Manuel Cruz:
La flecha (sin blanco) de la historia
Anagrama, Barcelona, 2017
232 páginas, 18.90 €
POR MANUEL ARIAS MALDONADO 

 

Filósofo de aquilatada trayectoria, Manuel Cruz ha regresado una y otra vez a sus principales preocupaciones, que ha tenido el acierto de abordar desde distintos ángulos. Entre ellas, ninguna ha tenido más presencia en su obra ensayística que la historia: la relación de los seres humanos con el pasado y sus consecuencias sobre el futuro. Y con fortuna: si obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 2005 con Las malas pasadas del pasado y el Jovellanos de Ensayo en 2012 por Adiós, historia, adiós, en esta ocasión es el Premio de Ensayo Miguel de Unamuno el que sirve de ornamento al interesantísimo libro que aquí reseñamos. Su tema está insinuado en su título: lo que pasa con la historia cuando ésta pierde su objetivo. O, si se quiere, cuando nos quedamos sin futuro en el sentido moderno: el lugar donde se realizará la promesa ilustrada de la justa prosperidad universal.

No es así de extrañar que la premisa del libro sea el «retorno del pasado» en distintas formas; quien se queda sin futuro dirige su mirada en otra dirección. De ahí, sugiere Cruz, que nos hayamos aficionado tanto a reivindicar la memoria: histórica, colectiva, personal. Para comprender adecuadamente este fenómeno, el autor ofrece una tipología de la memoria a partir de los usos para los que sirve o se hace servir. La variedad es notable: la memoria que enseña, cuando la proyectamos sobre los acontecimientos del presente; la memoria que legitima, como sucede con las víctimas acreditadas de desgracias o discriminaciones pretéritas; la memoria que repara, por medio de las distintas formas de la llamada justicia transicional, o incluso cura tras el duelo pertinente; así como, por supuesto, la memoria que libera a través de la agitación de las conciencias dormidas. Nada de lo cual tiene mucho que ver con la memoria en sentido propio, como nos advierte Cruz; en todos estos casos, es el presente el que hace decir al pasado lo que más le conviene, sin dejar que el pasado hable por sí solo. Esto es un sinsentido: el futuro no puede estar determinado por el pasado, sino perfilado por el presente a través de la acción política. Tal es, sin duda, una de las tesis más concienzudamente afirmadas en el libro, a saber, que la política tiene —¡debe tener!— prioridad sobre la historia. Esta última no debe mitificarse, sirviendo como medio para un fin, ni mistificarse, poniéndose al servicio de la legitimación del presente; lo que corresponde es aceptarla como una entidad plural y heterogénea que no admite atajos ni simplificaciones.

Para Cruz, la modernidad nos ha dejado un problema peculiar que encontramos también a menudo en la biografía de los individuos: una obsesión por las promesas incumplidas que termina desembocando en el desencanto, si no el resentimiento. Sin duda, es una de las causas que nos ayudan a explicar el inquietante regreso del populismo y el nacionalismo. De ahí que lo urgente sea «reabrir el debate acerca del futuro», incluyendo la fundación de nuevas promesas. Pero no son pocos los obstáculos que se interponen en ese camino. Y entre las mejores páginas del presente ensayo se cuentan las dedicadas a analizar uno de ellos: el creciente protagonismo de la víctima. La víctima sería aquí un obstáculo, por cuanto se ancla en el trauma, convertido en «soberano anónimo» que instituye un orden. Y el trauma es rentable porque apelar a él justifica que individuos y grupos orienten su acción hacia la recuperación de aquello que les fue arrebatado injustamente; lo fuera de hecho o no. Si se avanza hacia el futuro, es mirando por un espejo retrovisor que se mantiene pendiente del pasado. No quiere esto decir que los traumas no merezcan la debida atención; el problema está en convertirlos en algo inefable o inabordable, inhibiendo un análisis histórico desapasionado susceptible de arrojar luz sobre los hechos en todo detalle y dejando a un lado los sentimentalismos. En palabras de Todorov, es la historia con mayúsculas la que nos ayuda a disipar la ilusión maniquea en la que con frecuencia nos encierra la memoria.

