UNO ¿Quién soy? ¿Dónde estoy escribiendo esto? ¿Hacia dónde lo escribo? ¿Importa en verdad quién se es y dónde se está cuando se escribe algo? Mucho y no tanto: porque la patria del escritor (que no es otra que el aleph de su feroz biblioteca doméstica) es el sitio en el que éste reina a la vez que es esclavizado. Ahí, el heroico sueño de un palacio donde sentirse como un galeote. Un lugar dónde llegar para vivir fugándose de esa casa tomada —propia o de alquiler, ocupada en cualquier caso— a la que no se puede volver: porque siempre está en todas partes sin importarle por dónde te muevas o te aquietes.
¿Argentina donde nací y descubrí que sería escritor cuando fuese grande (de tamaño)? ¿España donde vivo desde hace un cuarto de siglo y ya llevo más libros escritos de los que escribí en mi «país de origen»? ¿Argentaña y/o Españina? ¿El modo tan desgraciado en que los españoles imitan a los argentinos o los argentinos a los españoles en chistes malos con los verbos coger y vale y joder? ¿Madre Patria o Madrastra Patria? ¿Dulces hogares o borrascosas cumbres? ¿Y dónde plantar al tercer ángulo de la radiactiva y constante interferencia mexicana —¿Mexñana?— que estalla ya en mi infancia? Ahí y entonces, mi temprana fascinación por lo precolombino piramidal momificado y por los luchadores enmascarados y por las revistas de la Editorial Novaro (fascinación que es la que, a pedido de esta publicación con un cuadernos y un hispanoamericanos en su nombre, encuadernando la geografía líquida de los muchos acentos de un mismo idioma, me lleva a trazar estas líneas tan curvas como esquinadas, y que tienen en la ciudad de Guadalajara no sólo una Feria Internacional del Libro para todos sino además, en lo muy personal, un valor y peso sentimental definitivo y estilo mantriforme en mi vida y en mi obra y en casa). Y por eso y entonces, ¿cómo emitirle visados y pasaportes a todas las nacionalidades (que no son de ni de una ni de otra parte; después de todo importa más el lugar donde muere un escritor que el de donde nace) de y a mis libros favoritos; libros que finalmente acaban componiendo en polimorfo y perverso y bendito ADN de un lector que, además, escribe?
Quién sabe, quién lee, quién escribe.
Allá vamos, aquí y allá y, todos, en todas partes.
DOS Entonces aquí (y allí entonces y siempre, en ese trino tiempo perdido y recuperable) la primera identificación menos o más positiva de tantos objetos más o menos voladores. De esos momentos maravillosos y simultáneos sin importar los años que los separan y los unen y de las cosas transparentes a través de las que brilla todo lo que pasó para seguir pasando y no dejar de pasar nunca. Y antes que nada, claro, el misterio de la letra Z. «Marcando la Z de El Zorro», canta esa canción que —doblada en estudios del D.F.— cantamos todos en los recreos del colegio primero y primario. Canción que era la que abría —todas las tardes al volver de mi colegio— las aventuras rebeldes del paladín/espadachín de la serie más popular de mi infancia. Esa Z que es, también, la última del abecedario pero la primera en plantear el desconcierto para mí y mis amiguitos de ser/sonar igual que la S y, en ocasiones, que la C (que, nos dicen, en ese lugar llamado España del que nos independizamos, se pronuncian todas de manera diferente como diferente es también la pronunciación de las para nosotros indistinguibles y siamesas y larga y corta B y V). Y, claro, El Zorro (alias Don Diego de la Vega, cobarde a cara descubierta y valiente con antifaz e inspirador directo de muchos posteriores enmascarados Made in USA de la DC y de la Marvel) es universitario español que viaja a la California entonces mexicana para, «en su corcel, cuando sale la luna», proteger a los oprimidos nativos y castigar a los poderosos importados y hacer justicia enmendando errores y erratas. Y nada es casual: encandilado/confundido por su fama argentina, Guy Williams (protagonista de la serie) acabaría yéndose a vivir y a morir a Buenos Aires. Y yo lo admiré y lo vi —en blanco y negro catódico y en colores de carne y hueso— cabalgar caballos que se paraban en dos patas para saludarnos y para que los saludemos con nuestros floridos floretes en alto, en siga.
