Coordinado por Valerie Miles

Fotografía de Nina Subin, cedida por el autor y de Eduardo Carrera

VALERIE MILES

Los lectores que se han enfrentado a la magna lectura íntegra de los siete tomos de À la recherche du temps perdu de Proust saben que el efecto es tan auroral que abre una brecha entre el antes y el después. Por ejemplo, tras un verano inmerso en Proust, Rodrigo Fresán escribió su gran tríptico La parte contada, donde escribe: «Inventar era recordar hacia delante. Soñar era recordar hacia arriba o hacia abajo. Recordar era inventar hacia atrás». Se entra en un club y la conversación se extiende al infinito: a todas partes y a todas horas bergsonianamente. Andrés desde la selva misionera de Argentina, y Rubén, desde la biblioteca del Reina Sofía en Madrid, describen esta experiencia transformadora, este viaje ontológico que desafía la percepción del lector sobre la realidad y la subjetividad.


ANDRÉS BARBA

Querido Rubén: aprovecho esta invitación a la correspondencia para tener una conversación que desde hace años deseo tener contigo y cuyo tema conoces bien: Marcel Proust. Te pongo en contexto: hace tres años, coincidiendo con la pandemia, decidí leer de manera completa e ininterrumpida la Recherche, una obra monumental que sólo había leído a trompicones en mis años de universitario y que, desde entonces, había hojeado aquí y allá, pero siempre con esa sensación de «falta» que sentimos cuando sabemos que debemos leer algo en profundidad. Al igual, supongo, que a muchas personas, la pandemia me dio la ocasión perfecta. La sensación de inmovilismo general y de suspensión del tiempo, daba pie a proyectos de lectura que en otras circunstancias habrían parecido imposibles, y de ese modo me compré la Recherche en la traducción de Estela Canto y empecé a leerla de corrido en el lugar más improbable de todos, la selva de Misiones, Argentina. Cuatro meses más tarde la terminé de leer en el segundo lugar más improbable de todos: tu apartamento de Chelsea en Nueva York, al que me acabé trasladando para vivir, como recordarás bien, mientras tú estabas en Francia, para dar mis clases de Princeton.

Resulta bastante proustiano, si lo piensas, ese fin de lectura de la Recherche. Al otro lado de la ventana, en el cruce de la 16 con la octava, si no recuerdo mal, había un Nueva York nevado, espectral, lleno de mascarillas y neurosis, de este lado de la ventana, todos tus libros de especialista en Proust, entre ellos tu libro sobre Proust y los latinoamericanos que, por supuesto, me leí al instante. Todas nuestras vidas parecían también espectrales y en suspenso, como de alguna forma, lo eran muchos de los episodios que narraba Proust y de vez en cuando charlábamos por teléfono para que me explicaras las cotidianeidades de tu casa y los pequeños secretos del barrio, compartíamos una intimidad, pero desde lugares completamente ajenos del planeta. De esa lectura de Proust, que ahora considero una de mis experiencias de lector más intensas e inolvidables, recuerdo un descubrimiento que luego me ha servido mucho luego en mi vida como escritor: la convicción de que en una escena la duración lo es todo, porque basta que transcurra un instante más para que cambie nuestra percepción completa de lo que está sucediendo. Recuerdo una escena donde eso se ve muy bien, creo que en el tercer volumen: el narrador acude al teatro para ver una representación de Sarah Bernhardt. Lo hace entusiasmado y lleno de expectativas, pero cuando ve por fin a la actriz, le parece decepcionante, un poco histriónica, demasiado impostada, y su decepción le hace distraerse en las personas que asisten a la función, entre ellas, creo, madame de Guermantes, quien, a diferencia de él, está completamente fascinada por la representación. El narrador, que está aburrido, primero curiosea esa emoción, y luego, de nuevo, dirige su mirada hacia la actriz, pero ahora filtrada por la emoción de esa mujer, y al hacerlo descubre que, en contra de su primera impresión, efectivamente Sarah Bernhardt es una actriz admirable, es decir lo mismo que había esperado ver desde el principio, pero a través de un camino completamente distinto. Creo que la escena es un buen resumen de cómo se producen los descubrimientos en la vida, siempre de una manera indirecta, siempre con un origen en la periferia de otra cosa o de otra persona. La intimidad, es sólo una cuestión de perspectiva y duración.

Me gustaría saber cómo fue la primera vez que leíste tú la Recherche, en qué contexto, y si recuerdas alguna escena que, en aquella primera lectura, resultara tan luminosa como lo fue para mí, esa escena de la Bernhardt.

