Santos Juliá
Vida y tiempo de Manuel Azaña. 1880-1940
Taurus, Madrid, 2018
584 páginas, 21.15 €
Lo bueno de la historia es que casi siempre podemos descubrir algún documento más, o verla desde otro ángulo, con otros ojos, como se dice popular y acertadamente. Baile de máscaras, la historia cambia, pero ¿qué hay de verdad en ella? Vale decir: ¿cuál es su verdadera realidad? No hay más remedio que mirar lo que hay, con ojos lo más desprejuiciados posible, y, al mismo tiempo, procurar imaginar e interpretar, porque de la historia sólo nos quedan (cuando no es memoria) documentos: piedras, pinturas, escritos diversos, cosas sin tiempo, sin apenas relación entre ellas salvo a través de nosotros. Cierto, de la historia ya propia del siglo xx, disponemos de filmes y, en ocasiones, de grabaciones sonoras. Podemos ver a Lenin, a Stalin, a Churchill, dando discursos, dirigiéndose en momentos claves a las masas. Es una riqueza de información que no tenemos de los protagonistas del inmenso pasado anterior. Así y todo, la capacidad para tergiversar en función de los intereses, sean personales o ideológicos, es inmensa. ¿Por qué? Son muchos los factores que influyen, pero no es éste el tema de la reseña.
Manuel Azaña (1980-1940) ha sido durante muchos años un enigma para la cultura política española. O un monigote. Como extranjero, cuando llegué, hace ya tiempo, escuché afirmaciones sobre Azaña que luego los estudios más objetivos han desmontado por completo, sobre todo el primer libro de Santos Juliá dedicado a la vida política de Azaña desde 1936 a 1939, donde cometió el error, como él mismo ha dicho y corrigió en el libro que ahora comentamos, de olvidar la formación política del que sería el primer presidente de la Segunda República, y también su vida desde que cruzó los Pirineos hacia su corto y significativo exilio. En breve: el libro de Juliá supone una erudita investigación de la aportación de Azaña al derrocamiento de la monarquía de Alfonso XIII, al equilibrio democrático apoyando en la tríada República-democracia-reforma, y en su inocencia en los hechos del nacionalismo catalán en el primer semestre de la Guerra Civil; además de que la tensión y divergencia con el presidente del Gobierno, Negrín, durante la guerra y sobre todo al final, como comentaremos más adelante. A esto habría que sumar la sutil y exacta aclaración de la política de Azaña frente a la Iglesia, que no fue la de alentar la quema de iglesias y menos la de asesinatos de curas, que a otros corresponden, sino la de la laificación del Estado. Cuando Azaña afirma que España ha dejado de ser católica, lo que está diciendo no es que la gente no tenga derecho a creer en Cristo, sino que el Estado español no es ni puede ser, para ser democrático, religioso. Todo eso fue tergiversado, sin duda, en principio, porque la Iglesia perdía el poder en la educación y en los poderes del Estado, y más tarde, durante la guerra y en los años posteriores a ésta, porque interesaba convertir a Azaña, un hombre reformista, laico y moderado, en un ogro lleno de soberbia, revanchismo y otros pingajos que, como muestra muy bien Juliá, no se compadecen bien con la realidad. Cuando nuestro recientemente desaparecido historiador era joven, Ramón Carande le dijo en Sevilla que era muy importante que se leyera las obras de Azaña. Eso fue lo que él hizo y no dejó de hacer nunca, y además de los dos libros que hemos mencionado, siguió escribiendo algunos ensayos complementarios que nos han mostrado que Manuel Azaña fue tal vez el político más inteligente, atento a la realidad, ajeno a dogmatismos ideológicos, y reformista republicano, que ha dado la historia de España durante todo el siglo xx. Además, hombre sensible, quiso evitar la guerra, y cuando no fue posible, concluirla pidiendo la mediación de Inglaterra y Francia, con el fin de que no hubiera más muerte y destrucción y se lograra un pacto de no venganza al final, porque él temía desde un principio, como escribió y dijo reiteradamente, que Franco se vengaría en la población resistente. Así fue.
