Emiliano Monge
Justo antes del final
Literatura Random House
432 páginas
POR CRISTINA GUTIÉRREZ VALENCIA

La obra narrativa de Emiliano Monge (México, 1978) mide el tiempo con un reloj de péndulo, pues el peso de su escritura, cuyo eje podríamos decir que es la violencia, oscila entre la novela y el relato, entre la ficción y la realidad, entre el pasado y el futuro. Así, aunque su primera publicación fue el libro de relatos Arrastrar esa sombra (2008), publicó a continuación tres novelas –Morirse de memoria (2011), El cielo árido (2012) y Las tierras arrasadas (2015)- antes de su siguiente colección de piezas breves, La superficie más honda (2017). Tras este ciclo de ida y vuelta basculó hacia la no ficción con No contar todo (2018), obra autobiográfica sobre su familia paterna, en concreto sobre su abuelo, su padre y el propio Monge, para volver a la ficción con Tejer la oscuridad (2020), una narración futurista cuyos huérfanos contrastan con la historia familiar anterior. Su última publicación, Justo antes del final (2022), retorna a la realidad autobiográfica y al pasado con una obra que continúa la inercia de acercamiento y alejamiento a sus otras producciones: frente a la rama paterna y el triunvirato de No contar todo se enraíza aquí en el monopolo magnético de la madre; ante los tres narradores de aquel primer acercamiento autobiográfico o la miríada de voces de Las tierras arrasadas, predomina la voz omnipresente de la madre; en lugar de la falta de linealidad de El cielo árido, el reloj marca el transcurrir en la cronología imperturbable de la biografía materna, año a año desde 1947 a 2016; y frente a la ausencia de las figuras escapistas del abuelo paterno y el padre -uno finge su propia muerte, el otro lucha como guerrillero o tiene el abandono como estribillo de sus días- Justo antes del final replica su propia oscilación pendular entre la ausencia y la presencia. Es como un reloj de péndulo-matrioska: dentro de su obra oscilante está esta otra pieza, en la que veremos, como dice la madre, coleccionista de matrioskas, «cómo zurcen, esos vectores, el caos y los afectos». Y es que la madre, que no solo las colecciona, sino que dice tener ella misma una vida-matrioska («nomás no olvides que mi vida ha sido la de una esteatopigia… no… una matrioska […] conmigo adentro, ustedes luego y al final el mundo de allá afuera»), traza un círculo de ausencia/presencia: comienza siendo un ser invisible en su infancia, casi rechazada por su familia, un fantasma para sus padres y sus hermanos (cuando es más mayor su padre no nota que se ha operado la nariz, su madre solo intuye algo diferente, y una de sus hermanas le dice que ha engordado desde que la vio la última vez, a pesar de haber adelgazado 18 kilos); vive urdiendo una presencia tejida de lecturas y amistad en la adolescencia, cuidados, amor y ambición profesional en la madurez; y termina preguntándole al hijo, justo antes del final: «Hace años que no soy invisible, ¿verdad? Hace años que no tengo que hacerme pequeñita… que no tengo que esconderme, ¿cierto?», convirtiéndose para él en una ausencia que narra su historia desde el quirófano («Tras las primeras horas de espera, te hablará la ausencia de tu madre»), antes de morir y dejar las últimas páginas a su cuerpo, en el que el hijo busca una última palabra atorada en la boca de su madre.

