Teresa Uriarte
El juez Aurelio
Tránsito
148 páginas
POR MARÍA OVELAR

Al publicar el manuscrito de Teresa Uriarte (San Sebastián, 1947 – Burdeos, 2022), la editorial Tránsito y las hijas de la letrada y periodista nos legan una manera de ver el mundo y de conocer a la escritora que no publicó ninguna obra en vida. Curiosamente, el texto se abre con una cita de Walt Whitman: «Esto no es un libro. Quien lo toca está tocando a un hombre». Detrás de las palabras de esta novela fragmentaria estructurada en capítulos que funcionan como relatos, palpitan la autora y el protagonista de El juez Aurelio.

Los temas no le eran ajenos a la autora. Teresa Uriarte Cantolla abandonó la abogacía para dedicarse al periodismo de tribunales: escribió en los diarios Deia y El Correo, y dirigió el programa Vista Oral en Radio Euskadi. El libro se inaugura como una crónica, el primer párrafo sobre el funeral del protagonista, el juez Aurelio, responde al qué, quién, cuándo y cómo de la entradilla de un reportaje; solo un adjetivo nos chiva que nos adentramos en el reino de la literatura. «El juez Aurelio Cabredo murió de un infarto de miocardio la noche del 19 al 20 de octubre de 1996, a los sesenta años, cuando estaba viendo la televisión en su caótico piso de Bilbao».

Como el italiano Gianrico Carofiglio que ejerció de magistrado antes de triunfar como escritor con la serie de novelas negras protagonizadas por el letrado Guido Guerrieri, Teresa Uriarte, cambia el foco. Fue abogada, pero prefirió a un juez como protagonista de su narración.

Aunque en las primeras páginas, no sea fácil empatizar con el juez Aurelio, «rechoncho, con los ojos azules muy saltones», «enfundado en un chaquetón marrón nevado de caspa» que «recelaba de las mujeres y tendía a pensar que en asuntos de agresiones sexuales, ellas fantaseaban», el fresco costumbrista en el que lo sitúa la escritora, nos lo va hace cada vez más simpático. Si bien los trazos de Aurelio son caricaturescos, su psicología, a base de contradicciones, lo humaniza. Obsesionado con no cometer ningún error judicial, Cabredo es admirado por su honradez. En el juzgado, muestra disciplina y rigor; mientras que en la intimidad, despedaza un pollo asado a mordiscos y se mancha de grasa en su buhardilla polvorienta, donde se acumulan los cacharros sin fregar, los muebles de mal gusto y las cucarachas. Es en esas antítesis y en esas potentes sinestesias, donde la narración atrapa. También lo logran la prosa sin artificios y el tono entre el humor y la melancolía que evocan el Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi.

Con un gusto por la verosimilitud, el libro nos transporta a los años ochenta y noventa a través de las referencias históricas; «se comentó en el barrio más que la muerte de Franco», «no es que le importara morirse, pero, tal y como le había escuchado decir a Woody Allen, no quería estar allí cuando eso sucediera».

Mezcla de veracidad documental y fantasía descacharrante, esta narración altamente plástica reivindica lo cotidiano. Las historias, centradas en la anécdota, ahondan en la condición humana. La galería de personajes secundarios y sus debilidades componen un tapete costumbrista. Dos gemelas cleptómanas de aparente vida ordenada que practican macramé, van a misa y pasean del brazo con el mismo atuendo, un escritor que reside en hoteles sin pagar porque necesita el decorado para crear, un abogado al que toca defender al ladrón que le robó, una viuda aficionada a echar las tardes en salones de hoteles de lujo en los que finge estar hospedada…

Quizá la etiqueta de novela no sea la más apropiada: los capítulos breves que la vertebran funcionan como relatos autoconclusivos. Esa es la principal dificultad de la estrategia unificadora: se repiten descripciones de personajes y detalles de la historia, no como una letanía a lo Laura Fernández, sino con fórmulas diferentes lo que en ocasiones expulsa de la narración. Pero los episodios están tan bien tramados, que poco importa: además, cada uno aporta claves de la personalidad del juez Aurelio, enriqueciéndolo con capas.

Recuerdan asimismo a los cuentos de las publicaciones periódicas, a los relatos que salían a la calle impresos en los diarios. La sencillez formal, el lenguaje directo y la ausencia de metáforas complejas acercan el estilo de Uriarte al de un género que practicó Émile Zola, que, como Uriarte, tuvo una muerte similar a la de sus ficciones.

El epílogo del libro nos recuerda que un libro es siempre una urdimbre de ficción y realidad.