Gonzalo Celorio
Mentideros de la memoria
Tusquets
262 páginas
En la figura de Gonzalo Celorio (México, 1948) coinciden de un lado el catedrático de la UNAM, el asesor literario de la FIL Guadalajara, el director general de FCE durante unos años y el actual director de la Academia Mexicana de la Lengua (cargo no insignificante si se tiene en cuenta que México es el país con más hablantes de español); de otro, el escritor no solo de trabajos académicos, sino de ensayos enjundiosos y novelas que tienen en común, salvo alguna excepción, el ejercicio memorialístico. Celorio ha dado a la estampa libros en los que recoge la historia de su familia, con raíces asturianas y cubanas. Ha titulado zumbonamente esa trilogía «Una familia ejemplar». La componen Tres lindas cubanas (2006), El metal y la escoria (2014) y Los apóstatas (2020). También de la familia literaria ofrece ahora una galería de recuerdos que constituyen, como la imponente galería de madera de la biblioteca de su casa que domina en fotografía, en la que un lector querría quedarse a vivir, la cubierta del libro, una galería de escritores que ha conocido y que están entre lo más granado no solo del México de los últimos cincuenta años (que ya es decir mucho, dada la riqueza de esas letras); también de la literatura hispanoamericana y aun universal.
Siempre cercana a lo coloquial o distendido, caracteriza la admirable y ágil prosa de Celorio un algo juguetón, festivo, humorístico, veta que en su país ha tenido y tiene el cultivo de grandes colegas entre los que se encuentran, por citar solo algunos, para entendernos, Jorge Ibargüengoitia, Guillermo Sheridan, Juan Villoro o Antonio Ortuño. Curiosamente a ninguno de ellos se dedica algún capítulo de Mentideros de la memoria. A quien sí hallará el lector en estas páginas es a Juan José Arreola (a quien tampoco le faltaba ese punto burlón), Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y Umberto Eco, también por mencionar solo unos pocos (muchos más de los que figuran en los epígrafes, pues hay aquí apariciones de numerosos otros, como Tomás Segovia o Darío Jaramillo). En alguna ocasión, ciertos textos se solapan con otros del muy recomendable tomo I de La carrera de la edad (FCE), donde el autor reunía la primera mitad de su obra ensayística (y también incursionaba en lo autobiográfico). Pero es una delicia asistir a estas semblanzas y anécdotas, que en algunos casos se limitan a un único encuentro. En ellas pesa mucho más el escritor que el académico, el recuerdo jugoso que el análisis filológico.
Hay algunos guiños, como sucede en «Algo sobre la muerte del menor Sabines», remedo del título del libro de poemas de Jaime Sabines (en el que se refería al «mayor», su padre). También, confesiones personales, lejos de la asepsia informativa de unos perfiles que podrían ser en otros meramente informativos pero que en él no tienen nada de periodísticos. Varios viajes a Colombia están llenos de momentos impagables (robo incluido), como muy evocativo y emocionante resulta el viaje a la Habana y el encuentro con Eliseo Diego y Dulce María Loynaz. Igualmente, cuando a él le toca ser anfitrión el humor está servido (como un caballito de tequila), y no faltan locales de la Ciudad de México, escenarios de charlas y confidencias, antros donde corre la música a la par que el alcohol.
A Bryce Echenique lo vemos como el bebedor ininterrumpido que fue y, amigo suyo, Celorio no evita entrar en el espinoso asunto de los plagios cometidos por el peruano, que lo han condenado a un ostracismo no del todo justo, como todos los linchamientos que se quedan epidérmicamente con los efectos pero no se compadecen de las causas. Tampoco elude el episodio por el cual la familia de Rulfo impidió que el nombre del autor de Pedro Páramo siguiera vinculado al premio que otorga anualmente la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que desde entonces se denomina Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances y ha ensanchado el ámbito de sus premiables a escritores que como Cartarescu o Carrère escriben en lenguas primas del español. Y el recuerdo lo ensombrece la melancolía al evocar a Natasha, la hija de Carlos Fuentes y Silvia Lemus tan prematuramente desaparecida en 2005 y a cuyo velorio, posterior funeral y ulterior cena de amigos para acompañar en el dolor concurrió la crema de la intelectualidad mexicana: «No había manera de romper el silencio con el que nos fuimos acomodando en nuestros imprevistos lugares. De ninguna de las dos alas de la mesa, la femenina y la masculina, salió una palabra, ni siquiera una tos o un carraspeo. El mundo de la palabra ahí reunido enmudeció». Es esta una excelente crónica. Virtud del escritor es mantener siempre un justo equilibrio entre lo vital y lo trágico, acaso porque ambas sean caras de la misma moneda, cara o cruz o «águila o sol», como se dice en México y queda memorablemente grabado en el título de Octavio Paz. Esa ambivalencia es cifra de lo humano, y en la obra de Celorio, en su prosa ligera y simultáneamente profunda, está siempre presente.