Azaña perdió a su madre a los nueve años, y un año después a su padre. Ávido lector desde su infancia en Alcalá de Henares, cultivó la soledad y desarrolló una cierta timidez creciendo en la casa de sus abuelos. Posteriormente a sus estudios de bachiller, fue internado en los Agustinos de El Escorial, cuyos años, al sesgo, dejó testimoniados en El jardín de los frailes (1927), años que lograron que religión y paisaje se le tornaran hostiles. Desde joven tuvo la sensación de que llegaba tarde, a la literatura, a la política, al amor. ¿Tal vez porque su vocación no estaba muy definida? ¿Por escepticismo? Azaña, una vez instalado en Madrid, y ya doctor en Derecho, frecuentó los cafés literarios y, sobre todo, el Ateneo, de una importancia grande en la política española y en su vida, tanto como la de él en la misma institución. Fue un espacio de diálogo y discusión que encauzó y formó muchas de las ideas de Azaña. Si Francisco Giner y Joaquín Costa habían priorizado la reforma de la escuela, y Ortega la de la educación superior, Azaña se preocupaba sobre todo del cambio radical, el del Estado, y no tardaría en afirmar que no había más camino que la democracia. Desde ahí, señala con lucidez, es desde donde hay que reformar y formar el resto, democratizando, atendiendo la voluntad del pueblo. Afrancesado, al igual que Ortega, creía en una reconstitución liberal y en la necesidad de educar la conciencia pública española, como luego dirá, desde el más alto poder del Estado, que no sólo había que hacer democracia sino enseñarla. La cuestión era disipar todo poder arbitrario en la gobernación del Estado. En 1911 Azaña se instala en París becado para realizar diversos estudios sobre la historia del ejército francés, que desembocarían en su valioso Estudios de política francesa contemporánea, y asiste con enorme curiosidad a la actividad de la política francesa. La preocupación histórica de este enorme lector, estuvo centrada en el ocaso de la Edad Media y en los albores de la Edad Moderna. Vio cierto republicanismo español (algo que apunta también Ortega, creo recordar) en la Edad Media, roto y olvidado luego por la instauración de la monarquía de los Austrias. Como Cajal y tantos otros de su generación, fue aliadófilo, y casi más, francófilo, y desarrolló una activa campaña al respecto. Hay que destacar, para lo que realizaría luego, que Azaña no confiaba nada en la exaltación del héroe histórico, y de la superstición del caudillaje y que carecía de la «fe en el hombre maravilloso, sobre todo si ciñe la espada». Desconfiaba también del patriotismo, en su versión nacionalista, cuya actitud, pensaba, era el entusiasmo; su expresión, los alaridos; y sus rasgos característicos, su falta de entendimiento. Más o menos como ahora.
Juliá nos define a Azaña no como un intelectual que desarrollara una obra teórica sino como un político «acostumbrado a pensar cada coyuntura presente desde una perspectiva histórica». Atendía a la tradición, pero para corregirla por la razón, o como diríamos hoy, por el pensamiento crítico. Esto es importante, porque define a Azaña como alguien realista, como demostró a lo largo de su vida, sin que esto signifique conservadurismo, todo lo contrario: fue un reformista radical que tuvo en cuenta la historia, que no la ignoró, que no quiso edificar en el vacío. Quizás por eso fue cada vez más y más, un moderado liberal, reformista, que pensaba que España podría lograr la democracia sin derramamiento de sangre (como así ocurrió). Cuando Primo de Rivera se retiró del gobierno, en 1930, impulsado por el rey, saliendo la gente masivamente a la calle, Azaña observó que había un republicanismo difuso pero real. Tras las elecciones, en 1931 en la que la coalición republicano-socialista ganó y fue evidente la derrota monárquica, la calle se hizo eco entusiasta del nuevo signo político. El resto, lleno de movimientos y estrategias, es conocido hasta que el 14 de abril el gobierno provisional salió al balcón del Ministerio de la Gobernación proclamando la República española. Azaña interrumpió la novela que estaba escribiendo y a partir