Miguel Pardeza Pichardo
Torneo
Malpaso, Barcelona, 2016
288 páginas, 18.50€ (ebook 6.99€)
POR JUAN MARQUÉS

Hace ya muchos años que resulta notablemente difícil hablar sobre el asunto «fútbol y literatura» sin que a los pocos minutos de conversación emerja el ilustre nombre de Miguel Pardeza. Y es importante señalar que no estamos hablando de «fútbol en la literatura» (en la «Nota aclaratoria» a Torneo el propio Pardeza alude a precedentes en nuestro idioma como Manuel Vázquez Montalbán, Javier Marías o Juan Villoro, a los que yo añadiría Sueños de fútbol, las preciosas memorias de su amigo Jorge Valdano, entre muchísimos otros), sino de alguien que ha destacado de un modo principal en ambos ámbitos, y no de boquilla sino de verdad, aunque siempre discretamente porque ése es su carácter: hasta los goles los marcaba como queriendo no estar ahí… De su trayectoria y palmarés como futbolista (y como directivo del Real Zaragoza y del Real Madrid) no hay mucho que glosar. En cuanto a la dimensión literaria, serán todavía muchos los que se enteren gracias a la nota biográfica de este libro de que Pardeza es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, gracias a una tesis sobre César González-Ruano que le dirigió José-Carlos Mainer. De González-Ruano ha editado tres tomos tan imponentes como importantes para la Fundación Mapfre, pero también prologó con tino aquella antología de poemas sobre fútbol que preparó Francisco J. Uriz (El gol nuestro de cada día, Madrid, Vaso Roto, 2010) y fue especialmente brillante y reveladora la extensa introducción que colocó en el volumen de Cuentos gnómicos de Tomás Borrás (Madrid, Anthropos, 2013). Lo que quiero decir es que Pardeza no se limita a merodear el mundo intelectual ni lo utiliza, como tantos otros, de modo decorativo, sino que está verdaderamente dentro de él desde su soñadora infancia en su natal La Palma del Condado, cuando «uno se hacía filósofo a fuerza de congeniar con las estrecheces». Fue entonces, felizmente temprano, cuando descubrió los libros y se supo salvado por ellos para siempre.

A esos años de descubrimientos y temores dedica Pardeza, cómo no, un buen puñado de páginas al comienzo de este extraño y extraordinario «ensayo autobiográfico» que ha escrito, y que, en puridad (y aunque él jamás recurre a ese proteico sustantivo), es una novela, como él mismo admite tácitamente en su presentación al reconocer: «Sólo quería dejarme llevar por los recuerdos, incluidos los falsos e inventados»; dado «el efecto que quería lograr dentro de un cierto contexto realista, antes que someterme a la tiránica verdad de los hechos», sucede, por tanto, que «el que queda dibujado en estas páginas no soy del todo yo, sino una imagen fantaseada de quien fui». Puestos a especular al respecto, se podría pensar que al firmar su primer libro como «Miguel Pardeza Pichardo» especifica más su individualidad biográfica y se acerca al sujeto íntimo, pero se aleja conscientemente del «Miguel Pardeza» famoso y «real» al que tantos partidos hemos visto jugar. Tanto el fútbol como la literatura tienen mucho de ilusión, y se diría que Pardeza se ha querido sumergir en cada una de ellas con distintas personalidades. Aunque los tres se parezcan mucho, ese muchacho al que fichó el Real Madrid tras su participación en Torneo, un concurso deportivo televisado, no es exactamente el mismo que después triunfó en las canchas (aunque triunfó muy a su modo, y celebraba las victorias con una contención que muchas veces fue malinterpretada como frialdad, incluso con indolencia, pero es que nunca fue «muy partidario de los festejos escandalosos, crispados de saltos, abrazos, llantos, interjecciones y camisetas en molinillo»), y el futbolista profesional tampoco es el siempre fantasmagórico autor de esta narración, impostor de sí mismo. Podría serlo si estuviésemos hablando de unas memorias al uso, o de una crónica, o de un diario, pero, como ha quedado explicado, no es el caso, sino más bien un libro en el que Pardeza (que en algún momento menciona significativamente «mi deseo constante de evadirme de la realidad») recurre con tanta libertad como habilidad a las armas de la ficción (hay incluso cambios del punto de vista, como en esas pocas páginas en las que habla el psiquiatra guineano, o interpolación de materiales textuales ajenos o remotos…), y en el que por tanto todo ha de quedar bajo sospecha. Es lo que tiene la invención, la creación, la manipulación de lo realmente vivido.