Abrazos desde Misiones

RUBÉN GALLO

Madrid

Querido Andrés, qué alegría recibir tu carta. Hace ya varios días que te he estado escribiendo, en mi mente, tantas cosas que quiero contarte. Estoy en Madrid — en tu ciudad, así como tu estuviste en la mía hace unos años —, escribiendo un libro sobre La Habana de los años cincuenta: la de Cabrera Infante, con sus cabarets y casinos y mafiosos y turistas americanos y prostitutas y todo lo demás. Estoy viviendo en el Barrio de las Letras y todos los días me paso muchas horas en la Biblioteca del Reina Sofía escribiendo mi libro. Estoy en Madrid, pero en La Habana también, y vivo más en el mundo de aquellos años que en el de hoy.

Esa escena en el teatro con la Bernhardt me recuerda otra que ocurre en el primer volumen de la novela: el narrador, que en ese momento es aún niño o adolescente, ha oído hablar muchísimo de la Duquesa de Guermantes pero nunca la ha visto. Se la imagina como una mujer elegantísima, refinada, inteligente, inalcanzable. Un día acompaña a su abuela a misa en la iglesia de Combray —esa ciudad de provincia donde vive su familia paterna —y allí ve por primera vez a la Duquesa. Su primera reacción —como después ocurrirá en el teatro, con la Bernhardt— es de una gran decepción: se había imaginado a una mujer con atributos casi sobrenaturales y se ve frente a una señora muy ordinaria, no muy atractiva, regordeta y vestida como su tía.

Después de expresar su desilusión, el narrador continúa observándola, aunque su mirada pasa de la Duquesa a las estatuas y relieves que decoran la iglesia de Combray: se fija en las imágenes de santos, de vírgenes, en las escenas bíblicas. Y al contemplar uno de los relieves —una santa— se da cuenta de que esa figura de piedra tiene las mismas facciones que la Duquesa. Allí cambia de opinión y se da cuenta de que es una verdadera aristócrata y de que su fisionomía está como esculpida en la piedra y marcada por siglos y siglos de historia.

Allí se da un juego de espejos que es muy proustiano: la escultura adquiere valor porque se parece a la Duquesa y al mismo tiempo la mujer se vuelve más refinada y elegante porque reproduce el semblante del relieve. La piedra se humaniza y la aristócrata queda petrificada.

Es un juego en tres movimientos que es muy proustiano: primero, la imaginación que construye una imagen idealizada; luego, la confrontación con la realidad, que decepciona por su pobreza, en comparación con lo imaginado; y por último un tercer momento en que lo imaginado se vuelve más realista y la realidad se vuelve más imaginaria.

Me preguntas sobre mi primera lectura de la novela. Fue en 2005, en París. En Princeton mis colegas suelen bromear y decir que para leer a Proust hace falta un sabático. Pues así fue: estaba de sabático y decidí leerme los siete volúmenes de la novela. Fue una experiencia hermosa, deslumbrante y también decepcionante. Decepcionante no por la escritura de Proust sino por la realidad con que me topaba cuando salía a la calle. Había pasado horas leyendo esa prosa exquisita, con esa ironía, con esos juegos retóricos y lingüísticos y cuando hablaba con los parisinos me daba de bruces con un lenguaje vulgar, tosco, falto de códigos. Soñaba con conocer a un Charlus, a un Jupien, a un Morel, pero me encontraba con muchachos que querían vivir en Brooklyn y que decían «c’est cool». Luego me di cuenta de que estaba siendo estereotípicamente latinoamericano: hay un cuento de Donoso, «El tiempo perdido», que narra justamente ese desfase. Muy latinoamericano y muy proustiano también, por la idealización imaginaria de una realidad que decepciona.

Sabes, al leer la novela siempre pensé que el mundo que describía Proust —con esa formalidad excesiva, con esos códigos, con todos esos juegos entre lo que no se dice y lo que se insinúa— es algo que ha desaparecido en Francia pero que sigue vivo en algunos lugares de América Latina. Hace unos años fui a Tucumán y conocí a los descendientes de Gabriel de Yturri, uno de los latinoamericanos de Proust: un matrimonio octogenario. Recuerdo mi sorpresa al descubrir la formalidad con que me hablaban: «si el señor quiere, podríamos almorzar juntos… ¿a qué hora tiene su tren el señor? ¿Es la primera vez que el señor visita Tucumán?». Allí descubrí ese «hablar en tercera persona» que tanto le interesa a Proust (hay una anécdota maravillosa: cuando Proust, enfermo y en cama, entrevista a Céleste Albaret para ver si la contrata como sirvienta, le hace solamente una pregunta: «¿Está de acuerdo en hablarme siempre en tercera persona?» A lo que Céleste, que era una niña de 16 o 17 años, responde: «Eso, señor, no podré hacerlo nunca…porque no sé qué es eso»). A diferencia de Céleste, los señores Yturri sólo sabían hablar en tercera persona. «Si los señores no tienen otro compromiso, para mí sería un honor almorzar con ellos», les respondí, remedando las frases de Proust.

