Paul Preston
Un pueblo traicionado. España de 1874 a nuestros días. Corrupción, incompetencia política y división social
Traducción de Jordi Ainaud
Editorial Debate, Barcelona, 2019
776 páginas, 27.90 €
«Esta es otra obra escrita por un historiador británico que ama a España y que se ha pasado los últimos cincuenta años estudiando su historia», nos dice el autor, Paul Preston, en la introducción de su sólido trabajo. También aquí nos informa de que su libro se inspira en el espíritu de Richard Ford, pero puntualiza que no comparte la interpretación simplista que se desprende de sus comparaciones entre una España oscurantista y una Gran Bretaña ideal. Por otra parte, entre los muchos españoles en los que también se apoya, Preston cita nombres como Lucas Mallada, Ricardo Macías Picavea, Joaquín Costa, Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, personajes que forman parte de la llamada tercera España, tantas veces arrinconada y, en la actualidad, nuevamente achicada.
Este hispanista reconoce que la rica y trágica historia de España puede abordarse desde múltiples perspectivas y, en este caso, él trata de narrar las deficiencias de la clase política española. Su trabajo arranca con la restauración de los Borbones y Alfonso XII en 1874 hasta el inicio del reinado de su tataranieto Felipe VI en 2014. Su intención es ofrecer una historia completa y fiable de España haciendo hincapié en la forma en que el progreso del país «se ha visto obstaculizado —afirma con todo convencimiento— por la corrupción y la incompetencia política y demostrando que estas dos características han provocado una ruptura de la cohesión social que a menudo se ha tratado y exacerbado mediante el uso de la violencia por parte de las autoridades». Al profundizar en esta etapa de nuestra historia, Preston constata que, durante la Restauración, y todavía más, con la dictadura de Primo de Rivera, la corrupción institucional y una sombrosa incompetencia política fueron la norma, «lo que allanó el camino —escribe— para la instauración de la primera democracia en España: la Segunda República». Seguidamente comprueba que desde su instauración en 1931 hasta su fin en 1939, la corrupción fue «menos tóxica», aunque con esta afirmación no quiere decir que no existiera. Una muestra contundente de la misma es la figura de Juan March, que estuvo siempre detrás de la gran corrupción de la dictadura de Primo y permaneció activo durante la República, así como en las primeras décadas de la dictadura franquista. Otro tanto puede decirse de Alejandro Lerroux, un destacado político republicano que estaba a sueldo de March.
Tras tres horribles años de Guerra Civil, para Preston, la victoria del general Franco «supuso el establecimiento de un régimen de terror y pillaje —dice textualmente— que les permitió, a él y a una élite de secuaces, saquear con impunidad, enriqueciéndose, al mismo tiempo que daban rienda suelta a la ineptitud política que prolongó el atraso económico de España hasta bien entrados los años cincuenta». Considera que el desastre de la autarquía fue clave para el atraso de nuestro país, hasta que en 1959 convencieron al dictador para que dejara en manos de otros la economía. Preston también señala que igualmente perjudicial para los intentos de España de alcanzar la modernidad fue la rémora de la Iglesia católica que, en las guerras civiles de los siglos xix y xx, siempre tomó partido contra las amenazas del liberalismo y la modernización. Efectivamente, asediada por un violento anticlericalismo popular y empobrecida por la desamortización de sus tierras en las décadas de 1830 y 1850, la Iglesia se alió con los poderosos. Llegados al siglo xx, la historia de la Iglesia en España es paralela a la del propio país. Casi todas las grandes convulsiones políticas de un periodo turbulento tuvieron su trasfondo religioso y «la jerarquía eclesiástica —puntualiza el autor— desempeñó en ellas un papel crucial y a menudo reaccionario».
La primera parte del libro dedica un destacado espacio a la figura del cacique y a los caciques poderosos que controlaban provincias enteras. A escala provincial, este personaje era un intermediario privilegiado entre el Gobierno y los votantes. En los comienzos del siglo xx, Joaquín Costa denunció el caciquismo y la oligarquía como los principales problemas de España. Comparó al cacique con un cáncer o un tumor, una excrecencia antinatural en el cuerpo de la nación. «Por eso —decía— la clase política había podrido y arruinado a España mediante el caciquismo y sus prácticas corruptas, al obstruir las fuerzas del progreso y mantener así a la nación sumida en la servidumbre, la ignorancia y la miseria».
