Juan Andrés García Román (editor)
Floreced mientras
Poesía del romanticismo alemán
Edición bilingüe
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017
640 páginas, 25.00 €
No resulta fácil destacar la oportunidad de este libro sin caer en una retórica gastada, más propia de la publicidad que de la crítica propiamente dicha. Cuesta resistirse a escribir frases tales como «este volumen viene a llenar un hueco en el panorama editorial» o «estamos ante una antología necesaria», afirmaciones que, a fuerza de repetirse, han perdido toda su credibilidad. Y, sin embargo, lo cierto es que no contamos con demasiadas publicaciones recientes que nos acerquen directamente a los textos de los románticos alemanes, lo que lleva a menudo a que nos sigamos alimentando de tópicos, idealizaciones y de no pocos prejuicios. Obviamente, pueden citarse trabajos como la Antología de románticas alemanas, a cargo de Federico Bermúdez Cañete y Esther Trancón y Widemann, publicada en 1995: un título significativo, ya que la mujer no fue sólo un motivo central en el Romanticismo, objeto de un ambiguo culto, sino también sujeto que a través de la escritura deja constancia de sí (como apreciamos en autoras que García Román incluye en su libro, como Bettina von Arnim o Karoline von Günderrode). Mención aparte merece la recopilación de textos en verso y prosa El entusiasmo y la quietud, preparada por Antonio Mari y que apareció por primera vez en 1979 y conoció una segunda edición, revisada y ampliada, en 1998. Asimismo, no faltan, por supuesto, libros en castellano de autores como Novalis, Hölderlin, Heine…, pero apenas encontramos versiones de Tieck, Brentano o Eichendorff, de los que esta selección sí nos da cumplida muestra. La oportunidad de una antología como ésta se ve reforzada, asimismo, por el hecho de que esa recepción irregular del Romanticismo alemán en el contexto español no es quizá sino un episodio de una recepción insuficiente de la lírica alemana en su conjunto: cabe preguntarse si en un país donde no se ha hecho, por lo general, una lectura en profundidad de Goethe, no tendemos a acercarnos a esta poesía casi exclusivamente desde algunas cimas indudables (Celan, Hölderlin, Rilke…) que, sin embargo, forman parte de un paisaje más amplio. Así, tampoco es fácil hacerse cargo de la importancia que han tenido no pocos de los poemas románticos, a menudo convertidos en canciones, en la memoria sentimental de los alemanes. Es llamativo el hecho de que los nazis permitieran imprimir «Lorelei» (un poema tan célebre en Alemania como puede ser para nosotros «La canción del pirata»), aunque prohibiesen escribir el nombre de su autor, el judío Heinrich Heine, cuyos versos fueron atribuidos a un autor desconocido (tan grotesco puede llegar a resultar el censor). Digamos, de paso, que la traducción de «Lorelei» que ofrece el antólogo resulta especialmente lograda y es una buena muestra de la calidad de sus versiones, lo que no nos sorprende de Juan Andrés García Román, poeta él mismo y brillante traductor del alemán, como demostró tanto en su edición de los Poemas a la noche del último Rilke como de las Elegías de Hölderlin (ambas en la añorada, y tristemente extinta, colección de poesía de DVD Ediciones).
El criterio del antólogo es, por cierto, lo suficiente amplio como para incluir al recién citado Hölderlin, aunque el propio García Román reconoce que la obra del autor de Hiperión desborda el Romanticismo. Al mismo tiempo, sin embargo, se dejan fuera los grandes nombres del Sturm und Drang, no sólo porque ello supondría ir más allá de los límites cronológicos de la selección, sino también debido a que buena parte de la obra de Goethe y Schiller entra ya de lleno en la órbita del llamado clasicismo de Weimar (voluntariamente antirromántico, a pesar de que, como sugiere también el antólogo, la oposición entre lo romántico y lo clásico tiende a desdibujarse en no pocos textos, y, desde luego, en el autor del Fausto). No se incluye tampoco ningún poema de Eduard Mörike, quizá un poeta menor, pero muy popular en Alemania, tal vez porque el tono sentimental de su poesía de la naturaleza está suficientemente representado en otros autores de la escuela suaba, que sí podemos leer en estas páginas, como Kerner, Schwab o Uhland.