Eso me lleva, querido Andrés, a preguntarte si allá en Posadas has encontrado algo que se parezca al mundo de Proust: una cortesía exagerada, un apego a las formas, un uso del lenguaje extremadamente codificado. O quizá alguna Duquesa perdida en la selva…

Hasta ahora en Madrid no he tenido experiencias proustianas pero estaré atento y te contaré en la siguiente carta. Muchos abrazos de Rubén.

ANDRES BARBA

Qué bonita esa escena que relatas en la iglesia de Combray, la decepcionante duquesa que restaura su dignidad volviéndose estatua y colmando a su vez de carne a la piedra. Me hace pensar en otro principio natural de la novela de Proust: que las escenas siempre empiezan antes de las escenas, en la expectativa, tal y como decía Mohammed Ali que los combates comienzan antes del combate, en la forma en la que consigues hacer de ti mismo un gigante indestructible antes de llegar al ring. Igual que los oponentes de Ali llegaban medio derrotados por el mito de Ali, el protagonista de la Recherche siempre llega tan cargado de expectativas a la realidad que su encuentro con ella sólo puede suponer una colisión. Por otra parte, el narrador siempre está eludiendo la realidad de algún modo, porque lo único que permite la ensoñación es la periferia de la realidad, y si hay algo de lo que está enamorado el narrador es de su propia ensoñación. Recuerdo una escena de Albertine desaparecida, el sexto volumen, donde el narrador reconoce que la concentración de su felicidad con Albertine no estaba en sus encuentros, sino en el momento en el que, desde su ventana, la veía entrar en su casa, es decir, en el momento de la inminencia de un placer que aún no se había producido. La experiencia de la felicidad es muchas veces la seguridad de la inminencia de la felicidad, un descubrimiento triste que nos convierte en eso que decía Zambrano, criaturas «eternamente ficticias», porque nuestro corazón está anclado entre dos tiempos inexistentes: el que ya no está y el que no está todavía.

Me gusta también esa pregunta sobre si hay algo proustiano en este contexto mío misionero. Creo que hay un mundo que habría fascinado a Proust, y es el mundo de las ruinas jesuíticas en mitad de la selva, la forma en que una utopía social no muy lejana en el tiempo de pronto parece, por virtud de la selva y su voracidad, tan lejana como los mitos griegos. Esa ambivalencia completamente subjetiva de un tiempo elástico, cercano y ya inalcanzable, que contrasta a la vez con el contexto, totalmente denigrado y decadente de las comunidades guaraníes en la actualidad, mezclado a su vez con esa extraña autoridad y aristocracia que tienen los guaraníes, que siempre parecen mirar con la grandeza de un príncipe en harapos, creo que le habría fascinado. Es posible que hubiese tratado de hacer un personaje colectivo con la comunidad guaraní, un personaje fascinante e irritante a la vez, tal y como era el grupito de chicas de A la sombra de las muchachas en flor. La selva le habría interesado mucho, quizá a la manera en la que le interesó a Herzog en Fitzcarraldo, por su natural e imprevisible conexión con la ópera. La experiencia de la selva es una experiencia barroca, llena de crueldad, sadismo y belleza, todos elementos a los que era muy sensible nuestro amigo común. Le habrían interesado también, creo, el mundo de las familias patricias enriquecidas con la yerba mate, tratando de perpetuar sofisticadas costumbres europeas en quintas metidas en medio de la nada, ríos descomunales, rodeados del ensordecedor grito de las chicharras, como zoos que perpetúan animales exóticos fuera de su entorno natural.