Con todo, el problema del pasado no es nada comparado con el del futuro. Para Cruz, uno de los rasgos más singulares de nuestra época, capaz incluso de diferenciarla de otras, es que el desarrollo tecnológico posee tal calibre que «se nos ha difuminado la línea que separaba el presente del futuro»; al menos, cabría matizar, en los países desarrollados. Y aquí es donde emerge el asunto central que se ventila en el libro: el agotamiento de la modernidad. Ya que habría cundido hoy la sensación de que esta última, más que un proyecto inacabado y, de hecho, inacabable, es un proyecto abortado: las viejas esperanzas que sobre ella fueron depositadas jamás podrán hacerse realidad. En este contexto, si la menor propuesta de cambio es descalificada como radical o antisistema, sugiere Cruz, las utopías pierden su antigua condición de estímulo para la «práctica emancipadora». Esta banalización, irónicamente, ha hecho la utopía más democrática: «La utopía, entendida como ilusión abstracta situada en una posición de absoluta exterioridad, indiferente a sus condiciones de realización, puede ser utilizada incluso por el más reaccionario de los pensadores en la medida en que no plantea, por definición, la cuestión del presente en cuanto objeto de transformación posible».

Se entiende que nuestro autor habla de una transformación concertada colectivamente, el resultado de una decisión consciente y meditada acerca de aquello que haya de cambiarse en el presente con el propósito de mejorarlo. Este matiz es relevante, pues el presente no deja de transformarse de manera a veces dramática. Si bien lo hace de forma en apariencia autónoma: como si nadie decidiese nada y fuéramos, todos, víctimas de una historia sonámbula. El cambio social sería entonces, si se admite la idea, más liberal que democrático: proviene de la compleja interacción de eso que Weber llamaba «esferas de valor» (cultura, economía, derecho); interacción que, como luego nos enseñó Luhmann, no puede sujetarse fácilmente a reglas fijas ni ser objeto de decisiones democráticas directas. Pero que no sea fácil no significa que sea imposible, ni que los Gobiernos (democráticos o no) padezcan de una completa impotencia política. Pensemos en la tecnología a la que se refiere el autor: si su existencia responde, en primera instancia, al modo de ser de la especie, sus formas históricas dependen, en buena medida, de las condiciones institucionales que hacen posible —o bloquean— la innovación, pues sólo así podemos explicarnos que los gigantes digitales hayan emergido en Palo Alto y no en Jaén. Y, por más que su difusión posterior necesite del mercado, éste no es lo único que explica su difusión; la cultura también cuenta. Para colmo, la política puede limitar los efectos negativos de la tecnología e incluso estimular la creación de novedades técnicas socialmente deseables (como sucede con las tecnologías medioambientalmente sostenibles). Ante una realidad tan intrincada, en definitiva, quizá no nos desempeñemos tan mal como pensábamos y el problema consista, ante todo, en aceptar que nuestra capacidad de ordenar a voluntad una sociedad compleja es, a la fuerza, limitada.

Precisamente porque no lo aceptamos con facilidad, puede Cruz señalar, no sin melancolía, que lo que no podemos seguir haciendo es hablar de nosotros mismos como «sujetos de la historia»: aunque volvamos a leer a Marx. Ya no tenemos en nuestras manos las riendas de la historia, añade el autor, que estarían ahora en manos de otros: seremos, entonces, «sujetos pacientes» de lo que hagan otros agentes. Pero tan dudoso es que en el pasado tuviéramos efectivamente esas riendas como que alguien distinto e innominado las tenga ahora, ya se lo llame el poder o los poderes. Asunto distinto es que el mundo globalizado e interconectado de hogaño se presente, a nuestros ojos, como más resistente a la intervención política que las sociedades de antaño; sociedades que, por presentar menor escala y complejidad, admitían de entrada un mayor margen de decisión. Pero no exageremos: los maoríes australianos debían pensar que controlaban su destino hasta que un buen día desembarcó frente a ellos el capitán Cook.

