«Una poeta, una poeta implacable. La experiencia de la enfermedad ―el asma y un eczema despiadado que le provocaba terribles sufrimientos en la piel de todo su cuerpo― influyó con seguridad en el tono punzante, herido, en carne viva, de su poesía»
POR MARGARITA LEOZ
Octavio Paz sostenía que los poetas no tienen biografía: su obra es su biografía. Idea Vilariño era poeta, era uruguaya y era una incógnita. «No sé cómo decirte qué es la poesía para mí. Es una forma de ser, de mi ser. Todo lo demás de mi vida son accidentes. […] La poesía no fue accidental. Mi poesía soy yo», decía. Idea Vilariño vivió en Montevideo entre 1920 y 2009. Se la encuadró en la llamada Generación del 45, un grupo de jóvenes escritores, críticos y editores llamados a superar las herencias modernistas, entre los que se encontraban Mario Benedetti, Manuel Claps, Emir Rodríguez Monegal o Ida Vitale. De ellos Idea Vilariño siempre se mantuvo cerca y, a la vez, un poco lejos, defendiendo a ultranza una soledad feroz.
Una mujer altiva, distante, seductora, dueña de sí misma, de rostro hermoso pero frío, un rostro sin sonrisa, una mujer atrayente y misteriosa, jamás en paz, una fortaleza prácticamente inexpugnable. Una profesora severa que obligaba a copiar lo dictado a sus alumnos. Una traductora tenaz que tradujo a Shakespeare y a Queneau -al intraducible Queneau-, sin haber puesto un pie en el extranjero, bastándose solo con las enseñanzas del liceo y su autodidactismo. Así era Idea, hija de un poeta anarquista y de una gran lectora de literatura europea, la mediana de cinco hermanos con nombres tan originales y expresivos como el suyo (Poema, Azul, Alma y Numen se llamaban sus hermanos), criada en un ambiente donde reinaba la música y la poesía.
Una poeta, una poeta implacable. La experiencia de la enfermedad -el asma y un eczema despiadado que le provocaba terribles sufrimientos en la piel de todo su cuerpo- influyó con seguridad en el tono punzante, herido, en carne viva, de su poesía. Con menos de treinta años escribía ya versos tan desgarrados como estos de Paraíso perdido (1947): «No quiero ya no quiero / la sucia sucia luz del día». O estos, poco después, de Nocturnos (1955): «Qué fue la vida / qué / qué podrida manzana / qué sobra / qué deshecho». Enraizados en un sustrato nihilista y escéptico, tales eran los poemas anteriores a Juan Carlos Onetti, los poemas anteriores a Poemas de amor.
Hubo muchos hombres en la vida de Idea Vilariño, pero por Onetti sintió la pasión más tortuosa, más devorante, cuya llama en esencia no se apagó nunca. Fue también del mismo modo para él, probablemente, quien acabó poniendo un océano de por medio, exiliado en Madrid desde 1975 hasta su muerte en 1994. Se conocieron a comienzos de la década de los cincuenta, en un bar de Malvín, el barrio de Montevideo. «El último hombre de quien debí enamorarme», aseguró ella en una de las poquísimas entrevistas que concedió, «teníamos la relación más difícil y más imposible». La primera versión de Poemas de amor data de 1957. Paradójica y extrema, su poesía es dura y delicada, escueta y excesiva, reservada y exhibidora. Al tiempo que buscaba la reducción de la forma, añadía composiciones a sus poemarios antiguos en vez de escribir otros nuevos; los dieciséis textos de la primera edición de Poemas de amor se convirtieron en sesenta y siete en su versión final. Quizás solo buscaba comprender, quizás necesitaba obsesionarse para comprender.
Poemas de amor se lo dedicó a Onetti. Tres años atrás, en 1954, él le había dedicado su novela Los adioses, estando todavía casado con su tercera esposa, Elizabeth María Pekelharing, de la que se separó en 1955 para casarse con la flemática y resignada Dolly Muhr, su compañera hasta la muerte. La relación de Idea con Onetti, pese a que se extendió con altibajos durante décadas, carecía de lo duradero, de la persistencia: «Siempre estará faltando / la honda mentira / el siempre».
«Aunque este libro esté dedicado a Juan Carlos Onetti, no todos los poemas son suyos. Lo son sin duda los más dolorosos o desolados», declaró ella. En ediciones posteriores, ofendida, la poeta eliminó la dedicatoria. Esta supresión parece encarnarse en su poema «Adiós»: «Aquí / lejos / te borro. / Estás borrado». En la recta final de sus existencias, cada uno por su lado («Ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya / no serás para mí / más que tú»), los dos escritores manifestaban quererse y no sentirse queridos por el otro, manifestaban desconocerse. Acaso, como dice un verso de la poeta española Sara Martínez Navarro, «es mejor amar las cosas que conocerlas».
