Durante mi estancia en la Academia de España en Roma, la coreógrafa y bailarina La Ribot (Madrid, 1962) se estableció durante un par de semanas en la casa para elaborar in situ tres de sus Piezas distinguidas. En esos días nos conocimos y me mostró una grabación de la fascinante Happy Island (estrenada en 2018), firmada por ella misma con la asistencia de los portugueses Dançando com a Diferença. Tras su visionado, repasé por internet el recorrido que había tenido la pieza y encontré sorprendentes descripciones de la misma.
Las intenciones de los programas de mano deberían ser dos: servir como introducción a la compañía y servir como introducción a la obra. Pero parece, dado las artificiosas, presuntuosas y pleonásticas referencias psico-socio-político-culturales que se suelen leer en dichas sinopsis, que mucho me equivoco. Agradecería que se esculpiera en piedra que Happy Island es un espectáculo sensual y cabrón que aconsejaría a amigas y a enemigas, a chicos y a grandes, a fachas de izquierdas y a fachas de derechas. Sin embargo, la comunicación institucional desplegada desde los teatros que han acogido la pieza no invita sino a vomitar. Desvergonzadamente ponen el énfasis sobre la discapacidad (tratándola como un hecho natural) de los intérpretes en escena, apelando a la compasión desde antes de que se apague la luz de sala. El tono capacitista campa a sus anchas de Berlín a Barcelona, de Ginebra a París, de Madrid a Lisboa. Ombliguistas y megalómanos como sólo pueden llegar a ser los programadores culturales, no se les ocurre pensar que esa compasión que nadie les ha implorado se la pasan los bailarines de Happy Island por el coño y por los huevos. De esos coños, de esos huevos y de ese márquetin cultural capacitista vengo a hablar en este artículo.
Programa de mano
No les hagan ustedes ni puto caso a los programas de mano de Happy Island, pieza de La Ribot y de Dançando com a Diferença estrenada en 2018 en Festival de la Bâtie, Suiza, quienes además de acoger la premier fueron productores del espectáculo y ya, la primera, en la frente: «En el origen de Happy Island está el encuentro entre La Ribot y la compañía portuguesa de danza inclusiva Dançando com a Diferença. En la isla de Madeira, donde tienen su sede, Henrique Amoedo y sus bailarines viven con las puertas abiertas: aquí, cualquiera puede venir cuando quiera, el ambiente es alegre y sencillo». Sencillo una mierda, y alegre… ¡pues, hombre, unos días más y unos días menos! Pero con lo que se les fue la olla amelística a los suizos fue con lo de que viven «a puertas abiertas», porque si a los intérpretes de Happy Island les dejas la puerta abierta muy probablemente harán lo mejor que se puede hacer en esos casos: coger e irse. Por no mencionar la guarrería de nomenclátor ese de «danza inclusiva». Por no mencionar el paternalista «Henrique Amoedo y sus bailarines». Hasta el mismísimo Amoedo sabe que los bailarines son de sí mismos y de nadie más, y, lo que es todavía mejor, sabe muy bien que cuando bailan y se olvidan de todo menos de bailar, ya ni a ellos mismos se pertenecen porque están alegremente (ahora sí) colocados.
Una semana después del estreno actuaron en La Casa Encendida, Madrid. Por supuesto, una capital imperial no iba a quedarse corta en su programica de mano. Después de repetir la retórica teletúbica suiza, añaden: «Cinco bailarines profesionales con discapacidad física e intelectual, se entregan en escena con total libertad en esta oda a la imaginación, al alborozo y a la existencia en sus formas más variadas». ¡Qué revolucionarias e igualitaristas se creerán las habitantes de esta encendida casita (la casa que más ilumina es la que arde) por decir que se puede tener discapacidad, profesionalidad y saber dancístico al mismo tiempo! ¡Anda ya, chavalas, que lo único que os sale por la boca son eufemismos, progresía y gestión cultural, que os habéis creído (porque, de hecho, la habéis creado) que la discapacidad es un fenómeno natural, cuando en realidad es un invento del MercaEstado! «Total libertad», escriben, como si de venta de crecepelo se tratara (y es que, de hecho, se trata), como si los creadores e intérpretes de Happy Island no padecieran (y provocaran) conflictos.
