Walsh. Asegura que es lo mejor que ha escrito hasta ahora, «desde el punto de vista técnico y literario». En su amenidad, dice, hay «una hondura impresionante». Ella es quien corrige cada página que escribe Walsh. Muñiz recoge también las dudas del escritor, que teme que su fama de novelista policial dificulte que el relato sea creído. Para eso está, anota, la parte documental. Aunque a veces los datos -expedientes, denuncias, informes policiales, declaraciones ante el juez- tienen un peso excesivo en Operación Masacre, se entiende por la necesidad de que quede demostrado aquello que se cuenta. Enriqueta Muñiz escribe: «Yo sé la verdad, la exactitud minuciosa que se esconde detrás de cada situación aparentemente novelesca. Yo sé lo que ha costado cada dato, cada información».
En Operación Masacre hay tres puntos de anclaje que estructuran la historia: Las personas, Los hechos y La evidencia. En la parte final pesa la carga de las pruebas y hay párrafos que se vuelven de plomo. Operación Masacre fue un libro vivo y, durante años y en cada nueva edición, Walsh añadió y corrigió. El músculo literario es mayor en las dos primeras partes, y eso es lo que provoca que escarben tan hondo. El párrafo que inicia el libro, aunque no sea el célebre «Hay un fusilado que vive», tiene una fuerza que arrastra hacia el relato. Dice: «Nicolás Carranza no era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1959. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra».
La capacidad de evocación de la escritura de Walsh es enorme. Por eso logramos ver a los vivos e imaginar a los muertos. Los acompañamos en el vertedero la noche del fusilamiento, ese basural de José León Suárez, pestilente de moscas y bichos insepultos en verano, corroído de chatarra. Como ellos, somos empujados por los cañones de los máuseres, con la espalda alumbrada por los faros de la camioneta que nos ha traído hasta aquí. Estamos con ellos, con los infelices tiroteados, y por eso estamos por ellos, por la justicia que merecen.
Walsh usa todos los recursos a su alcance para que los ojos vayan arrancando las palabras que despellejan las capas de la historia. Los diálogos se recrean, no puede ser de otra manera, pero son tan vivos y terriblemente humanos que las voces permanecen. Así Carranza, de rodillas frente al pelotón, solloza: «Por mis hijos, por mis hi…», y oímos la crudeza de la orden del inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno cuando los hombres empiezan a correr: «¡Tírenles!».
Rodolfo Walsh sabía la fuerza que tiene la verdad. Y que ésta se multiplica con la fuerza que tiene la literatura. Walsh es un noray al que los cronistas de hoy siguen amarrando sus barcas. Martín Caparrós, que lo tuvo de jefe en el diario Noticias, cuando él solo era un chaval que llevaba cocacolas, dice que Operación Masacre es un clásico contemporáneo que enseña esto: cómo averiguar lo más oculto, cómo estructurar un relato y cómo escribirlo con eficacia extrema.
«Operación Masacre cambió mi vida», dijo Walsh, años después. Al escribir este libro sintió que se había comprometido con lo que ocurría en el «amenazante mundo exterior» y también confirmó que, de todos sus oficios terrestres, «el violento oficio de escritor era el que más me convenía».
Walsh era un hombre valiente. Y esto tiene valor literario. Sin arrojo, Walsh hubiera sido un escritor muy distinto. No hubiera escrito Operación Masacre ni mucho de lo que escribió después. Lo que es literatura y lo que no lo es, pero es escritura necesaria. Así su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, contra el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Una carta en la que denunciaba los crímenes de la dictadura -entre ellos el asesinato de varios amigos y el suicidio de su hija Victoria, Vicki, durante el asedio de un operativo militar-, y que Walsh envió por correo a los periódicos el mismo día en que, disparado y desaparecido, se convirtió en otro muerto que habla. No ha dejado de hacerlo desde entonces.