«Mi mesa y mi silla de trabajo son las mismas que usaba Bruce Chatwin durante sus estancias en esta casa. Chatwin era amigo del marido de Beatrice, el escritor rumano Gregor von Rezzori, y le gustaba venir aquí a escribir. En el año 2000, dos años después de la muerte de von Rezzori, Beatrice puso en marcha una fundación en la memoria de su marido y empezó a invitar a autores a trabajar en la torre de piedra de su jardín»

POR GABRIELA YBARRA

Foto cedida por la autora

La vida que pausé en Madrid aparece todas las tardes en la pantalla de mi teléfono. Antes de cenar, charlo con mi hijo de cuatro años, a quien le divierte ver mi cara reducida a un objeto que puede pasear por nuestra casa y abandonar en una caja. Hoy mismo me enterró en un cubo de piezas de Lego. Veo las estancias en las que habitualmente vivo desde su perspectiva. Le gusta esconderse con el móvil bajo el tendedero. «¿Charlamos?», me dice. Y yo le enseño mi cuarto nuevo y él los calcetines de mi marido. Le llama la atención un cuadro que hay colgado detrás de mí, en el que varios policías persas con casacas rojas detienen a un carterista. Uno alza una vara al aire. «¡Le va a pegar al ladrón!», dice mi hijo. «Enséñame el cuadro del porrazo», me pide cada tarde desde la pantalla del teléfono.

He venido tres semanas a trabajar a la Santa Maddalena Foundation, una residencia para escritores en La Toscana regentada por la baronesa Beatrice Monti della Corte. El día que llegué, tomamos de postre los restos de la tarta de su noventa y seis cumpleaños. Aquí, todo lo que veo y lo que me ocurre parece sacado de otro tiempo. Esta mañana me perdí en el bosque. Ahora, sentada en mi escritorio, veo el paisaje laberíntico desde lo alto de una torre. Mi mesa y mi silla de trabajo son las mismas que usaba Bruce Chatwin durante sus estancias en esta casa. Chatwin era amigo del marido de Beatrice, el escritor rumano Gregor von Rezzori, y le gustaba venir aquí a escribir. En el año 2000, dos años después de la muerte de von Rezzori, Beatrice puso en marcha una fundación en la memoria de su marido y empezó a invitar a autores a trabajar en la torre de piedra de su jardín. 

En Santa Maddalena el tiempo es flexible. Mi vida se funde con la de la baronesa: la oigo acostarse, bañarse, levantarse, compartimos comidas y conversación. Poco después de llegar, olvidé las rutinas de Madrid: ¿Cuánta agua hay que echarle a la porrusalda? ¿Hoy tenía pediatra el niño? Hacía muchos años que nadie planificaba y preparaba para mí todas las comidas. No conocer el menú, me ha retrotraído a la infancia. Dos semanas después, sigo sin comprender del todo esta vida prestada a la que me han invitado a asomarme. Miro los retratos de los antepasados turcos de Beatrice que hay colgados en mi habitación: desconocidos que me arropan mientras duermo. Algunos días, la baronesa me pide que le acompañe a buscar objetos de segunda mano para la casa o para ella, porque aquí todo ha tenido antes, al menos, otra vida. Por unas semanas, nos mimetizamos. Compré un camisón de hilo blanco en una tienda parroquial y cada noche, antes de dormir, imagino a su anterior dueña. También visitamos a Johnny, el chamarilero, y miro con la baronesa cubiertos de plata negros, a los que luego Rasika, la cocinera, sacó brillo, y piedras de mármol para honrar la memoria de sus perros. «Baronesa, por qué no me invitas un día a tomar el té», le dijo Johnny mientras envolvía una jarrita de loza. Johnny lleva décadas vendiendo objetos para una casa que no sabe cómo es. El jardín de Santa Maddalena está lleno de cenizas de antepasados y de mascotas. Hay lápidas y escritorios escondidos entre las plantas, como pequeñas puertas a otro mundo. En el estudio de Grisha, así es como Beatrice llamaba cariñosamente a su marido, parece que el escritor fallecido hace ya más de dos décadas podría volver en cualquier momento a reclamar el sitio a Brian, el joven traductor americano que ahora trabaja en su silla. Beatrice quiere preservar todo tal cual estaba cuando él vivía. Pasan los días. Me enfrento a los atascos de mi novela. Aunque a veces no sé si he venido a escribir o a mirar a la baronesa. 

Beatrice me enseña lenguajes nuevos que me ayudan a escribir mejor. Me habla en italiano, porque se da cuenta de que lo entiendo a pesar de no saber decir apenas palabras en esta lengua. Por las noches, Brian, Beatrice y yo vemos juntos las noticias de la guerra de Ucrania y la baronesa nos cuenta que los escenarios de la infancia de su marido son los mismos que ahora están en conflicto. Beatrice charla con Grisha a través del telediario. Enciende y apaga la conversación con el mando a distancia. Cada vez que la presentadora aparece en la pantalla, renace el Imperio austrohúngaro. «Bucovina, ahí es donde creció mi marido». 

Los amores de la vida de la baronesa son Grisha y los perros. Beatrice empezó a dormir abrazada a sus mascotas a los seis años, después de que se muriera su madre. En una de las primeras cenas, nos contó que estaba contenta porque habían aprobado una ley que reconocía nuevos derechos para los animales. Después del postre, cogió en brazos a Rosina, una pug con un problema en la espina dorsal, y se marchó con ella a descansar a su habitación. Nunca ha dejado de dormir con sus mascotas, ni siquiera durante su matrimonio. Clo-clo y Pushkin, los otros perros de la casa, tienen una relación romántica a escondidas. Los veo de noche mientras voy a recoger la colada en el jardín. A Beatrice, después de apagar la luz, también le gusta ver a los enamorados desde su ventana y cada mediodía comparte con Brian y conmigo sus andanzas. Clo-Clo es una perra de agua con las patas torcidas que mató de un mordisco al gato de la casa, Pushkin es un elegante chucho de pelo blanco que apenas se deja acariciar. 

Siento que he venido hasta Santa Maddalena para descifrar lenguajes nuevos: superar el bloqueo de mi texto, entender otras formas de comunicación con los animales y con los muertos, escuchar lenguas extranjeras. Me pierdo en el bosque para poder, como Dorothy, encontrar el camino de vuelta hasta mi casa. «Hace unas semanas, una escritora salió de paseo y le atacó un jabalí», me previene Rasika antes de abrir la verja del jardín. Cada mañana, camino hasta extenuarme, los perros de las casas me ladran, la escultura de un santo sirve como referencia para saber que voy por el sendero correcto. Después de dos horas desorientada en el bosque, veo el olivar que rodea a la residencia. Me ducho y escribo. Es primavera, el momento más tranquilo del año en Santa Maddalena, la piscina está tapada con una lona azul. En verano, me cuenta Rasika, la casa está llena de gente y hay muchísimo trabajo. En cambio, ahora, el ambiente es tranquilo, propicio para la escritura y la conversación con los muertos 

Escribo en todos los lugares de la casa que puedo: la habitación turca, la torre, el estudio de Grisha, el jardín… En cada espacio surge una nueva oportunidad para viajar en el tiempo. Hay presencias en todas partes. Aquí, nunca estoy sola. Cada noche, antes de cenar, suena mi teléfono y le enseño a mi hijo el cuadro del carterista y porrazo, los retratos de los antepasados de Beatrice, le hablo del bosque, del santo que indica el camino a casa, y le digo que ya solo estoy a unas páginas de distancia de volver con él a Madrid y dejar de ser un objeto que habla. 

Foto cedida por la autora
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