Baruj Spinoza/strong>
Ética demostrada según el orden geométrico
Edición y traducción de Pedro Lomba
Trotta, Madrid, 2020
448 páginas, 30.00 €
Una nueva edición de la Ética de Spinoza siempre es un acontecimiento. No se trata de una tarea que acometa cualquiera, sino que siempre obedece a un claro interés y estudio previo. En el caso de Pedro Lomba, este interés se sitúa en sus orígenes de estudiante de filosofía y le ha dedicado numerosos trabajos y años. Ha editado además a Descartes y a Pierre Bayle. La edición de Lomba es bilingüe, y está discreta pero necesariamente anotada. Además, la obra se completa con cuatro anexos valiosos, sobre todo la denuncia de Niels Stensen de la filosofía de Spinoza al Santo Oficio, y el índice de la biblioteca hispánica del filósofo holandés. Spinoza publicó poco en vida, y su Ética, a la que dedicó unos catorce años, vio la luz póstumamente, en 1677.
Baruj Spinoza (1634-1677) fue considerado por Bertrand Russell como «el más noble y el más amable de los grandes filósofos». Su familia era de origen española, tal vez portuguesa, y emigró, como tantas otras, tras la persecución de la política de los Reyes Católicos que supuso una sola religión (de Estado) y, por lo tanto, dado el celo de su empeño, la conversión o expulsión de los creyentes en otras religiones. Spinoza se ganó la vida en La Haya, puliendo lentes, trabajo tan meticuloso como su obra principal, concebida more geométrico, como es sabido. Pedro Lomba confiesa en su estudio introductorio que presenta la Ética «como un episodio —sin duda el más extremo— en la historia de las reacciones que ha provocado en la Europa de la segunda mitad del siglo xvii la irrupción de la metafísica del francés», lo cual, a pesar del valor de su introducción, lastra la obra de Spinoza, creo, al anclarla en el tiempo y en la historia de la filosofía. Que la filosofía tiene historia es indudable, y hay filósofos en los que buena parte de su pensamiento (en los poco creadores, todo) hay que ir a buscarlo, porque carece de actualidad, ha dejado de ser un pensamiento vivo para el presente y, para entender su valor, debemos ver que fue necesario para que otros, tal vez, construyeran pensamientos perdurables. Creo que Lomba no encontraría objeción a esto. Es verdad que Spinoza dialoga de cerca con Descartes, acepta (el materialismo físico determinista) y reacciona frente a su metafísica, pero no creo que sea «un episodio», por muy extremo que sea, de la obra de Descartes. De serlo, el pensamiento de Spinoza no habría, tras mucho tiempo silenciado, eclosionado en el siglo xx con tanta fuerza y capacidad germinativa. Lomba insiste en ver la gran obra Spinoza «como acta del fracaso del programa contenido en la nueva filosofía de Descartes».
El pensamiento teológico de Descartes descasa en que el primer principio, del cual se deducen los siguientes, es Dios, autor del mundo, y, por lo tanto, lo sitúa en el centro de su metafísica. Pero Descartes es importante, y tal vez el primer filósofo moderno, como recuerdo que lo denomina Ortega, porque, como nos recuerda Lomba, se ocupa con rigor sobre «la naturaleza y límites del pensamiento, del juicio y de las ideas; el problema del método para alcanzar y reconocer la verdad; la cuestión de a conciencia y del ego del cogito», etcétera. Spinoza, a su vez, construye su filosofía partiendo de estas premisas e investigaciones pero recusándolas en su mayoría. Aunque hay novedad en las propuestas de Spinoza, quizás Lomba descuida un poco no situarlo en una tradición más amplia, y también en una lectura actual de incardinación menos filológica e historicista. Al fin y al cabo, su apoyo es anterior al cristianismo y al pensamiento judaico, y se halla en Parménides, y en la actualidad, en cuanto a su filosofía de los afectos y de la mente, se debería pensar —sin descartar, cierto, las lecturas académicas— su eco o semejanza con las teorías de la mente/cuerpo, vale decir: Antonio Damasio autor de El error de Descartes y En busca de Spinoza. Están ausentes en la bibliografía de Lomba, que es un traductor y editor muy cuidadoso, pero tal vez olvida que los filósofos no son sólo para la universidad y los historiadores sino que nos sirven a todos para pensar y saber mejor. Justamente, cuando Lomba nos recuerda que para Spinoza alma (mente) y cuerpo son lo mismo, sólo que expresado de dos modos distintos, cabría, creo, alguna referencia a una reflexión que, desde Sir Charles Sherrington y, sobre todo, desde Schrödinger (ver La mente y la materia, 1958) no ha dejado, en lo moderno, de inquietar al pensamiento científico.