TRES Y España me sigue siguiendo y sigamos. La aún no mía España posándose sobre mi ya propia Argentina para bailar el vals más centrífugo y fortaleciendo una ya (des)orbitada (in)vocación literaria. Variados ingredientes para semejante potaje: el rimado descubrimiento de la poesía/poética ibérica (y, desde entonces, el convencimiento para mí que si no rima no es poesía sino, apenas, mejor o peor prosa desflecada) en esos tan emocionantes discos de Joan Manuel Serrat y de Paco Ibáñez; los cómics delirantes de otro Ibáñez (Francisco) y la sorpresa de descubrir que a la más sexy de todas las Vampirellas la dibuja un español (Pepe González); el Concierto de Aranjuez; los temblores del importado Narciso «El Hombre Que Volvió de la Muerte» Ibáñez Menta mejorando en mi tele el final de «La pata de mono» de W. W. Jacobs; los despachos guerracivilinos de Hemingway y las incursiones autodestructivas pero tan inspiradas de Orson Welles; las postales que envían familiares viajeros con la arquitectura lovecraftiana de Gaudí o la rareza de Copito de Nieve que bien podría ser hijo de Kong… Y los libros, claro. Esos Clásicos Bruguera adaptados mitad letras y mitad viñetas y esas mega-antologías terroríficas y su colección en Libro Amigo de serie negra dirigida por Juan Carlos Martini y, ahí, mis primeros acercamientos (en español) al suburbial John Cheever y al extraterrestre Matadero Cinco de Kurt Vonnegut proponiéndome no un destino pero sí algunas de las más útiles herramientas para alcanzarlo. Y los muchos títulos en Libro de Bolsillo Alianza con esas portadas de Daniel Gil que eran parte inseparable del asunto. Y, claro, el Quijote (de donde sale todo para que todo vuelva a entrar) primero con la trémula voz de Peter «Man of La Mancha» O’Toole en sincro con ese otro alucinado que es el T. E. Lawrence de Arabia filmado —nada es casual; Only connect! acosejaba/ordenaba E. M. Forster— en la Almería a la que, poco después, llegarían los spaghetti-gunslingers de Sergio Leone & Co. y desde donde vino en barco el inmenso García Ferré, creador de Hijitus & Co. y fundador de esa otra ciudad hispano-argentina que fue y es y será Trulalá.
Y más lejos de cerca aún… Mis abuelos españoles en fuga y, de pronto, patagónicos y fundando librería/distribuidora de periódicos y libros al principio del fin del mundo. Y las tertulias de ese raro que es el automoribundo-gregueríaco Ramón Gómez de la Serna (a las que asiste mi padre antes de ser mi padre). Y la figura del sumo editor-cum laude Francisco «Paco» Porrúa (quien sería pareja de mi madre por un tiempo). Y yo distrayéndome de mis imaginarias de servicio militar obligatorio leyendo La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza o las maledicencias de Borges (quien también se refirió a Cien años de soledad con un «me parece extraordinaria y al menos medio siglo de ella es inolvidable») sobre España, a las que disculpa con un rendido poema titulado «España» pero sin por eso negar que, para él, García Lorca se le hace «un andaluz profesional» y que «el movimiento romántico de España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles» y que «a partir de Darío nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica» porque «la literatura española… Trataré de decirlo cortésmente…».