El austero conservador Antonio Maura reaccionó a estas críticas con un intento de reformar la política española entre 1900 y 1910, mediante lo que se dio en llamar «la revolución desde arriba» con la intención de impedir que estallara una revolución catastrófica desde abajo. Así, en abril de 1903, en calidad de ministro de la Gobernación del gabinete Silvela, Maura supervisó las primeras elecciones «limpias» de la Restauración. «Abrió un boquete en las redes clientelares —escribe Preston— con el nombramiento de gobernadores civiles sin vínculos con los caciques locales». También el antiguo monopolio del poder político por parte de la oligarquía terrateniente quedaba cada vez más debilitado por la modernización industrial, pero los oligarcas no estaban dispuestos a rendirse con facilidad.
En la segunda década del siglo xx, Preston apunta un breve tiempo en el que los obreros, los capitalistas y los militares parecieron unirse para limpiar la política española de la corrupción del caciquismo. «En el improbable caso —puntualiza— de que ese movimiento de tres frentes hubiese logrado crear un sistema político capaz de permitir un ajuste social, podría haberse evitado la guerra civil». De esta etapa histórica destaca como un factor importante a tener en cuenta, la frivolidad patente del rey y la difusión de la misma con la publicación del libro de Blasco Ibañez Alphonse XIII démasqué, publicado en varios idiomas e introducido de forma clandestina en España en grandes cantidades. El relato de sus actividades de ocio y esparcimiento —polo, vela, juegos de azar, carreras de caballos, mujeres…— contrastaba con las constantes lamentaciones del rey por su teórica pobreza. Alfonso, que gastaba mucho más de lo que recibía de la generosa asignación del Gobierno, también estaba involucrado en negocios corruptos y había avalado con su nombre varias empresas turbias.
En septiembre de 1923, Primo de Rivera publicó un manifiesto contra el nepotismo y la corrupción del sistema político de la monarquía constitucional e invitaba al pueblo a denunciar toda «prevaricación, cohecho o inmoralidad» con la promesa de abrir un «proceso que castigue implacablemente a los que delinquieron contra la patria, corrompiéndola y deshonrándola». Una de sus primeras acciones fue la investigación sobre el tráfico de tabaco a gran escala y que, por tanto, se centró en Juan March. Tras alguna entrevista y diversas triquiñuelas, el mallorquín logró convencer a Primo de que su negocio de tabaco beneficiaría al Estado y de que el régimen sacaría más provecho de la colaboración que del conflicto con él. En efecto, poco tiempo después, la empresa naviera de March, la Compañía Trasmediterránea, comenzó a recibir importantes subvenciones del Gobierno, su empresa Petróleos Porto Pi se benefició de un cambio de aranceles de los combustibles y, finalmente, se le concedió en 1927 el monopolio estatal de tabaco en Marruecos. Otras medidas que adoptó el régimen ostensiblemente dirigidas a erradicar el caciquismo también consolidaron el sistema y permitieron la supervivencia de la corrupción. En cuanto a ministros, altos cargos militares y elementos del partido único, la Unión Patriótica, no dudaban en utilizar su posición para conseguir sinecuras u obtener lucrativos contratos gubernamentales. Preston observa que, a medida que pasaba el tiempo, la corrupción gubernamental se hacía cada vez más habitual, «por no decir frenética —escribe—, ya que era evidente que el régimen tenía los días contados». Sin embargo, entre los puntos positivos de la dictadura, aquí se apuntan: los incrementos salariales, la mejora de los servicios sociales y la reducción del paro, y el impulso a la construcción de viviendas baratas, medidas que contribuyeron a neutralizar la radicalización de la clase obrera, al disfrutar ésta de cierta prosperidad.