Bien, a diferencia de Descartes, cuya metafísica se apoya en una teología claramente cristiana: Dios es trascendente a sus creaciones, es una voluntad absoluta, indeterminada e indeterminable. Spinoza identifica la esencia y la existencia, y la sustancia primordial (Dios) es su propia causa y la de todas las modificaciones. Dios o la Naturaleza, como dijo para escándalo de su tiempo, provocando ser perseguido por judíos y católicos. Lomba lo aclara bien: «Sostener, entonces, que Dios es causa de sí mismo es afirmar que es causa inmanente de todo lo que es. […] El Dios de Spinoza es una suerte de sintaxis que se expresa, se produce y se reproduce a sí misma en todo, y que lo hace según una necesidad absoluta, pues ésta es su potencia misma». Dios, Substancia y Naturaleza, pues, son lo mismo. Además identifica la racionalidad y la lógica con la realidad. Esto último es algo muy controvertido, como ya vieron en su día Bertrand Russell y Alain, porque atenta contra la libertad individual y contra el método científico. Además, este determinismo absoluto supone una visión apoyada en la bondad divina y, por lo tanto, según la lógica spinoziana, del cosmos. Si uno no cree en Dios pero sí en su metafísica, podría dar en el pesimismo de Hobbes, por ejemplo, sin que pudiéramos discutirlo. Pero la principal dificultad de esta idea es que, si las relaciones de las partes del universo son lógicas, no se necesita nada más que pensar adecuadamente, y sobra la observación, las pruebas. Aceptar que por el razonamiento sólo podemos acceder a la verdad es algo que ni Hume, ni Kant iban a aceptar, ni, derivados de éstos, el pensamiento científico y la mayor parte de la filosofía moderna. Hay, en cierto modo, una cierta dificultad para aceptar el principio metafísico de Spinoza y su método, que no es geométrico por casualidad. Aunque es muy aprovechable si lo entendemos de manera libre, como lo hizo el mismo Alain o, en sus días de gloria, Fernando Savater, un escritor que no puede pensar inserto en la tristeza o la melancolía, porque, spinoziano, pensó desde la afirmación de ser (alegría). La vida tiene estas vueltas. Esto no lo cuenta Lomba, pero mis años me llevan con facilidad a las digresiones y aquí lo dejo por lo que valga.
Tiene razón Pedro Lomba en señalar el no-lugar que la Ética ha ocupado hasta el siglo xix e incluso hasta mediado el xx. El cartesianismo ha sido muy productivo, por razones muy vinculadas a la ciencia y a la exaltación de la razón hasta convertirla en una diosa poco afectuosa, y también Descartes ha sido importante, a comienzos del xx, para la fenomenología y el existencialismo.
La edición de la Ética de Pedro Lomba es muy valiosa, más allá de que a este o aquel lector (como es mi caso) le parezca su introducción: creo, ya lo he dicho, que es innecesariamente historicista y filológica, en la medida en que apenas nos da una lectura que no se atenga a estas disciplinas, y no porque no pudiera haberlo hecho… Lomba traduce en el apéndice la denuncia de Niels Stensen (de 1677), año, pues, de la muerte del filósofo. Es un texto que fue descubierto en 2010 en los archivos del Vaticano. El resumen que Stensen hace de la Ética, que había leído en un manuscrito sin autoría, como nos indica Lomba, es tosco, pero es muy relevante. Se refiere «a un tal Spinoza», y el acusador escribe su texto con el fin de «preservar a otros de su infección cuando a fin de curar a aquellos que ya hayan sido envenenados», usando un lenguaje de pandemia, tan actual (con mejores fines) hoy día. También informa que Spinoza es judío de nacimiento pero sin religión alguna. Stensen lo conoció, porque, hace unos quince años, iba a diario por su casa para «observar la anatomía del cerebro —que yo hacía en diversos animales— para hallar la sede del principio de los movimientos y el término de las sensaciones». Luego pasa a la tosca pero significativa síntesis de las ideas de Spinoza: concibe la «mente humana parte de la mente de Dios». Dios es la substancia «del que todo cuerpo es parte suya, e incluso es una reunión de cuantos cuerpos haya habido, hay ahora y habrá, en una serie infinita. Si le consideran como pensamiento, cada pensar en una parte infinita. No quieren ni providencia ni libertad en Dios, sino una necesidad absoluta, sin intención de fin alguno»… Después de esta síntesis, Stensen teme que «el mal» (habla en términos pandémicos) se haya extendido entre los herejes. La verdad es que no fue así, y, como bien señala Lomba, tardó mucho Spinoza en ser leído, y más en ser leído libremente, desprendiéndonos de su teología y aceptando su posible ateísmo, que lo torna tal vez un autor platónico: Dios, el principio y extensión infinita de todo, es el bien, sólo que, a diferencia de Platón, no hay arquetipos (aunque las ideas en él existen como los arquetipos en el griego) y, por lo tanto, tampoco escala y sombras: hay una unidad de la sustancia, de nuestro ser, de nuestra alma, y de las tres. La verdad de mi pensamiento, pues, descansa en una verdad a priori: Dios, que es, en realidad, un principio ético y ontológico. Es una verdad que no necesita justificación, pero se accede a ella por la razón. Spinoza apela siempre a la razón, pero las relaciones de las ideas son internas (no necesitan exterioridad para demostrarse) y, por lo tanto, se alejan de la epistemología científica. No es extraño que las lecturas modernas hayan tomado otros aspectos de su obra, como su noción del deseo, de los afectos, de la unidad cuerpo/mente, e incluso de la ética no como moral, sino como «tarea del héroe» (ver Savater).
Quiero hacer una mención al anexo 3 de esta obra, porque se trata de un listado de las obras en lengua española de la biblioteca de Spinoza, que consta de veinticinco títulos, entre ellas, el Tesoro de la lengua castellana o española de Cobarrubias, dos ediciones de las Obras de Quevedo, los Diálogos de amor, de León Hebreo, Todas las obras, de Góngora, El Criticón, de Gracián y las Novelas ejemplares, de Cervantes, por destacar varias obras muy significativas. No es extraño que tal autor y tal lector fueran del interés (interesado) de otro filósofo singular: Schopenhauer.