Igualmente hay constancia de los españoles exiliados en México. A estos republicanos a los que acogió el presidente Lázaro Cárdenas, Celorio ha dedicado, siguiendo el verso de uno de ellos, Pedro Garfias, uno de los que viajaron a bordo del Sinaia, el libro Un río español de sangre roja. Es el caso del exiliado Luis Rius, profesor del autor. Otra estampa es del cantaor Manuel Gerena, «la oveja negra del flamenco», a quien organizó un concierto en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM. Completan el volumen unos divertidos enredosos lingüísticos y sociológicos propiciados por la amplitud de la lengua española. Aquí se nota la impronta del académico de la lengua, pero no hay nada plúmbeo ni pedante, al contrario, como se adivina ya desde su título: «Tópicos del equívoco, la sorpresa, el sonrojo, el milagro y la fascinación».
Lo chispeante se apoya a veces en otros, como cuando escribe acerca de Siqueiros que no es su muralista mexicano favorito, tampoco Rivera. Y añade: «Luis Cardoza y Aragón decía que los tres muralistas mexicanos eran dos: Orozco. Suscribo su aforismo». O cuando Alfonso Reyes quiso visitar a Pedro Henríquez Ureña en el piso de este en Madrid y la malencarada portera no le dejó usar el ascensor y, señalando las escaleras, le ordenó: «¡Andando!».
Como toda literatura, la de México cuenta con notables obras memorialísticas y autobiográficas de diverso alcance, de fray Servando a sor Juana, de José Juan Tablada a José Vasconcelos, de Jaime Torres Bodet a Juan García Ponce, de Sergio Pitol a Carlos Monsiváis, por nombrar a unos pocos. Monterroso dejó igualmente algunos retratos estupendos en Pájaros de Hispanoamérica y La letra e. Fragmentos de un diario, incluida alguna página también sobre Bryce Echenique. Celorio no les va a la zaga a los citados. Consigue eludir toda suficiencia y no olvida que uno es más en su relación con otros, en el trato con los cuales se define y crece.
La contracubierta del libro declara que este se halla «entre la ficción y el testimonio, el ensayo y la memoria». Difícil es saber qué es ficticio, deliberadamente ficticio; para saberlo cabalmente sería preciso haber acompañado al autor como una de esas máquinas que registran el sueño, pero en la vigilia, en todas las circunstancias de su vivir. Pero hay algo que ineludiblemente se sobrepone a ello: los deslices en los que caemos al recordar, las equivocaciones que contienen casi literalmente las evocaciones, los desajustes que la mirada atrás realiza en nuestro pensamiento cuando más queremos afinarla. En este sentido, se da una enriquecedora ambigüedad en el título Mentideros de la memoria, porque si el diccionario de la Academia indica que «mentidero» es «lugar donde se reúne la gente para conversar» sin duda remite también al verbo «mentir», con toda su gama de palabras afines al engaño, incluido el «autoengaño».
Nadie recuerda las cosas como fueron: recuerda las cosas en una precaria negociación entre cómo le impactaron en el momento de su suceso y cómo su yo actual hace una criba en el tamiz: la coyuntura cuyos ejes de abscisas y ordenadas son la deformación y de la amnesia. Recordar el pasado no es necesariamente recordar lo pasado, sino aquello que logra atravesar ese cedazo. En un buen escritor la ficción, además, rellena sin traicionar la veracidad
Nada se indica de la procedencia de los textos de este estupendo cajón de sastre. Si una parte fue ya publicada (la pieza sobre Monterroso o el artículo sobre Julio Cortázar donde el autor escribe con gracia «mi vida se había dividido, como la de tantos otros, en antes de J.C y después de J.C.»), es oportuno su rescate y un gozo leerlos todos juntos con los nuevos, y de corrido. Como Vladimir Nabokov, Celorio parece haber instado: Habla, memoria. Y ejecuta a la perfección su papel de ventrílocuo.