Mauro Libertella
El futuro anterior
Sexto Piso
156 páginas
POR MATÍAS CANDEIRA

Hace unos meses, en una entrevista para el programa Los siete locos, Mauro Libertella esgrimía una posible poética personal para la escritura de esta crónica amorosa de la primera juventud y la pérdida: «Si expongo la vida de los demás, me tengo que exponer a mí en un mismo nivel. Si no, es muy fácil […] Al exponer mis miserias, hay también un pacto de honestidad».

El axioma se daba en mitad de una batería de preguntas y respuestas más o menos superficiales sobre el auge de la autoficción, una de las taxonomías más perezosas de todas las que recorren la literatura moderna. Me produjo cierta satisfacción ver al autor del notable Mi libro enterrado mostrando distancia hacia el término, a modo de protección contra la supuesta necrosis de un género que, como una criatura rizomática, lo admite todo. Seamos honestos. A estas alturas, la literatura del yo es ya tanto o más ficticia que como la quieran definir sus próceres, y al igual que ha sucedido con el anuncio de la muerte de la novela –¿cuántas décadas, siglos, edades del universo tiene ya esa proclama altisonante?–, muchos intentan matar al animal, pero es mucho más rápido que ellos. Hasta goza de un descrédito respetable entre quienes dicen estar hartos de ella. Este asunto tiene su eco en nuestro zeigeist digital y en la literatura de las últimas décadas. Es irreversible, me temo. Las redes sociales nos han convertido a todos en productores cinematográficos y literarios de nuestra propia vida. 

Quien lo probó, lo sabe. La veintena es casi siempre un paisaje moribundo lleno de milagros biográficos. Es fácil, demasiado fácil incluso, volver ahí con el veneno licuado de la nostalgia. Tal es el resumen de Un futuro anterior, que por suerte evita toda condescendencia o glorificación de las cartas marcadas del pasado. Lo hace a través de un tono milimétricamente medido para ofrecer distancia e iluminación reflexiva. No hay spoiler posible, puesto que el primer párrafo –magnífico– ya opera como una maqueta en miniatura de este tratado sentimental contemporáneo; tono, distancia, ritmo: todo prefigura las líneas maestras de un amor que se parece a muchos otros, pero guarda en sus huesos algunas buenas lecciones de literatura y estilo. 

«Nos conocimos una de esas noches calurosas y húmedas que definen el tono del verano de Buenos Aires. […] Era una casa vacía, sin mesas ni sillas, las paredes raspadas con colores inciertos, la gente sentada en el piso tomando cerveza del pico, las botellas ahogadas entre hielos en la bañadera y apenas un sillón desvencijado que conquistaron los primeros en llegar».

La coartada de Libertella es tan humilde, afectiva y sensata como su escritura. Si en Mi libro enterrado era el duelo por la muerte de su padre, aquí es la pareja y su arco dramático, un estudio incisivo de la intimidad con el que el autor nunca esconde la cara amarga de su propio retrato y sus decisiones. Tampoco se esfuerza en ocultar el respeto hacia las personas implicadas. No usurpa el relato de Leticia. Evita apropiarse de su voz, y hasta llega a colocar un paréntesis discursivo cuando considera que no le corresponde revelar ciertos detalles. Carrère lo dijo, aunque en puridad no lo haya cumplido y su mujer lo aceche juicio tras juicio para pedirle cuentas por su vampirismo. «La autoficción tiene un límite, uno solo, como en el juramento hipocrático: no hacer daño. No ofender a nadie.»

Este amor, el del libro, se siente real, cercano, con su cotidianidad aplastante, amodorrada cuando llega la tercera parte. Todas las historias de amor son retazos, fulguraciones, afinidades que fluctúan, trozos de magdalena proustiana, frescos para siempre en la boca, que tratamos de armar. El autor excluye cualquier matiz edulcorado. Hace morir a conciencia la espectacularidad o la nostalgia necrófila para dejar paso a la sobriedad narrativa más absoluta, y, por lo tanto, a una cierta sensación de autenticidad. Hay más satélites: con la aceptación de lo accidentado de su relación clandestina con Leticia, viene la pérdida de la inocencia, un mundo que deja cenizas y cierta amargura en la memoria. «Todo el misterio y el brillo de una historia de amor en un taxi perdido, en una historia irrecuperable». El narrador se prepara para dejarlo todo atrás. Se aprende a vivir, viviendo, simplemente, cuenta Mauro. El narrador lo comprueba en sus renuncias y en su amistad con Manuel, malograda por él mismo. Con nuestras afinidades, el rito de paso es similar. «Estamos en pareja para saber lo que es la pareja», dice Mauro, y el lector asiente, complacido. El libro sabe qué hebras sentimentales tocar. 