Es por eso por lo que seguramente Pardeza tiene razón al intuir que su libro puede ser incomprendido en las redacciones de los medios deportivos, donde pueden causar cierto estupor las largas digresiones sobre literatura esotérica o directamente diabólica, o el excurso sobre la historia de Guinea Ecuatorial…, o acaso despistar la naturaleza dichosamente errática de la narración, aunque es bastante más lineal de lo que el autor teme en su captatio benevolentiae inicial. Además, los periodistas anhelan vérselas siempre con «la verdad», con los datos, con lo comprobado, con lo que ocurre en el campo y refleja al final el marcador, y así, aunque «hay tantos motivos para leer como maneras de hacerlo», difícilmente comulgarán con el reglamento de este otro juego, y sólo a regañadientes aceptarán la clave de que estamos ante una novela de aprendizaje, aunque sin duda reconocerán la singular personalidad de aquel escurridizo delantero cuando se autorretrata como «una identidad defectuosa que se sentía oprimida por la responsabilidad, ávida de aprobación ajena, que se había creído (o le habían hecho creer) que su comportamiento debía ser ejemplar y que, por tanto, no podía permitirse fallar ni defraudar a nadie». El libro, en efecto, se detiene mucho menos en cuestiones futbolísticas que en las zozobras de carácter psicológico o en las tentaciones psicoanalíticas que vivió Pardeza en su juventud, y que se acentuaron al llegar a Madrid y recibir la misma impresión que otros tendríamos al instalarnos allí veinticinco años más tarde («Llamaba la atención lo rápido que iba todo en la capital»). Afortunadamente, terminó comprendiendo que «disfrutar de la vida exigía a estar dispuesto a equivocarse e incluso a hacer el ridículo» y su relativa y comprensible rareza de partida pasó a ser –y esto es lo esencial– «una anomalía transpirada de ansias de vivir y de la voluntad de luchar por los propios sueños». El relato se detiene justo a las puertas de la conquista de esos éxitos, y en ello hay toda una declaración de principios. Es, en fin, y para entendernos, uno de esos libros que nos gustan…

Quien escribe estas líneas es un zaragozano madridista nacido en 1980, triple dato completamente irrelevante pero que en este caso puede dar cuenta de hasta qué punto la figura de Miguel Pardeza me ha acompañado y ha sido influyente en mi propia educación sentimental. Me considero la persona menos mitómana del mundo, pero hay ciertos ejemplos y ciertas presencias que impresionan, y digo lo de «presencias» porque, aunque yo llegué ya un poco tarde, todavía tuve tiempo de ver en el estadio de La Romareda la vaselina perfecta que le clavó a Francisco Buyo –mi mayor ídolo de entonces– en aquel 4-1 con el que acabó la temporada 1993-1994, y lo hice sin poder imaginar que pocos años después nos cruzaríamos un par de veces por la facultad, él de vuelta de las gestiones de su doctorado y yo acudiendo ilusionado a matricularme de las asignaturas del primer curso de la licenciatura, adicto ya a los libros («Aquella juventud no es que pudiera con todo, simplemente sucedía que no se cansaba con nada»). Mainer dirigiría también mi propia tesis, que exploró igualmente la literatura española de derechas… y allí se acaban los paralelismos, sobre todo porque me parece que ya no llegaré a jugar en Primera División, ni siquiera en esa categoría reina de la literatura a la que Miguel Pardeza acaba de incorporarse definitivamente con un libro desigual, descompensado, con extraños y arriesgados títulos de capítulos… pero estrictamente inolvidable.

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