Durante los años de la Segunda República, la corrupción de Juan March no cesó. Tuvo sus problemas y persecuciones pero con su poderío económico siempre consiguió salir a flote. La República tenía un enemigo fabulosamente rico y poderoso, hasta tal punto que, Jaume Carner llegó a expresar en las Cortes: «O la República le somete o él somete a la República». Otro de los puntales de la corrupción durante los años republicanos fue Alejandro Lerroux. De él y sus diputados Azaña decía que crearon una oficina, que él llamó de «alumbramiento de empleos», para distribuir favores estatales, monopolios, licitaciones públicas, licencias, etcétera.
Tras los tres dramáticos años de la Guerra Civil, Preston afirma que la corrupción estaba en todas partes. Parece ser que cuando el utópico poeta falangista Dionisio Ridruejo fue recibido por Franco después de regresar de la División Azul, informó que, entre sus compañeros, había muchas críticas a la corrupción en España, a lo que Franco respondió sin inmutarse que, en otros tiempos, los vencedores eran recompensados con títulos nobiliarios y tierras, pero como eso era difícil entonces, tenía contentos a sus seguidores haciendo la vista gorda ante la venalidad. Es decir, veía la corrupción como un mal menor sin importancia. Poco después de la Navidad de 1949, el general Varela le propuso a Franco que pusiera coto a la corrupción del régimen otorgando más libertad a la prensa y a las Cortes. El generalísimo objetó que las consecuencias negativas serían peores. «La corrupción —comenta el autor— era un instrumento central de su poder». Estas páginas también hablan de la corrupción de la familia Franco, que aumentó de forma significativa cuando su hija Carmen se casó en 1950 con el doctor Cristóbal Martínez Bordiú. Después de 1953, el Caudillo dejó cada vez más a otros la monotonía del gobierno cotidiano y siguió haciendo caso omiso de la corrupción, ya fuera de sus cargos políticos o de su familia, eso sí, siempre que los corruptos le demostraran una lealtad absoluta. Finalmente, Preston afirma que Franco murió rico, con una fortuna de unos cuatrocientos millones de euros, a precios de 2015.
Del periodo de la Transición, el autor nos cuenta que, a pesar del contexto hostil legado por Franco, se consiguió crear un marco constitucional y unas estructuras de autonomía regional con considerable espíritu de abnegación y cooperación. A pesar de los enormes obstáculos del golpismo y el terrorismo, con las elecciones de octubre de 1982, la transición se dio por terminada. La clase política tenía que empezar a enfrentarse a problemas sociales y económicos a largo plazo, así como a las divisiones relacionadas con el legado de la Guerra Civil, las hostilidades entre el nacionalismo español y los periféricos, y la lacre permanente de la corrupción.
En las elecciones de 1982, el PSOE consiguió una holgada mayoría absoluta. Se hicieron cosas positivas pero no dejó de facilitarse la corrupción, hasta el punto de que llegó a afectar a la práctica totalidad de las instituciones del país, desde la monarquía hasta los principales partidos políticos, pasando por la banca, la patronal, los sindicatos y las administraciones locales. Los muchos escándalos llevaron al declive y hundimiento del Partido Socialista. Seguidamente, Aznar llegó al poder con el compromiso de ofrecer un «Gobierno limpio». Sin embargo, los nombramientos —a menudo, de sus amigos personales— pusieron en tela de juicio la sinceridad de su lucha contra la corrupción. Las cotas de corrupción que se han llegado a alcanzar mientras el PP ha estado en el poder tampoco se han quedado cortas. En estas páginas se recogen, con detalle aunque de forma sintética, los asuntos más importantes. Otros partidos, aparte del PP y el PSOE, han estado asimismo involucrados en prácticas corruptas. El caso de CIU y los delitos de la familia Pujol tal vez sea el más pasmoso.
La indignación de la opinión pública por la corrupción generalizada de la clase política y su ineptitud ha ido en aumento en los últimos años. Urge, más que nunca, que se resuelvan ambos morrocotudos problemas para que nuestra sociedad funcione con saneada marcha. Paul Preston así lo desea, nosotros también.