Un futuro anterior también es la historia de una generación pre Internet, la de Libertella. Nuestra tribu, la de los amigos; las afinidades electivas, la paternidad, la madurez. Todas esas pinceladas las da bien el libro con la condensación rigurosa de sus capítulos, muchos de no más de dos páginas. La historia del narrador y Leticia es también el correlato de Buenos Aires, el último fulgor de la amistad antes de ser conscientes de que hemos crecido y ya no tenemos más que preguntas sin respuesta, la paternidad y la masculinidad, en la tercera parte, donde el autor pierde (a ratos) parte de su capacidad incisiva para dar paso a apuntes demasiado generales, como si quisiera dejarlo para otros libros o ceder el testigo a autores y autoras con más ganas de meter el bisturí ahí. Un futuro anterior está muy lejos de las superproducciones del yo de Knausgård o Carrère, fascinantes ególatras que, con sus defectos, han llevado al género a territorios fértiles, aunque solo sea por eso de tentar a los dioses, creerse el ombligo del mundo y publicar mamotretos de alta literatura. Libertella ha elegido aquí una escritura mucho más humilde, contenida, casi aforística para el arco dramático del narrador y Leticia, su constitución como pareja, primero desde la infidelidad, y después, con la modorra burguesa: buscar una casa, reformular los afectos, tener una hija y aceptar el duelo por el pasado. 

A veces, esta cautela discursiva le pasa factura. La escritura puede pecar en determinados capítulos de ser demasiado cerebral, celosamente respetuosa con el propio material autobiográfico o incluso demasiado afecta a la objetividad de los hechos, como el autor ha reconocido en alguna entrevista. En literatura, y especialmente en la autoficción, ¿no es «la objetividad de los hechos» un oxímoron? Frente a su explícito homenaje a Joe Brainard y Georges Perec en los capítulos centrales, tan concisos y poéticos, en otros tramos Libertella abraza el lugar común, la generalidad, el apunte sin vuelo. Una teoría para la vida que borra de sus contornos lo poderoso de la especificidad. En Un futuro anterior, resulta hasta ingenuo cuando Mauro explica en qué consiste vivir solo o qué sentimientos de asombro e indefensión embargan a los padres primerizos, como si un lector más o menos acostumbrado a un hiperrelato de todo no se lo conociera del derecho y del revés. Brainard y Perec sabían bien la diferencia entre explicar y mostrar. De hecho, recordaban fotográficamente detalles tan concretos que eran insustituibles o resistían bien el lugar común. Ese es precisamente el problema que a veces tiene el libro en su parte media y final: acierta tanto como falla. Si el narrador lúcido nos complace con sus reflexiones hondas y hermosas sobre la paternidad; el narrador ‘cuñado’ de otros tramos puede llegar a alejarnos. Existe, me temo; está, como las leyes de la termodinámica. Hay más del primero que del segundo en la novela, pero, con todo, hubiera estado bien que Libertella no se deslizase por la pendiente resbaladiza del cliché.

Cabe concluir que una novela de autoficción será tan buena o mala como lo sea la capacidad incisiva de quien la escriba para mirarse a fondo, la distancia o la cercanía con lo narrado, la calidad de la autopsia y el lugar desde el que se da cuenta de un yo poco ejemplar, porque de otro modo, no sería literatura sino masaje. Quizá ese sea uno de los pocos reproches que se le puedan hacer al libro, esa cerebralidad ejecutada con tiralíneas, no dejarse ir hacia ciertos conflictos y rodearlos con corrección, cautela y guante blanco. Ni un sentimiento fuera de sitio.

El título, por lo demás, es revelador. Contiene una especie de silogismo de aires tristes. Todo amor es, efectivamente, la esperanza de un amor futuro que conserve las características que lo mantienen vivo, la pureza fulgurante original; deslumbramiento, expectativas, desorden, esperanza, secreto. Pero ya es anterior, ha de morir para dar paso a otra cosa, y es algo que Un futuro anterior cuenta con singular elegancia en sus mejores tramos. Es un libro en el que muchos podemos inscribir nuestra propia historia de amor y amistad. Se agradece.