¿Y tú querido? Me interesa también saber si ves tú algo proustiano en ese Madrid, la ciudad -creo- menos proustiana del mundo. Abrazos desde el sur, Andrés

RUBÉN GALLO

Querido Andrés: esa mirada emocionada de Marcel sobre la Albertine que está por llegar da la clave de cómo funciona el deseo en la novela. Swann se enamora perdidamente de Odette y hace todo por conquistarla, pero cuando por fin hace vida de pareja con ella se desilusiona — de ella y del mundo — y es allí cuando pronuncia esa frase terrible: «y pensar que he desperdiciado los mejores años de mi vida por una mujer que ni siquiera era mi tipo». Fassbinder juega con la misma idea en muchas de sus obras: ¿te acuerdas de Gotas de agua sobre piedras calientes? Un señor de clase media se enamora de un gigoló que se queda a vivir en su casa. En los primeros días se siente feliz, incrédulo de que esa fantasía erótica sea realidad: él es un hombre cincuentón y tiene a su lado a un muchacho precioso, veinteañero, fuerte y sexy. Pero pasan los días y las semanas y los meses y al final esa relación pierde su brillo y termina convirtiéndose en algo aburrido y convencional: el muchacho limpia la casa, cocina, lava la ropa y espera que llegue su amante para preguntarle cómo le fue en el trabajo. Ya no hay chispa ni deseo: los aplastó la cotidianidad.

Hoy, mientras escribía en la biblioteca del Reina Sofía, pensaba en tu pregunta sobre si hay algo proustiano en Madrid. A primera vista no: es una ciudad directa y abrupta, todo lo contrario de ese lenguaje sutil y lleno de vericuetos de Marcel. Pero, aunque no sea una ciudad proustiana, también se dan experiencias proustianas. Te cuento una que tuve justo ayer.

Hacía mucho tiempo que quería ir a Carabanchel. Es un lugar que había visto en las películas de Eloy de la Iglesia de los años 70 y 80, cuando era un barrio peligroso, lleno de delincuentes, lejos de Madrid, y con una gran cárcel en medio de todo. Creo que aparece también en alguna novela de Juan Goytisolo. Durante una época, los muchachos de Carabanchel hacían el largo viaje al centro de Madrid e iban a pararse en la Puerta del Sol esperando que un señor rico los invitara a su casa. Tenían un lenguaje propio y decían cosas como «Tío, que te pillo el caca». Algunos eran muy malos: podían robar e incluso matar — algo que excitaba terriblemente los señores de buena familia que contrataban sus servicios.

Ayer por fin pude conocer Carabanchel: un amigo me invitó a visitarlo en su estudio. Mi primera sorpresa: siempre lo había pensado como un lugar muy lejano y resulta que en metro se llega en veinte minutos, aunque me pregunto si ese metro ya existía cuando Eloy de la Iglesia hizo sus películas. Mi gran decepción, como podrás imaginar, fue que no encontré a ninguno de esos muchachos que había visto en la pantalla: no vi delincuentes, ni chaperos, ni gente peligrosa, ni nadie que me hablara de pillar el caca. Me encontré, en cambio, con muchos artistas que hablaban de galerías, ferias, viajes, coleccionistas, y la próxima Bienal. Ciertas partes me hicieron pensar en Brooklyn.

Luego pensé en Jupien y en la gran fascinación que sentía Marcel por ese mundo de burdeles y prostitutos. Una noche regresó a casa, extenuado, como si hubiera corrido un maratón, y le contó a Céleste Albaret que había asistido a una escena terrible: presenció como un hombre era azotado sin piedad por un muchacho joven: sangre por todas partes. Cuando Céleste le preguntó por qué se había sometido a esa experiencia, Proust respondió: «porque eso es un tipo de verdad: nadie puede inventarlo».

En la novela hay una escena muy divertida en que Charlus — ese señor tan elegante y tan esnob — llega al burdel de Jupien y pide que le traigan a un delincuente, a un muchacho muy malo que le dé de latigazos. Jupien le trae a uno y luego a otro, pero ninguno le gusta: «se ve que no son malos; son muchachos buenos que se hacen pasar por malos», dice Charlus cabizbajo.

En sus películas Eloy de la Iglesia hizo de Carabanchel un enorme burdel de Jupien. Y yo lo que encontré anoche fue un barrio lleno de hípsters, aunque quizá se trate de muchachos malos que se hacen pasar por buenos, o de muchachos buenos que se hacen pasar por artistas.

Me encanta tu pregunta sobre qué hubiera visto Proust en la selva. Yo creo que sí, que le hubiera fascinado entender las jerarquías sociales y de otro tipo que se forman en ese mundo, tan distintas de las del Faubourg Saint-Germain, pero quizá, en el fondo, muy parecidas.

A Proust le encantaba narrar las cenas y las fiestas: de hecho, La Recherche puede dividirse en unas cuantas soirées a las que asiste Marcel. ¿Tú cuál recuerdas? ¿Y cómo son las cenas y las fiestas allá en Posadas? ¿De qué habla la gente? ¿Cómo son las formas? ¿Y qué hubiera visto Proust en ellas? Te mando un abrazo, ya de regreso de Carabanchel.