La madre, por lo tanto, ocupa el círculo central, pero también todos los recovecos. Cuando, avanzada la novela, el narrador cuente cómo las quetzales de agua, submarinistas de Yucatán, le ponen el nombre de la madre al último afluente enterrado que habrían de descubrir, nos damos cuenta de que ese nombre no nos ha sido revelado, como si el autor quisiese construir la figura materna abisal con todas las palabras menos con su nombre, mostrarla y no nombrarla. Pero no es que se haya escatimado en datos, momentos o intimidades, al contrario, el No contar todo de su primera memoria familiar se ha hecho aquí parresía, el contarlo todo, incluido lo negativo, lo vergonzante, lo escatológico. De hecho, como ocurre, según Manuel Alberca, en la novela autobiográfica y en la mayoría de novelas del yo, que «se organizan y cobran sentido en torno a un secreto, vergonzoso o no, personal o familiar, y a su desvelamiento personal o completo, cuya presencia latente organiza el relato», y también en las autonovelas familiares estudiadas por Sara R. Gallardo, en esta obra también hay un secreto, que tiene relación con el título del libro y es revelado por partida doble. El concepto de autonovela familiar que hemos mencionado viene bien a la clasificación genérica de esta obra no solo por la temática o por aportar a la autoficción la autocrítica correctiva, sino también por el carácter metaliterario, por los pasajes que desarrollan la investigación y la escritura de la obra y desdoblan temporalmente el texto entre el momento del relato -cada vez con más contexto de esas conversaciones- y el momento relatado. Lo que no coincide con el concepto señalado, sin embargo, es la identidad entre autor y narrador, pues probablemente para huir de la autoficción, el narrador de Justo antes del final escribe en segunda persona a lo largo de todo el libro. Sin embargo, se dirige a un tú que parece ser un desdoblamiento de sí mismo, como si un rayo lo hubiese partido en dos, pues es ese «tú» quien pregunta y escucha todos los testimonios que configuran la biografía, y su función es más bien la de un apuntador, allanando el terreno a quienes realmente cuentan la historia. La narración en segunda persona de lo que cuentan los demás, especialmente la madre, pero también otros que ofrecen sus versiones y enfoques como sus hermanos y hermanas y el autor-personaje del hijo (su voz emerge, no obstante, algo más tarde), se da en ocasiones en estilo indirecto, pero especialmente en estilo directo, sobre todo libre o semilibre (con constante saltos entre la voz del narrador y del personaje que a veces desnaturalizan y desenfocan). Surge esta primera persona de manera gradual, con más aparición de la voz directa de la madre según se iba haciendo dueña de la vida que relata. El narrador, además, toma la palabra con los verbos en futuro, a pesar de haber quedado en el pasado tanto los hechos contados como los momentos de relatarlos, que reconstruyen la enfermedad de la madre hasta casi confluir en el punto de fuga que es la muerte. Esta especie de falsa prolepsis está en consonancia con el uso de la segunda persona, que encierra también un destinatario falsificado, pues ambos son los elementos que marcan la artificiosidad del relato, y por lo tanto su autoconsciencia, pero también son un punto distanciador en un relato que se pretende emocionante y emotivo.

En contraposición a esto último, una parte de la estructura de cada capítulo, que a priori podría ofrecer expectativas de distanciamiento de la madre y su núcleo magnético de agujero negro, produce el efecto contrario. Cada capítulo tiene una sección, que siempre comienza con «Leerás que ese año», hasta que cambia en determinado momento a «Recordarás que ese año», cuando el tú del autor empiece a tener memoria, que relata lo acontecido en el mundo en el año que está en juego. Estas historias de mínimos y máximos históricos agrandan el horizonte del libro, relacionan el micromundo de la madre con el universo al completo a través de una narración que parece dejar inocentemente migas de pan entre el exterior y el interior del hogar, sirven a veces para anticipar el futuro de la madre, disparan la entropía en una narración que explicita la obsesión del abuelo-la madre-el hijo por eliminar el caos y luchar contra la locura, dan juego al estupendo sentido del humor que tiene esta tragicomedia y trazan círculos de sentido con reiteraciones que acaban resolviéndose, como el paciente-médico de su madre que tiene que ver con el secreto mencionado, el manuscrito Voynich o el tío desaparecido.

Emiliano Monge no es el único escritor mexicano contemporáneo que ha escrito una obra centrada en su madre, ni siquiera el único mexicano ganador de los premios Jaén y Elena Poniatowska de novela que lo ha hecho (sí, estamos pensando en Canción de tumba, de Julián Herbert), pero sí es quien ha conseguido mezclar la exposición periódica del número de ventas de toallas sanitarias reutilizables o los progresivos avances en los audífonos para sordos con una declaración de amor honesta pero consciente de su artificiosidad (el «tú» se sorprende de las palabras que usa su madre en su narración -eclosionaron, estruendo, escabechina, desflorada, armisticio, etc.-, pero duda también de si fueron suyas). Tiene, además, el difícil mérito, en una obra que desde cierto año es también autobiográfica, de echar a un lado el ego, pues el yo del autor solo toma la palabra para negarse el espacio y cedérselo a la madre: «como si este libro no fuera solo sobre ti, como si yo también supiera -yo o cualquiera que no seas tú-, cuando no soy más que otro ser en el margen, más que otra superficie reflectante». La madre se hace finalmente, incluso con su desaparición, con el control del relato y de su vida: del relato con su agradecimiento («quiero darte las gracias… agradecerte esto de este último año y medio… dejarme contar mi historia, aunque creas que eres tú el que quería que yo hablara»), de su vida… Tendrán que leerlo dejándose llevar por el sonido del péndulo.