Y más literatura extranjera pero impresa en España y el deseo que provocaban los codiciados y sonoros volúmenes de Anagrama & Tusquets (y las afinaciones de sus responsables de tanto en tanto aterrizando en la ciudad como si se tratase de arcángeles en busca de jóvenes autores a santificar y ascenderlos a los cielos) y sus traducciones en las que los personajes de John Irving o de Raymond Carver o de Charles Bukowski o de Patricia Highsmith parecían haberse educado en Malasaña o El Raval. Y esos reportajes a escritores (¡el de Cortázar!) en RTVE y A fondo y ese telenovelón que es Los gozos y las sombras. Y las canciones de Gabinete Caligari y Nacha Pop y Radio Futura y la incomprensión de los tímpanos de los 40 Principales ante Charly García hasta que, de pronto, los estribillos de Andrés Calamaro reconstruyen esos puentes y bridges quemados (y mi asistencia como testigo a ese sísmico encuentro/choque entre Fito Páez y Joaquín Sabina grabando un disco que nunca llegará a girar). Y la movida de Almodóvar (y yo en Madrid viviendo de pintar pisos en los que vivo a cambio de pintarlos) consagrándose en festival porteño casi en sincro con el regreso a la democracia argentina. Y El otro lado de la cama y Martín (Hache) triunfando en los Verdi y los Princesa. Y el underground pero de luxe I.C.I. (Instituto de Cooperación Iberoamericana) escaleras abajo en la calle Florida y sus sucesivos directores (a mi me tocan Pedro Molina Temboury, Fernando Rodríguez de Lafuente, Carlos Alberdi, Fernando Villalonga, Rodrigo Aguirre de Cárcer, José «Tono» Martínez) convirtiéndose en suerte de anfitriones de tertuliano salón perfecto y perfectos que alientan los cruces de ida y vuelta. Y viajes míos y por las mías —ocasionales y como periodista gastro-turístico— de los que me traigo los tres primeros libros de Juan Manuel De Prada y todo lo que anda por ahí de ese alien bonaerense que es Marcelo Cohen. Y la llegada del héroe Ray Loriga o del titán Enrique Vila-Matas abriéndome la puerta de esa tan hospitalaria casa suya para siempre con otro de esos deslumbramientos que me (de)formarán para poder hacer lo mío.
Y, sí, de pronto, todos aquellos que soñaban en New York o en París como Tierras Prometidas de pronto son arrastrados a la idea de Barcelona/Madrid como capitales pecadoras del babélico País de las Tentaciones.
CUATRO Y en algún momento (uno de esos momentos que tienen la calidad y cualidad de eras a ser) decido que continuaré haciendo lo que yo hacía en Argentina en España, en una Barcelona todavía by design pero ya presta a ser raptada y violada por olímpicos turistas (y, sí, también habrá escritores turistas a los que la ciudad legendariamente «de acogida» para con todo aquel que teclee un Había una vez…, naturalmente, suele ofrecer/tratar, quizás por pasajeros, con más atenciones que a los residentes pero nunca del todo naturalizados).
Llegué a Barcelona como escritor pero, además, corresponsal extranjero (se dice que la fecha de expiración de un corresponsal, como la de un diplomático, es de un lustro o poco más, y que luego de eso se pierde la indispensable mirada de afuera para lo de adentro; por lo que ahora sigo reportando pero desde el alias de un español, de un tal Rodríguez: alguien que siempre quiso y no pudo ser escritor y que trabaja bajo las órdenes de un par de tan despóticos como demenciales publicistas argentinos y quien de tanto en tanto se cruza conmigo en alguna presentación en La Central o Laie o Finestres o la exclusivamente latinoamericana Lata Peinada y me mira torcido, porque siempre detestó mis libros). Esa Barcelona que sigue siendo cuna editorial aunque, por estos días, —¿por qué será? ya saben por qué…— los visitantes Bret Easton Ellis y Salman Rushdie y la torturada y poética Taylor Swift prefieran, independientemente, dormir en Madrid.
Mis razones para venir no fueron profesionales ni editoriales (viviendo en Buenos Aires ya había hecho realidad el juvenil sueño húmedo de haber sido editado por Herralde & De Moura/López) sino estratégico/personales y, sí, la Feria del Libro de Guadalajara tuvo algo que ver con ello. Pero, en cualquier caso, se me recibe como a otro más ya no tan joven (tengo por entonces treinta y cinco años) escritor del ya no tan Nuevo Mundo que viene a hacer no las Américas sino las Españas. No soy el primero y no seré el último, pero todos seremos obligadamente poseídos (por imposición de exorcistas locales) por el endemoniado y santo espíritu del Boom. Esa revolución de extranjeros cuya función fue la de funcionar como revulsivo entre los nacionales. Ese exotismo civilizador. Ese movimiento telúrico que ahora es considerado suerte de taberna machirula (olvidándose que la verdadera dueña tras la barra, Carmen Balcells, supo escoger a Isabel Allende como su boom-girl). El Boom como esa piedra que décadas atrás rompió la plácida superficie de un lago y al que siempre