Poemas de amor no es un libro narrativo como se ha dicho, con un argumento, con principio y fin, con capítulos, sino un poemario nominativo. Los poemas no narran, designan; construyen con palabras la subyugante relación del sujeto poético con el amor. Este tránsito recorre distintas paradas, como la decepción, el recuerdo, el sometimiento, la ensoñación, la plenitud carnal, el desapego, la angustia o la ira. La espera y el dolor constituyen sus estaciones permanentes. Más allá del destino aguardado, la espera es un estado en sí mismo de la voz poética: «Estoy aquí / en el mundo / en un lugar del mundo / esperando / esperando. / Ven / o no vengas / yo / me estoy aquí / esperando». En cuanto al dolor, el poemario entero toma el aspecto de un cuerpo enfermo, sufriente, herido, calcinado: «Puede ser que si vieras Hiroshima / digo Hiroshima mon amour / si vieras / si sufrieras dos horas como un perro / si vieras / cómo puede doler doler quemar / y retorcer como ese hierro el alma / desprender para siempre la alegría / como piel calcinada / o vieras que no obstante / es posible seguir vivir estar / sin que se noten llagas / quiero decir / entonces / puede ser que creyeras / puede ser que sufrieras / comprendieras». El libro es, además de enfermo, un organismo roto, mutilado, hecho de despojos y desgarros. Abundan las imágenes del cuerpo inválido («ciego amor», «el muñón»), proyectadas en el estilo brevísimo de las composiciones y de los versos -de una sola palabra incluso, casi cortados más que cortos-, con brusquedades gramaticales intencionadas y una ausencia absoluta de comas.
A pesar de la esterilidad del cuerpo avejentado («el pelo encanecido / miope el ojo») y de lo infecundo de la unión de los dos amantes («que ya no demos más / que estemos ya tan secos»), las carencias y los padecimientos no debilitan la voz poética. Esta se crece, se yergue, una expresión femenina que reafirma su libertad, dispuesta a asumir todos los riesgos, incluso la propia aniquilación. Una voz orgullosa que no renuncia, que apuesta, sin reservas, sin indulgencias, en las mismas condiciones que su amado, que su contrario: «río y ríe / y me mira y lo miro / me dice y yo le digo / y me ama y lo amo […] / y me vence y lo venzo / y me acaba y lo acabo».
A diferencia de otros autores, que precisan que la ola de la emoción repose para ponerse a escribir, Idea Vilariño escribía en los momentos más álgidos, de mayor urgencia, de más profundo ahogo. Sentía entonces la necesidad de la poesía y escribía en papelitos, en cualquier parte. Sus poemas están cargados del tremendo ímpetu del instante de la mortificación y se percibe: «Quemame dije / y ordené quemame / y llevo llevaré / -y es para siempre- / esa marca / tu marca / esa metáfora». Aquejados de amor y aquejados de dolor, invadidos por la pulsión de vida y por la pulsión de muerte, los textos de Poemas de amor exudan un masoquismo placentero y desmedido, basado en una pasión que agota, en palabras de Annie Ernaux, un «capital de deseo». Un amor a contrarreloj, con el agua al cuello; un amor que cuanto más se usa, más presto concluye: «Tal vez tuvimos sólo siete noches / no sé / no las conté / cómo hubiera podido. / Tal vez no más que seis / o fueron nueve. / No sé / pero valieron / como el más largo amor». Esta composición titulada «O fueron nueve» es una muestra de esos poemas donde emerge una cierta dicha y que, por contraste con el tono predominante del poemario, lo dotan de mayor verdad, de mayor autenticidad. Incluso en esta poesía doliente y trágica cabe un destello de plenitud, aunque sea recordada. Así sucede también en poemas como «Seis» o «Sabés»: «seguramente me engaño / pero creo / pero ésta me parece / la noche más hermosa de mi vida».
¿Cuáles son los vestigios del amor? ¿Qué queda, qué permanece? Una noche, un puñado de recuerdos, unas cartas, unas sábanas revueltas. «Hoy el único rastro es un pañuelo / que alguien guarda olvidado / un pañuelo con sangre semen lágrimas / que se ha vuelto amarillo». En líneas generales, los poemas de este libro hablan del pasado del amor, pero los límites temporales en ocasiones se borran, se vuelven brumosos («No te amaba / no te amo / bien sé que no / […] pero te amo / te amo esta tarde / hoy / como te amé otras tardes»). El presente es efímero y el futuro no existe. Nos encontramos ante un poemario dominado por la pérdida y por aquello que no se dio, que no pudo ser: «Puedo sólo sufrir / por los días perdidos / por lo imposible ya / por el fracaso».