de ese momento, que le llevaría velozmente a la presidencia, toda su actividad sería política. No de manera improvisada, sino con conocimiento de causa, reformó al ejército, lleno de altos mandos costosos e inútiles, modernizando hasta cierto punto a la vieja estructura africanista. Algo, me atrevo a afirmar, que no se conseguiría hasta la entrada, con el gobierno del PSOE, en la OTAN. En breve: promulgación de la Constitución republicana y proclamación del Estado no católico. Azaña fue presidente de la República, presidente del Gobierno, ministro, y, como se sabe, último presidente de la República hasta el final de la guerra. De ese periodo dejó un diario, inserto en un periodo mayor que se inicia en 1911, con la monarquía, en el que da cuenta de muchas vicisitudes, ideas, discusiones, reservas, y a veces algo de altivez o desencanto que no siempre pueden ser entendidos adecuadamente si un estudio minucioso de su labor política y de su pensamiento, como el llevado a cabo en esta obra (y en el resto mencionado) por Santos Juliá. Algo más que recordar en esta síntesis necesariamente inexacta: la elaboración del Estatuto catalán, que es definido por la nueva Constitución como «región autónoma dentro del Estado español». El Estatuto, afirmaba, sale de la Constitución, algo que aclara bien su postura ante Cataluña, muy lejos de lo que quisieron pensar alevosamente los independentistas, y de lo que se piensa hoy de Azaña por sus herederos nacionalistas. La República, tal como la defendió, desmotó lo poderes de la Corona, de la Iglesia, el militarismo y el caciquismo, al menos, los tres aspectos últimos hasta donde se pudo, que no fue todo lo necesario, como bien se vio pronto. La República no fue, bien se sabe, todo reformas y avance en las libertades y democratización de las instituciones, sino que, desde el principio, la guerra de poderes e ideas fueron notables, a veces innobles y sordas. Huelgas generales no exentas de violencia, algaradas, intentos de golpes (1932) libertarios o revolución (Asturias, 1934), crímenes, ascenso de la derecha no republicana (CEDA), conspiraciones, en las que generales como Barrera, Cavalcanti, Goded, Sanjurjo y Franco ya andaba comprometidos, desgarraban el país, cuya gobernabilidad fue, desde el comienzo, relativa.
Negrín pensó que la guerra la ganarían si resistían —a pesar de que era evidente que Franco se había apoderado pronto de más de la mitad del país—, sin duda tratando de forzar a que las potencias a intervenir. Azaña quiso y buscó una mediación y apoyo en Inglaterra y Francia, cuando la primera ya había mirado, en relación a la Alemana nazi, para otra parte y se negaba en apoyar a la República. Lo mismo Francia. La República se vio aislada, salvo por el apoyo discreto de Stalin, y bombardeada por la aviación nazi y fascista. Azaña sintió que la milicia era realmente heroica, pero sabía que no ganarían y quiso acabar cuanto antes llegando no a un armisticio, sino a un cese y acuerdo, evitando la venganza de los sublevados. Franco afirmó: «Rechazaré incluso entrar en contacto. Mis tropas avanzarán. La opción para el enemigo es la lucha o la rendición incondicional». Azaña lo supo muy bien: el patriotismo que representaba Franco era el militar, no era realmente fascista, sino propio del autoritarismo militar africanistas, inclinado a los desfiles militares y a la exaltación de la Virgen del Pilar. Tampoco confiaba en los comunistas. Azaña murió el 3 de noviembre de 1940, en Montauban antes de que la inquina de Serrano Suñer (él sí, un verdadero fascista cruzado de nazi) lo atrapara con la ayuda de la Gestapo y el gobierno de Pétain. Los militares de viejo cuño y la Iglesia se alzaron sobre una España destruida, expulsada, separada, humillada, vengativa. Azaña afirmó en sus últimos días que España tendría que esperar a nuevas generaciones para restañar tan devastadoras heridas. Lectura minuciosa y desapasionada (salvo con la voluntad de verdad), este libro supone una restauración de la vida y pensamiento de Azaña y nos abre las puertas a una mejor comprensión de ese periodo histórico. No es poco.