le quieren añadir —por voluntad y necesidad de editores y de periodistas— nuevas olas y holas, olitas y adioses. MacCondo, el Crack, esas cosas que resultan algo demasiado parecido a esas noches en la que los adultos salieron y los niños se prueban su ropa y hasta frecuentan los mismos reductos/santuarios de aquellos dioses primordiales, para intercambiar teorías acerca del puñetazo de Varguitas a Gabo como si se tratase de algo tan trascendental como el magnicidio de JFK. Todos los caminos conducen siempre a Macondo (muy de tanto en tanto se agradece y asombran gestos como la antología Líneas aéreas editada por Eduardo Becerra o la labor editorial-exploradora de Claudio López Lamadrid & Equipo) y todos no quieren ir a conocer el hielo sino que se derriten porque los reconozcan, por ser reconocidos. Pero estos falsos y comunales oasis enseguida se revelan como espejismos (de)generacionales. Y la idea de grupo armado se desarma y diluye en individualidades (no daré nombres, ya saben cuáles son) a considerar con gran entusiasmo crítico pero por lo general con un crítico volumen de ventas. Y son muy pocos los que han leído El jardín de al lado, la gran novela del boom-fracaso de José Donoso (a quien tampoco leerán o agradecerán las amazónicas chicas góticas por venir). Y hay un encuentro en Sevilla inmortalizado por la casi inmediata muerte de Roberto Bolaño (quien triunfa mítica y fantasmal y planetariamente), quien, poco antes del largo adiós, algo en broma pero muy Joker, apocalíptico y desintegrador, predica sus revelations: «Latinoamérica es como el manicomio de Europa (…) Tal vez, originalmente, se pensó en Latinoamérica como en el hospital de Europa. Pero ahora es el manicomio (…) Un manicomio salvaje, empobrecido, violento, en donde, pese al caos y a la corrupción, si uno abre bien los ojos, es posible ver la sombra del Louvre… Este manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa (…) ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo (…) Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre al miedo (…) Francamente, a primera vista componemos un grupo lamentable de treintañeros y cuarentañeros y uno que otro cincuentañero esperando a Godot, que en este caso es el Nobel, el Rulfo, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos (…) El tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres putativos es lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Algunos de ustedes dirán que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un asesino. Sí, es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos».
Y todos —despegando o aterrizando y con temor a estrellarse o — a ajustarse la turbulenta inseguridad de sus cinturones en aviones cuyas arrivals y departures son siempre de un manicomio a otro y con mucho delayed o cancelled.
CINCO Y yo —ni víctima ni victimario y esperando poco a este lado salvo el alcanzar el final electrizante de una página eléctrica con la que me apantallo ya no siendo de aquí ni de allá sino de Tralfamadore o de Tlön— veo arribar sucesivamente a las nuevas olas desde una orilla lenta con rápidos que invitan a echar ancla o a naufragar. Narradores móviles de obsolescencia programada quienes, si no hay suerte, descubrirán lo muy pronto que un SMS muta a S.O.S. y un WhatsApp a un SoWhat. Nuevas más o menos estables remesas de máquinas de escribir latinoamericanas formateadas para rellenar formularios mágicos para becas y fundaciones y premios y masters con profesores de supuesto renombre y traducciones y residencias que apenas (o nada) existían cuando yo comencé a publicar y Juan Carlos Onetti apenas se movía de su cama madrileña. Y entonces Onetti apuntaba con un revólver a su fotógrafo y disparaba frases del tipo «No creo que exista una narrativa latinoamericana como tal. Más bien me inclino a creer en la existencia de varios escritores aislados» o «Los escritores se agrupan en generaciones para ayudarse ellos mismos. Después organizan las mafias» o «Los escritores se dividen en dos grandes categorías: los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir… A los primeros les aconsejaría que se apuren, porque un boom se caracteriza por su breve duración relativa. Los segundos no necesitan ningún consejo».
Pero los primeros entre ellos —cumpliendo con lo que se espera de lo que ellos escriban, cumplidos a la hora de proponer ficciones— parecen funcionar mejor. Y, mejor aún, si se perpetúan en lo realista-mágico (no confundir con lo irrealista lógico) o se (re)presentan como fantásticos o extraños o testimoniales y, como ciertas películas premiadas con Oscar a lo foreign, dan cuenta de miserias lejanas pero en el mismo idioma (y mejor aún si muchos de estos acaban volviendo a sus respectivas patrias para empezar a asumirse como lo que siempre fueron o quisieron ser: exitosos escritores nacionales al regreso de largas y educativas vacaciones).