Se entiende así, perfectamente, el propósito de autor cuando habla de la necesidad de rehabilitar de manera cautelosa la utopía, concebida de manera sencilla como un horizonte de posibilidad; una idea que atribuye a los hombres voz en la conformación de su propio futuro. Ahora bien, frente al carácter rígido de las utopías tradicionales, organizadas de manera racional como sociedades cerradas, el rasgo definitorio de la utopía de nuestros días sería —siguiendo en esto a John Gray— la indeterminación. No en vano, Cruz insiste durante el libro en la necesidad de volver a ver el pasado como el lugar de la contingencia, o sea, como ese momento en el cual el futuro —que es nuestro presente— no se encontraba prefijado. Así las cosas, ¿cómo no abrir también el futuro a la contingencia y, por tanto, a la esperanza? Tal como señala el autor, «La utopía —o, en general, cualquier proyecto con voluntad transformadora— ha adquirido de un tiempo a esta parte una tonalidad nostálgico-melancólica, alojándose su contenido ya no en el futuro, sino en el pasado».

No es Cruz el único observador que lamenta el debilitamiento de la idea de progreso, con el que la vieja utopía mantenía un vínculo implícito pero indisoluble. Si la expectativa de progreso salta por los aires, ¿cómo mantener viva la «esperanza social» de la que hablaba Rorty? Aunque, a su vez, si el progreso es indispensable para la utopía, ¿no seguiremos hablando de una utopía típicamente moderna donde el bienestar material se asume como algo dado de manera aproblemática? Y sabemos, tras la crisis económica, que la prosperidad que exigen los ciudadanos no puede lograrse mediante un ucase presidencial o la mera invocación de la «voluntad política». Así que quizá la dificultad no estriba tanto en concebir futuros alternativos como en hacerlos viables tras el rotundo fracaso del ideal comunista. Quizá por eso el autor concluya que el nuevo horizonte utópico consista en la plena realización del Estado de bienestar o de la democracia, a su juicio amenazados «por el actual orden económico». De ahí también su llamamiento a hurgar más hondamente en el pasado, a fin de encontrar en él posibilidades no realizadas que nos sirvan hoy para renovar la imaginación utópica. Si bien, y su advertencia es más que sensata, sería aconsejable dejar de lado el providencialismo que caracterizaba a la vieja concepción de la historia lineal y determinista: nada está escrito, aunque todo esté por escribir.

Para Cruz, el mundo se ha endurecido de forma extraordinaria y eso nos acerca al sueño conservador de la supresión de la política. Es la política, aquejada en nuestros días del mal de la espectacularización, lo que es preciso recuperar. Sin embargo, es aquí donde el ensayo de Cruz se muestra tan inteligente en sus formulaciones como previsible en sus fórmulas, pues no está claro qué significa exactamente recuperar la política: ¿acaso no lo hacen los populismos, de Trump al brexit? Del mismo modo, su lúgubre diagnóstico del estado de la sociedad mundial se compadece mal con los datos proporcionados por los estadísticos: la humanidad no estaría en una situación tan lamentable como nos parece si nos detenemos a considerar en frío los indicadores correspondientes. Tal vez el problema estribe en que no hemos logrado reemplazar la creencia ciega en una historia infalible por una comprensión más madura y paciente de los mecanismos del cambio social: hemos pasado de creer en el progreso a descreer del progreso, sin que concurra razón suficiente para ello. A contrarrestar esta desesperanza podría ayudarnos la política que invoca el autor de este sugerente ensayo, pero a condición de que ella misma conozca rectamente el tiempo más elusivo de todos: el presente.