ANDRÉS BARBA

Rubén querido: ¡me divierte mucho tu visita a Carabanchel en busca de Proust! ¡Eso sí que es un viaje! Hace años, recuerdo, cuando estaban a punto de derribar lo que entonces ya eran los escombros de la cárcel de Carabanchel, fui a visitarla con un amigo escenógrafo que estaba fascinado con ese lugar. Saltamos las vallas y nos metimos hasta el corazón de la cárcel, un panóptico abandonado (hay fotos en internet) donde se caía el techo a pedazos, y todavía trapicheaban muchos yonquis. Me pareció un lugar fascinante, cargado de una especie de malignidad neutral, como describía Foucault en Vigilar y castigar, un lugar en el que la violencia de Estado estaba legitimada (fue una de las cárceles más importantes de la represión política en la dictadura), me impresionó muchísimo su energía. Pero lo que más me impresionó fue, al recorrer una de las galerías, descubrir que en una de las últimas celdas vivía una chica yonqui. Había decorado, recuerdo, aquel lugar siniestro con corazoncitos y recortes de Hello Kitty. El contraste, kitsch y brutal, entre el espacio, la cursilería de los dibujos, y la bestialidad de su condición de adicta, era tan difícil de digerir que uno sentía que le cortocircuitaba en el cerebro. Ahora en retrospectiva, me parece la imagen menos proustiana posible, pero me pregunto cómo lo habría descrito Proust.

Dejo en suspenso tu pregunta (infinita) de las fiestas, esta correspondencia es demasiado pequeña para un tema tan grande, pero quedamos emplazados con una botella de vino, para una conversación comme il faut. Abrazo desde el Sur.

RUBÉN GALLO

Querido Andrés:

Esa última imagen —la de la yonqui que decoró esa celda de la cárcel con corazoncitos— es muy proustiana y a Marcel le hubiera encantado. Allí está otro de los mecanismos que aparece en la Recherche: la conversión de algo violento, abyecto o vulgar en algo bello y sublime. Hay muchos ejemplos, empezando por el burdel de Jupien. Todo lo que pasa allí es espantoso, pero el narrador, a través de su lenguaje, su sentido del humor, sus metáforas y sus imágenes, lo convierte en un episodio tierno y luminoso. Algo parecido hace Genet: recuerdo que una de sus novelas empieza justamente con la imagen de un preso en la cárcel que el narrador se propone transformar en una flor. Y eso sucede: Genet narra escenas grotescas, pero con un lenguaje florido y lleno de adornos.

Qué maravilla de imagen la de esa yonqui en su celda decorada de corazones. ¿Qué habrá sido de ella? Por lo que me cuentas me imagino que han pasado unos veinte años desde que visitaste esa ruina, así que esa muchacha ya será una mujer madura. ¿Cómo será su vida en este mundo del 2023? ¿Andará por la vida decorándolo todo con corazoncitos? Ojalá que así sea y que nunca deje de hacerlo. Si vuelves a verla por favor sugiérele que se dé una vuelta a Princeton: nos haría mucho bien.

Bueno, querido: acá en Madrid ya son las once de la noche y es hora de cerrar esta correspondencia, que tanto disfruté, por los caminos de Proust, que nos llevaron de la selva de Misiones a la cárcel de Carabanchel. A fin de cuentas parece que esos dos espacios no son tan distintos: como decía Marcel, tout se tient.

Un abrazo fuerte y un día tendremos que tomarnos ese vino en Posadas…o en el Hotel de Jupien,

Rubén


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Rubén Gallo  México. Ensayista y novelista, es autor de dos novelas — Teoría y práctica de La Habana y Muerte en La Habana — y de varios ensayos sobre la relación entre las vanguardias europeas y Latinoamérica: Freud en México y Los latinoamericanos de Proust. Es profesor de literatura hispanoamericana en Princeton, donde ocupa la cátedra Walter J Carpenter, y miembro de la Academia Americana de Artes y Letras.

Andrés Barba (Madrid, 1975) es autor de La hermana de Katia (finalista del Premio Herralde de Novela), La recta intención, Ha dejado de llover, Ahora tocad música de baile, Versiones de Teresa, Las manos pequeñas, Agosto, octubre, Muerte de un caballo, En presencia de un payaso, República luminosa (Premio Herralde de Novela), de Guastavino y Guastavino, o El último día de la vida anterior, entre otros títulos. Como traductor ha publicado versiones de Melville, James, Conrad y De Quincey, entre otros muchos autores. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Princeton y ha disfrutado de becas y residencias de la Rockefeller Foundation, la Academia de España en Roma y la New York Public Library. Su obra se ha traducido a veintidós idiomas en algunas de las editoriales más prestigiosas del mundo.

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