Así, a veces (de tanto en tanto y según del humor conque uno se despierta y levanta; escribo esto un día un tanto nublado, la mayoría de los días son soleados y sin queja alguna, todo lo contrario) la curiosa y bipolar y acaso poco confiable y aún menos objetiva sensación de que se los necesita primero para luego pensar que no se los necesita, que se los/nos invita antes y se nos/los expulsa después. Como en aquella escena de City Lights en la que Chaplin es convidado a cenar una y otra vez por un millonario borracho, y esperemos que no pedófilo, que no duda en expulsarlo de su mansión cuando recupera la sobriedad a la hora del desayuno (millonario que, por fortuna, no reside en el palacio embrujado o en —Juan Villoro dixit— el «entresuelo prodigioso» de ambas Casa de América en Madrid y Barcelona). Pero aún así, aprecio y admiración de ambas partes y hasta escritores españoles (como Andrés Barba) que se argentinizan. Flujos y reflujos en una relación pendular, pasivo-agresiva, apasionada en todo sentido, de amor mutuo y de no ignorancia pero sí de ignorarse y, me parece, finalmente un tanto despareja. Porque en España se sabe quiénes son Piglia y Fabbri y Aira y Guerriero y Fogwill y Pron y Enriquez y Pauls y Harwicz y Guebel y Negroni y Caparrós y Moreno y Argüello (por nombrar apenas a algunos nombres del lugar de donde vengo); pero en Argentina difícilmente se reconozcan nombres como los de G. Suárez y Orejudo y Fernández Cubas y Adón y Tomeo y Bilbao y García Llovet y Calvo y L. Fernández y Tallón y Trejo y Barba y Otero y Solá y Millás (por nombrar apenas a algunos nombres del lugar al que vine y que, estoy seguro serían más que disfrutados al otro lado). ¿Es que no hay nadie que dé tres golpes y los invoque?
Esta es la verdad: España —dejemos de lado toda discusión sobre conversiones y reconversiones estratégico-económicas, por favor— lee más a Latinoamérica que lo que Latinoamérica lee a España (y siempre habrá un sello artesanal de Valencia o de Zaragoza dispuesto a revelar a voces a un secreto allende los mares mientras que difícilmente una editorial «de autor» en Argentina o Bolivia o Chile o México o Perú se interese demasiado por alguien a embarcarse en el Puerto de Palos, a no ser que forme parte de una tripulación de moda o de movimiento).
Y es también cierto de que no se trata de sed de venganza o de hambre de revancha pero que quizá sí pulsen latidos de resistencia a los colonizadores y virreyes de grandes grupos. Es como el enfrentamiento entre dos espejos deformantes. Es una relación tan peligrosa y ambigua como segura y fiable y, para bien o para mal, sus fronteras son cada vez más líquidas e inestables para tanto cronista conquistador y evangelizador con tantos dioses a los que rezarles o entregarse ( con la comunión ocasional y efímera como esa pulsión no por crear personajes que cuenten sino por, auto-ficcionales, creerse personajes dignos de ser contados). Es algo que se escenifica más y mejor que nunca en esa especie de festiva y orgiástica y neutral Suiza que es la FIL de Guadalajara donde —como en esa canción del ya tarareado Serrat sobre una desatada y festiva noche— a lo largo y ancho de varios días enormes se sube una cuesta en la que todos, prohombres y gusanos, bailan y se dan la mano para, al final, bajar la cuesta, resacosos, genios a solas o necios conjurados, hasta que se acaba eso de mezclarse en el olvido pasajero y recodar más y mejor y peor que nunca que «cada uno es cada cual» de acuerdo a ejemplares vendidos y (negociadas y consagradas) medallas concedidas y firmas firmadas.
Es algo que empezó ya en el principio —yendo y viniendo y cazando con esa z espadachina y marcadora y remarcable, de una casa para siempre a otra casa para siempre, ambas unidas por un túnel secreto y submarino y tal vez manicomial— desde un lugar manchado de tinta del cual a veces, en la desalmada noche oscura del alma, no quiero acordarme pero que, tampoco, no puedo ni deseo olvidar.
¿Donde estoy terminando de escribir esto? ¿En qué estaba y de dónde venía y hacia dónde iba y de qué trataba y se trata y quién fui y quién soy ahora?
Exactamente este, aquí en y de aquello, y precisamente ahí, de y en esto.