Pocas imágenes, pocos escenarios. Los espacios que abre son solo oportunidades truncadas para la felicidad. El texto elude la anécdota; adelgaza el detalle hasta el límite. La adjetivación escasea. En algunas composiciones, las acciones imperan, como en el poema «Escribo pienso leo»: «Escribo / pienso / leo / traduzco veinte páginas / escucho las noticias / escribo / escribo / leo. / Dónde estás / dónde estás». Pero estas acciones denotan precisamente su propio absurdo: hacer cosas, en vano, para evitar pensar en la persona amada. El sujeto se divide: la parte visible acomete sus tareas cotidianas, mientras la otra, agazapada, espera, desea. Esta duplicidad no es la única del poemario. En el poema «Dónde» también se expresa este desdoble entre una apariencia sosegada y una pasión oculta y desenfrenada: «Dónde el sueño cumplido / y dónde el loco amor / que todos / o que algunos / siempre / tras la serena máscara / pedimos de rodillas». El dolor, el amor no convencional -¿acaso el amor, el verdadero amor, puede serlo?- posee ese efecto divisorio, esa fuerza de descomponer, de desunir, de demediar lo que fue uno («me parte el pecho / me parte en dos»).
Algunos poemas se afinan, por el contrario, no mediante la supresión de la adjetivación o del suceso, sino mediante la abolición de las formas verbales. Esto ocurre, por ejemplo, en «Entre»: «Entre tus brazos / entre mis brazos / entre las blandas sábanas / entre la noche / tiernos / solos / feroces / entre la sombra / entre las horas / entre / un antes y un después». Este texto ejemplifica el papel de la elipsis en la poesía de Idea Vilariño, de ese situarse en el entre, escribir el vacío, un texto que muestra y silencia, que enciende y apaga, que da y retira. Solo la escritura puede colmar ese no lugar. Solo en la escritura esos dos cabos antagónicos se pueden tocar.
Como ya se habrá advertido en los versos citados, ni en Poemas de amor ni en ninguno de los otros libros de Idea Vilariño hay giros ilustres, pretenciosos o «literarios». Todo es esencial y algo abstracto, como si fuese superfluo aclarar más, ser más explícito. Ninguna floritura que busque epatar (¿epatar a quién?). Ridículo nombrar aquello de sobra conocido para la primera persona que enuncia y la segunda persona que recibe, las dos únicas y soberanas poseedoras de la historia. No hay concesiones a ningún lector, puesto que no hay lector; no estamos en el poema, nadie nos guiña el ojo al otro lado de la página, tú y yo no somos necesarios. Para eso -para esquivar el sustantivo, para decir las cosas sin decirlas-, la poeta se sirve de los pronombres: los interrogativos y los demostrativos («Qué es esto preguntamos / qué es esto y hasta dónde») o los personales y los indefinidos, como en el fragmento siguiente del poema «Nadie»: «Ni tú / nadie / ni tú / que me lo pareciste / menos que nadie / tú / menos que nadie / menos que cualquier cosa de la vida / y ya son poco o nada / las cosas de la vida».
Un último rasgo de su estilo: el ritmo, básico e intangible en toda buena poesía. «Puede fallar todo lo demás, nunca el ritmo», sostenía Idea, «por él algo es o no lírico». Junto al cuidado de sus plantas -era una jardinera asombrosa, decían-, su ocupación preferida era indagar sobre los ritmos poéticos. La intensidad de su escritura se refleja también en esas cadencias, en esas enumeraciones atroces, en esas anáforas que dotan a su poesía de la potencia de un trazo, de la resonancia de un golpe seco: «Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza».
Al finalizar la lectura de Poemas de amor, resulta inevitable hacerse preguntas. Ese hombre, ese objeto del amor, ¿fue la causa y el origen de los poemas o solo la excusa necesaria, la chispa, para la fogosidad creadora (y destructora) de Idea Vilariño? En su primera novela, El pozo (1939), Onetti escribe: «El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable». ¿Se sirvió tal vez ella de esta relación incandescente con ese otro monstruo de la literatura para dar rienda suelta a unos poemas que superaron con creces los gozos y las ofensas que ambos se provocaron? «No se trata de amor / damos la vida», dicen unos versos de Idea Vilariño. Y otros, muy célebres: «Qué me importa el amor / lo que pedía era tu ser entero / para mí en mí / en mi vida. […] Lo demás / el amor / qué importaba / qué importa». Ella aseguraba que no había un poema en el que pudiese mentir; podía mentir en la vida real, pero no en un poema.
De todo esto, de este artículo, de las dos mil quinientas palabras, de todos los esfuerzos por ahondar y entender, ¿qué opinaría ella? Ella pensaría qué hueco, cuánta anécdota, qué obsesión por datar, por interpretar, por justificar, cuánto circunloquio, cuánto mirar con lupa, qué juego vano, como si importase. «Y ya son poco o nada / las cosas de la vida». Solo queda la palabra. «Inútil decir más. / Nombrar alcanza».