Fernando Navarro
Malaventura
Impedimenta
190 páginas
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

Supongo que una mayoría de lectores de Malaventura compartirán conmigo una fuerte sensación de extrañeza. La primera causa proviene nada menos que de la indefinición genérica de la obra. A estas alturas de la historia de la prosa narrativa estamos ya curados de espanto por las transgresiones de los modelos clásicos y por las innovaciones que han ido tanteando nuevos rumbos a lo que anteayer todos entendíamos como novela. Pero es que Fernando Navarro, hasta ahora guionista de cine, lleva a cabo un planteamiento rupturista que afecta a una variedad de cuestiones o aspectos de la ficción, además de a esa cualidad formal. El libro, tan pulcramente editado como siempre por la editorial Impedimenta, no dice qué sea la obra que se publica. ¿Es una novela fragmentada? Motivos hay para pensarlo: ciertos rasgos estilísticos repetidos, algunas coincidencias en el tipo de protagonistas y personajes o un ambiente árido y fantasmal generalizado. Sin embargo, la autonomía de las historias permite también considerarlo como un volumen de cuentos. 

Quizá he calificado con excesiva rotundidad como rupturista la actitud de Navarro. Tal vez no sea ese impulso sino un deseo de escribir por completo a su aire lo que determina la peculiaridad y consecuente rareza de los otros componentes de su escritura. Empezando por su condición interna. Malaventura pertenece a un género hoy poco frecuente, el drama rural. Encontramos un mundo de pasiones primitivas y de pobreza, real y a la vez alegórico, y marcado por sendos rasgos espacio-temporales: una tierra legendaria aunque tenga un anclaje geográfico verista y una cronología imprecisa, también con notas veristas pero como al margen del calendario. La otra gran peculiaridad procede del recurso lingüístico de utilizar las formas conversacionales. Todo el libro transcribe reproducciones fonéticas populares: «perdío» (“perdido”), «ahogá» (“ahogada”), «tó», «tós» (“todo”, “todos”), «pa decir ná más» (“para decir nada más”), «mu» (“muy”), «asín» (“así”), etcétera, etcétera. A estas formas se añaden la frecuentísima terminación «-ico» en calificativos y nombres propios que sirve de marca geográfica más que de diminutivo afectivo y abundante léxico popular. Este manejo de la lengua fue un rasgo estilístico básico de la literatura social del medio siglo, un gran marcador socio-cultural, pero aquí no está al servicio de una explícita y concreta denuncia socio-política. Lo cual, insisto, redunda en la impresión de rareza de Malaventura.

A estos aspectos externos se suma una imaginería anecdótica que sorprende también por su diversidad. Hay relatos que apuntan a la invención o a la tradición folclórica. Más o menos dentro de este ámbito se circunscriben un puñado de peripecias: un suicida se salva de la muerte gracias al cuervo que pica y rompe la cuerda de la que se ha colgado en un árbol; los niños de una escuela visitan en el cementerio la tumba de un compañero de clase; delincuentes marcados en la cara matan sin piedad; la maldad instintiva de un chico, asesino a sueldo, se pinta a través de una etopeya inmisericorde; el tullido en un accidente llora al recordar a sus dos hermanos gemelos desaparecidos; se hallan los restos de una chica cuya desaparición se achaca a unos lobos; la estampa de una mujer barbera…

Otras piezas tienen una base del todo costumbrista: un ajuste de cuentas sádico que un niño contempla con indiferente frialdad; el desplazamiento de los vecinos a un pueblo cercano al suyo original, inundado por la construcción de un pantano (motivo que parece venir de la literatura social) o el brutal guardia civil atormentado por las fechorías que ha cometido con la gente. Un relato, el último, remite si no a experiencias autobiográficas del autor, sí a un mundo de vivencias muy enraizadas en él. El narrador evoca, desde la perspectiva adulta que conduce a una valoración del pasado, escenas de una infancia entrañable en la que veía a su padre en la pantalla del cine local: en una película el progenitor aparecía entre los «desgraciaícos» de la guerra civil americana y en otra hacía de figurante indio en uno de los «spaghetti western» que se rodaban en el desierto de Tabernas. Estos recuerdos se completan con un recorrido esquemático por los reveses que orlaron la vida paterna y la historia desemboca en una aguda sensación de desengaño y fracaso. Lo distintivo de este cuento, en contraste con la dura barbarie explícita de otros, es su gran intensidad emocional (el mundo del cine revivido quizás asuma la sentimentalidad de Cinema Paradiso, la popular cinta de Giuseppe Tornatore). 