Saltamos unos cuantos bolos y llegamos al Festival de Otoño de París, donde se representó en 2019. «La pieza, que es un testimonio vibrante de la vida y un homenaje puro a la alegría de la danza, ofrece una mirada de celebración a la belleza inédita de estos cuerpos emancipados cuya fuerza impulsora proviene de su indisciplina». Jauja prosopopéyica total: vida, alegría, celebración, ¡belleza inédita!, ¡cuerpos emancipados! ¿Qué quiere decir la élite dancística europea cuando habla de «cuerpos emancipados» y de «indisciplina»? ¿No nos estará revelando ese secreto a voces que asimila danza con obediencia, danza con «cuerpos cautivos»? ¿No estará dando por hecho que los bailarines de Happy Island, por no proceder de las enseñanzas escénicas institucionales o institucionalizadas, carecen de ese saber dancístico (imprescindible para hacer carrera) llamado obediencia? ¿No estarán los franceses exotizando a los intérpretes de esta pieza, tratándolos, robinsoncrusianamente, de buenos salvajes?
Y ahora, señores y señores, niñes y niñes, la traca final. Los días 24 y 25 de abril de 2021 Happy Island estuvieron en el Mercat de les Flors, Barcelona, y los catalanes lo han anunciado así: «(…) una pieza comprometida y humanista que desafía las ideas preconcebidas de las personas con discapacidad física y mental. Un grito a la vida desde la diferencia, reforzando la autonomía y la capacidad de desear de las personas con discapacidad». ¡Vamos que nos vamos! ¡Vayan a ver la pieza no porque sea un piezón sino porque así ayudan a eso que el poder capacitista llama «personas con discapacidad», que, por supuesto, son distintas a usted! ¡En usted, espectadora, no hay diferencia, es un ser homologado (¡cuidado, que quizás lo es: enhorabuena!)! ¡Vayan no a ver una obra cargada de tensión sexual, de sexo alegremente consumado y de desolación cuando no se consuma, vayan no a ver una obra de la que saldrán con ganas de besarse con todo el mundo, no vayan a eso sino a «reforzar la capacidad de desear» de los intérpretes! A ver los violeteros del mercaíllo las flores: ¿se puede tener tan poca vergüenza como para decir que es el público el que va al teatro a servir a los artistas? ¿Se puede gastar tanta conmiseración como para destacar de una pieza que su principal valor es que prepararla, girarla, ponerla en escena y recibir la mirada del público (oh, esa siempre limpia y siempre informada mirada del público) «refuerza» a los bailarines?
¿Soy yo o el programa de mano está diciendo «vayan al teatro a hacer una labor social»? ¡Ni Bárbara Matos, ni Joana Caetano, ni Maria João Pereira, ni Sofia Marote, ni Pedro Alexandre Silva, ni María Ribot necesitan al público para nada! Es más, ¡es que el público hasta les estorba, porque si el público no estuviera delante, si no existiera la exigencia temporal y económica de que los espectáculos duraran una hora, si las producciones de danza contemporánea no nadaran en la miseria y pudieran tener elencos de veinte bailarines, si la moral que nos gobierna nos permitiera autodeterminarnos sexualmente, Happy Island no sería una pieza que ustedes podrían ver en el Mercat! Sería una orgiástica aventura intelectual en Madeira. Sería una intelectual aventura orgiástica en los neblinosos bosques atlánticos que Raquel Freire utiliza para la película que en Happy Island se proyecta, unos paisajes que a mí me recuerdan a las campiñas inglesas de Barry Lyndon, no tanto por la forma (tan distinta), sino por el drama que presagian.
No hagan caso, por favor, a los programas de mano que en sus manos caigan, potencial querido público. Háganse el favor de no intoxicarse (más) con la palabrería que despliegan los centros del poder cultural para tapar su incompetencia y su esnobismo. Los programadores, los gestores culturales, no son sino fingidores profesionales: su trabajo consiste en aparentar que siempre tienen el control. Happy Island es un claro ejemplo de cómo hacerles perder los papeles y cómo hacerles decir las tonterías que siempre callan pero que verdaderamente piensan.