Conviene destacar la variedad de voces y de tonos que nos ofrece la antología, ya que en España —quizá por complejo de inferioridad, ante lo anómalo de nuestro Romanticismo— se tiende en ocasiones a presentar una visión monolítica de los románticos alemanes, asociados sin más a la profundidad filosófica y al tono sublime. Sin embargo, si intentamos leer sin prejuicios los poemas que aquí se nos ofrecen, constataremos desde el primer momento que hay no uno, sino muchos Romanticismos, y que a menudo conviven en el mismo autor. Basta asomarse a una figura como Friedrich Schlegel, teórico tan brillante como paradójico del Romanticismo y autor también de poemas que dialogan con la naturaleza en un tono voluntariamente menor, cercano al idilio, como «La mariposa», «Los pájaros» o «El niño», por citar algunos de los que aparecen en la antología. En uno de los textos en prosa recogidos al final del volumen leemos al propio Schlegel afirmar que la poesía romántica tiene como anhelo y tarea «mezclar poesía y prosa, genialidad y crítica, fundir la poesía del arte y la poesía de la naturaleza, volver la poesía viva y sociable y la sociedad viva y poética». En otro de esos textos afirma Novalis: «El mundo debe ser romantizado. Así redescubriremos su sentido originario. Tal romantización no es otra cosa que una potenciación cualitativa […]. Romantizo cuando doy a lo común un significado superior, a lo familiar una apariencia misteriosa, a lo conocido el valor de lo desconocido, a lo finito la apariencia de lo infinito». Desbordamiento de la vida en la poesía, pero también de la poesía en la vida. Lo romántico parece brotar, en buena medida, bajo el signo de la expectativa constante: de ahí el acierto de la cita de «El archipiélago», de Hölderlin, que da título al libro. Constatamos una y otra vez esa voluntad de que nada quede fuera de la escritura: ni lo serio ni lo cómico, ni lo sublime ni lo grotesco, ni lo culto ni lo popular. Respecto a esto último, hay que destacar que la necesidad de Alemania de afirmarse como una nación sin serlo todavía lleva en gran medida a buscarse en el espejo de una literatura popular, a medias descubierta, a medias inventada, por románticos como Arnim o Brentano en El cuerno mágico del muchacho y cuyas recreaciones también son recogidas en esta selección. El carácter proteico del Romanticismo aparece bien ejemplificado en el concepto de Witz, tan difícil de interpretar y que lleva a García Román a transcribir sin más la palabra alemana: aunque su sentido habitual lleva a traducirlo como «chiste» o «broma», se trata más bien de un humorismo radical, que pone en movimiento todo lo estático, todo lo anquilosado, proyectando la finitud en el espejo de lo infinito. No hay que olvidar, por otra parte, que, pese al desplazamiento semántico que se va produciendo a finales del siglo xviii y principios del xix, por el que la palabra «poesía» acaba reduciendo su significado a la acepción actual, todavía en estos momentos la terminología es fluctuante y «poesía» a menudo se utiliza como sinónimo de lo que hoy llamamos «literatura». Ahí se inscribe el interés por la prosa que mostraron los románticos, gracias a los cuales la novela alcanzó la dignidad teórica de la que había carecido en épocas anteriores. Aunque en esta selección es estrictamente poética, en la acepción actual del término (con excepción de los breves textos teóricos finales), esa libertad de tonos y lenguajes se aprecian bien en sus versos, concebidos en más de una ocasión no para formar parte de una colección de textos líricos, sino para integrarse en prosas, novelescas o no.
Ese doble movimiento de la vida a la poesía y de la poesía a la vida hace pensar si el Romanticismo no sólo está en el origen de la tradición más sólida de la lírica moderna, continuada por el simbolismo, sino también en esa tendencia que encontraremos en vanguardias como el surrealismo o en movimientos contraculturales (también en cierta antipoesía) que busca borrar los límites entre arte y no arte, hacer de la existencia misma una obra artística: un sueño que tiene asimismo una dimensión política, que parece apuntarse ya en la sorprendente búsqueda de una «mitología de la razón» en el llamado programa más antiguo del idealismo alemán (aquí atribuido a Novalis, en contra de la opinión más extendida que tiende a considerarlo obra de Hegel, Schelling o Hölderlin, o incluso fruto de la colaboración, en su juventud, entre los tres).
Si la selección se abre con el Romanticismo inicial de Jena, lleno de confianza en la libertad del espíritu humano, se cierra, como no podía ser de otra forma, con la voz de Heinrich Heine, que representa en buena medida la disolución del movimiento, tanto por su exacerbación de lo sentimental (sentimental en el sentido habitual del término, pero también en la acepción de Schiller, como reflejo de la escisión entre el yo y el mundo) como por la mueca sarcástica que preside no pocos poemas. Estamos lejos ya de la ironía de un Friedrich Schlegel, que, pese a su poder corrosivo, supone a la postre un reconocimiento de la capacidad del yo para poner en movimiento lo real al tiempo que una apuesta por la infinitud, en cuyo espejo toda forma finita resulta ridícula. La ironía de Heine no descansa ya en una subjetividad fascinada por su propio despliegue, sino que es esa perspectiva incierta de un sujeto que trata, a través de la intensificación de las emociones, asegurarse en vano una identidad cada vez más quebradiza. Un poema como «Los dioses de Grecia» parece, en un principio, la antítesis de las grandes elegías de Hölderlin. Y, sin embargo, la nostalgia por el mundo antiguo no ha desaparecido del todo, aunque ya no arrastra tras de sí ninguna confianza en restaurar un clasicismo que se da por definitivamente fallecido: «Y al ver los vaporosos y cobardes / que son también los dioses que os ganaron, / los monocordes dioses de nuestra nueva era, / su malicia en humilde pellejo de cordero, / entonces un rencor oscuro me domina / y quisiera romper los nuevos templos / y luchar por vosotros, viejos dioses […]». Las ruinas góticas y las de las moradas de las antiguas divinidades parecen darse la mano en esa conciencia de lo fragmentario, que es seña de la subjetividad moderna. Una conciencia del fragmento que, sin embargo, todavía en el Romanticismo inicial, albergaba la confianza de ser parte de un todo. Una fe que perdura todavía en un Eichendorff: «En cada cosa duerme una canción / en cada cosa, sueña que te sueña, / tú di tan sólo la palabra mágica / y el mundo se alzará y cantará». El sueño de Novalis («cuando el mundo recobre / la libertad y vuelva a ser el mundo»), que se inscribe plenamente en esa ley de la analogía que Octavio Paz destacó como uno de los rasgos centrales del Romanticismo, se ha roto y sólo puede pensarse ya como irredimible añoranza.