Fuera de cualquier encasillamiento, y como muestra palmaria de variedad y gusto vanguardista, hay que poner el brevísimo «Martinete», apenas una página y de aliento más poemático que narrativo. Al amparo del martinete, contundente y seco palo flamenco, y en un vértigo de onomatopeyas fúnebres, el narrador reclama el fuego purificador que liquide para siempre la «sangre envenená» de su estirpe. 

Todas estas peripecias tienen como marco lugares imprecisos pero identificables de la Andalucía oriental, en particular de las provincias de Granada y Almería. No se trata, con todo, de un escenario verista presentado con trazas documentales. No es, en este sentido, Malaventura un libro realista, aunque ese puñado de piezas señaladas se acerquen al realismo convencional. Antes remite a espacios espectrales. Se trata de un territorio mítico, fundacional, terrible, desolado. Una imagen predomina por encima de las peculiaridades locales: el desierto. Y en el desierto estallan la soledad y el abandono; la desgracia y la desigualdad; la violencia gratuita y la muerte. En correspondencia con ese imaginario terrible, los personajes no son seres comunes, o no funcionan en el relato como tales. Por los cuentos —o por la novela, como se quiera— circulan gentes brutales, asesinos sin conciencia, brujos, videntes, bandoleros… También se encuentra la presencia relevante de niños, con un rasgo muy interesante. Los pequeños contemplan esa realidad espantosa desde su propia perspectiva infantil, desnuda y limpia, lo cual aporta un intenso dramatismo a la historia. Aparte de que la mirada de los niños contribuye a establecer una complementaria línea temática al libro que lo convierte en un relato fraccionado de maduración y aprendizaje. 

La variedad de situaciones anecdóticas y la parcialidad de los personajes no son caprichosos. Obedecen a una intención autorial que radica en forjar un clima narrativo, el de una atmósfera imaginaria en la que prevalecen la violencia y las múltiples maneras de humillar y sojuzgar la condición humana. Una atmósfera fantasmal que participa de la alucinación, de lo onírico y visionario. La intemporalidad de las situaciones implica una manera de presentar valores genéricos, porque abarca el pasado y se dilata hacia el futuro. O sea, la experiencia entera de lo humano, en la que sobreabundan las matanzas feroces y gratuitas, la crueldad y la muerte arbitraria. Esta es la imagen global del mundo que plasma Fernando Navarro. 

Ante esa realidad, el autor adopta una actitud revulsiva, pero no es la única en el conjunto de la narración. También hay en ella pinceladas de ternura. Y, en una ocasión destacada, una gran muestra de piedad: la brutal anécdota de la chica desaparecida en «Por las trenzas de tu pelo» remata con un emocionante gesto compasivo por parte del narrador. Todo ello se enmarca dentro de una actitud seminal que vemos sintetizada en la conocida sentencia de la legendaria cantaora flamenca Tía Añica la Piriñaca que se cita en la primera página del libro: «Cuando canto, me sabe la boca a sangre». Uno tiene la impresión de que ante su fantasmagórico desfile de personajes, a Fernando Navarro, cuando escribe, le sabe la tinta a sangre. Las prosas de Fernando Navarro brotan, al igual que el cante, del profundo venero de la pena. 

Ha escrito Fernando Navarro una primera obra narrativa muy arriesgada. El estilo produce la impresión de un cierto manierismo, como si hubiera descubierto un procedimiento y renunciara a controlarlo. La violencia abunda tanto que resulta previsible en cada nueva pieza. Pero estos peligros se conjuran con una señalada virtud, el interés intrínseco de la narratividad que ofrece este puñado de historias. El ramillete de situaciones fabulísticas merece la pena por su anecdotario y originalidad. También debe subrayarse que el autor no ha caído en la comodidad del relato general monocorde, sino que imprime a las piezas un desarrollo rítmico: encajan en el conjunto como variaciones de una composición mayor. Todo esto descubre una sorprendente opera prima que invita a seguir con atención la obra recién estrenada del autor.