Zbigniew Herbert:
El rey de las hormigas. Mitología personal
Traducción de Anna Rubió y Jerzy Sławomirski
Barcelona, Acantilado, 2018
176 páginas, 16.00 €
El rey de las hormigas, de perfil, es discreto. Una delgada línea negra que se invisibiliza en cualquier biblioteca. No obstante, tomó casi veinte años del trabajo del poeta, ensayista y dramaturgo polaco Zbigniew Herbert (Lviv, 1924-Varsovia, 1998) y eso se nota, pesa. Está inconcluso, la mayoría de las obras lo están, aunque en este caso está indicado en la contraportada, como una fragilidad. Herbert hubiese querido, quizá, cincelar un poco más, pero llegó a lo que hoy tenemos entre manos, que no es tosco, sólo que inacabado y, con ello, con una potencialidad cercenada por el tiempo.
Este libro, frecuentado con tiempo y castigado por él, está lleno de heridas. Es una colección de fragmentos, versiones distintas de un mismo apunte y esbozos cuyo nexo es la recreación de una personal mitología de la Antigüedad. Dedicado a su amigo Joseph Brodsky, quien profesó por él una intensa admiración, lleva por título el de uno de sus relatos, el dedicado a los mirmidones, ese pueblo de valientes guerreros de la mitología griega. Las hormigas bien pudiéramos ser nosotros, pues es un libro escrito a distancia: de los hombres, de sus dioses y del propio libro. El retrato de Dioniso, Narciso, Cerbero, Endimión, Triptólemo, Tersites, Cleomedes, Prometeo, Heracles, Aquiles, Hécuba o Atlas es distinto al que recordamos. La luz que los distorsiona es la de la ironía, el resentimiento y una admiración poco exaltada (veinte años de correcciones suavizan de emoción un texto que ya no se entusiasma consigo mismo ni con los dioses que lo sostienen). Es clarividente, porque arroja luz sobre los lugares comunes que pueblan el Olimpo, pero no pareciera tomarse en serio, como si desdeñase, en última instancia, el alocado baile del mundo al que pertenece. Y, pese a la distancia de sí, está también cerca de su obra, puesto que padece la herencia de lo que somos y el que padece está encadenado a su aflicción. Este libro pareciera querer deshacer, por medio del análisis, de la antiepopeya y de un sarcasmo frío, los sólidos pilares de la imaginación grecolatina, que es para él cuna, hogar y fastidiosa carga.
Su tono es contradictorio: a pesar de su humor, es dramático; se acerca en ocasiones a lo académico para pasar, acto seguido, al tono de la barra de un bar, es descreído y aun así el libro contiene una fuerte moral. La liviandad del esbozo dejó su texto a punto de desmoronarse sobre sus ruinas. De no ser por su editor polaco el libro no tendría forma. No obstante, es sólido en su atemporalidad, en su lucidez de poeta que pareciera haber estado siempre ahí observando el teatro del mundo. Herbert se definía como «ciudadano del mundo y heredero no sólo de los griegos y de los romanos, sino de casi todo el infinito». Ese «casi» sería pedante, de no ser, como mucho en su obra, irónico. No obstante, es cierto que siente una profunda proximidad con la mitología griega y escribe acerca de los dioses como un contemporáneo que los hubiese conocido muy de cerca, en su momento de gloria y en su decadencia actual. Pocos escritores están ya interesados en hallar a Ares o a Poseidón entre el fragor de la ciudad contemporánea. Apenas si necesitamos a esos dioses en los que hallaron consuelo los antiguos, nuestra indiferencia los ha castigado con una existencia mediocre, en el mejor de los casos, o extinta para la mayoría. La inmortalidad de aquellos dioses está en tela de juicio.
Herbert indaga en las limitadas condiciones mentales de nuestros antiguos héroes, destaca su planicie, su falta de vida espiritual, sus patologías y nos los sitúa en las cloacas de la vida social: «Últimamente, Ares ha descubierto una proclividad incontenible a meterse en contubernios, bandas organizadas y células terroristas. Su vida anterior y su escasa formación han encontrado salida en asesinatos alevosos y en la fabricación de bombas caseras». Esta deriva la venimos arrastrando desde antiguo. Cuando los pintores del siglo xvii aún consideraban los temas mitológicos cuestiones lo suficientemente relevantes para representar y decorar las mansiones palaciegas, no podían evitar el descreimiento. Baco en manos de Velázquez es un borracho pestilente. Caravaggio bajó radicalmente a tierra la mitología y, sin duda, también la religión. Cuántos no han visto en el óleo que realizó en 1606, Muerte de la Virgen, a la prostituta ahogada que la leyenda le atribuye como modelo. «El retrato más convincente de Narciso es obra de Caravaggio», dice un Herbert que se apoya en la pintura de esta época para sentar a los dioses en el diván. Pero ¿por qué los analiza? No para sacarlos del hoyo de sus propios conflictos —Herbert ama la cultura grecolatina y tiene algo de salvador de causas perdidas, pero eso no es suficiente para tamaña tarea de resurrección—, sino para mostrarnos las severas patologías sobre las que hemos construido un sistema de creencias.
La singularidad de sus dioses radica en que los moderniza compensando el desinterés de los antiguos por las complejidades de la mente. Para Herbert a los antiguos griegos «les era ajeno hurgar en los laberintos de las almas individuales», así que aporta razonamiento en conductas que hemos integrado sin someterlas a la crítica de la razón. Herbert, hijo y víctima de su tiempo, desdeñó lo colectivo, así como la relativa planicie de los dioses griegos. En su mitología personal, los dioses se ciñen a los límites de su propio cuerpo, los matices son lo determinante y no lo común. Es una manera de ponerles fin, de hacerlos mortales y no repetirlos cíclicamente en la rueda de la historia. No sé si como condena o como favor («Adivinaba la existencia del infierno de la inmortalidad, de las llamas que no consumen, de los altiplanos desérticos, de los conjuros interminables»). Quiero recordar que Herbert fue considerado enemigo del pueblo y del socialismo en los tiempos de Stalin. Fue un anticomunista radical que exigió el ajuste de cuentas a los responsables del régimen totalitario. Su percepción de la mitología está marcada por su propia historia. Individualiza, aunque individualizar suponga poner atención en aspectos menos loables de los que la historiografía nos tiene acostumbrados. Herbert desprecia la admiración por el héroe y los ecos de esa construcción a lo largo del tiempo, la idealización de la fuerza, la pedagogía social, las construcciones filosóficas («Todo trabajo intelectual es hasta cierto punto una perversión y sus resultados contienen una fuerte carga de comicidad») o, peor, las lecciones filosóficas (estudió Derecho y Filosofía, por lo que le suponemos empacho). A Atlas —personaje especialmente afín a Herbert— le atribuye que odiara la raza de los vencedores y dice que «la mitología que le enseñaban en la escuela le repugnaba, porque era el triunfo de la bestia antropomorfa». A través de su descripción del titán condenado a soportar el peso del mundo, vemos algunas de sus simpatías, que tiene que ver muchas veces con la piedad. Sus afinidades mitológicas suelen darse con el marginado en la historia, con el perdedor de la pelea, con el monstruo y con la víctima, con el héroe cansado o con el personaje desterrado de la imaginación colectiva. Le gustan los rincones adonde no llegan las tempestades de la historia y aprovecha la grieta en la que la información académica ya no ofrece respuestas para colar su análisis, sus conjeturas. Si las distintas fuentes no dan la ubicación de una pelea que tuviera, por ejemplo, Cerbero con Heracles, Herbert lo emplea para introducir una creativa suposición que desmorona el mito tal y como nos ha sido legado. Tiene el saber erudito, sabe lo que se sabe, y la mente de poeta y de constructor de mitos. Aunque, amenazando ese equilibrio, flota una tensión dramática: sobre la línea invisible que sostiene la escritura, pelea el desmitificador y el mitólogo.
La conciencia del fracaso moral del hombre europeo tras la guerra hizo que Herbert bucease en la cultura mediterránea en busca de una herencia común, pero, aun en las mismas raíces de la cultura que amó, encontró el absurdo: «Dioses, titanes, héroes, ¡qué galería tan rica y apasionante de desviaciones psíquicas de todo tipo!». Es irónico que las autoridades de la órbita soviética lo considerasen un enfermo mental y cómo las presiones dentro y fuera de Polonia derivadas de esta difamación, que se dieron en los círculos literarios, contribuyeron para que no le otorgasen el Premio Nobel, que sí le concedieron a su compatriota Czesław Miłosz. A pesar de que la locura de su tiempo y la herencia de los defectos de la mecánica celeste fueron objeto de su menosprecio, trató el mundo en sus poemas con una pizca de indulgencia. La misma a la que quizá aspira su texto inacabado («El poeta que fallece sobre un poema inacabado concita la comprensión benévola de las mujeres e incluso de los críticos literarios»). Su texto ya no está a tiempo de ser otra cosa que la que es, como Atlas, quien, en palabras de Herbert, «no tiene tiempo, sólo la eternidad».