Rafael Chirbes
Diarios. A ratos perdidos 3 y 4
Anagrama
704 páginas
Tenido por mucho tiempo como un género de escritores para escritores o, como mínimo, para lectores de apetitos muy librescos, el diario ha encontrado con Rafael Chirbes una combinación inusual y feliz: llegar a públicos más amplios, elevar su aprecio general y hacerse sentir en el comentario de la crítica especializada. Intereses y polémicas aparte, la publicación de los dos primeros volúmenes de estos «ratos perdidos» -cuyos volúmenes tres y cuatro comentamos ahora aquí- ha venido a ratificar el peso de Chirbes en la prosa contemporánea española. Lo ha hecho con un énfasis que el propio autor quizá hubiera apreciado en vida, pero bienvenidos sean gregarismos y conversiones si con ellos no solo se hace justicia a un autor sino que se beneficia un género. No en vano, hace tiempo ya que debemos dejar de decir eso de que el diarismo es ajeno a nuestra tradición literaria: con la suerte póstuma de Chirbes, el género ha conocido en estas décadas una expansión que a buen seguro no había conocido siquiera con cultivadores de tanto mérito como Valentí Puig, José Carlos Llop, Andrés Trapiello o un Sánchez-Ostiz citado y apreciado por el autor valenciano. Es de esperar que la buena publicidad de los diarios de Chirbes tengan un efecto derrama que beneficie la atención dispensada a estos y a otros.
«Refugio del cobarde» frente al «atletismo de la verdadera escritura», la diarística de Chirbes tiene algo -no es infrecuente- de exudado de su trabajo narrativo: si por una parte, no le ha reservado lo mejor de sus esfuerzos, por otra podemos pensar que los meros ejercicios de dedos de Chirbes tienen ráfagas de oro. Estos cuadernos, en todo caso, le permiten unas libertades a través de las que nos llegan, sin filtrar, el escritor y el hombre: sus lecturas y sus viajes y sus penas, su mala conciencia, sus estallidos de gozo, su vista atrás a la memoria, sus perezas y autocompasiones y crisis de escritor y sus entusiasmos literarios. No todos los escritores salen humanamente bien parados -pienso en Saramago- de sus notas: Chirbes sí, y con una cuquería muy medida, cosa que se agradece, para el mundo o la posteridad. Estamos, en todo caso, ante un diario de la vertiente más ensimismada o reconcentrada: Chirbes no quiere reflejar más mundo que el que tiene cerca. Pero si un diario engancha, más allá del azar las simpatías o antipatías por el autor, es menos por la vocación testimonial que, obra literaria al fin y al cabo, por la verosimilitud del personaje.
Y este está logrado, con el mérito añadido de que a Chirbes parecía importarle más escribir que ser escritor, y escenas que en otro serían motivo de alipori -ir de Cervantes en Cervantes, charlar con doctorandos, romantizar la escritura en habitaciones de hotel- en él quedan desactivadas por una naturalidad que se redime. En los años (2005 a 2007) de este volumen ocurren algunas cosas de importancia: Chirbes se despide de su trabajo gagne-pain en una revista, y emprende viajes cortos, más por el extranjero -Nápoles, Nueva York, Berlín…- que por España, mueren algunos amigos y, ante todo, lucha con la novela. Lo más importante, de hecho, que ocurre de verdad con Chirbes son esas escenas de interior -de lo doméstico a lo personalísimo-, y de toda la tramoya política de esos años apenas nos queda más que una rúbrica generacional, de la que el autor es muy representativo: la del revolucionario que, tras abrazar la socialdemocracia, se siente traicionado por los suyos.
Como en todo diario, el material es irregular o, más bien, se alinea excepcionalmente con los gustos y aprensiones del lector: uno cree, por ejemplo, que el Chirbes viajero podía haberse exigido más con esa capacidad de descripción que apenas ha tenido paralelismo en nuestros días; lo mismo puede decirse de no pocos entusiasmos lectores y cinematográficos -y, aún más, artísticos-: uno apunta y busca la película o el cuadro del Perugino, pero los entusiasmos transmiten poco cuando solo transmiten entusiasmo. Pero cuando se detiene -como con Blasco Ibáñez- o cuando da vueltas y vueltas a lo largo del tiempo -como con La Celestina- a un libro o un autor, Chirbes resulta descomunal. Por otra parte, él mismo ya avisa de que todas las citas, las notas breves de lectura y demás son «material de trabajo».
Lo que aporta su grandeza al diario -y aún le quedaban no pocos años para morir- es su aire de final, de despedida, de conciencia repetida de la escasez del tiempo: Chirbes ya calcula incluso cuánto podrá todavía escribir. Es inevitable que los grandes sufrimientos flaubertianos –«Leo lo que llevo escrito y se me cae el mundo a los pies», «no creo que haya persona menos dotada para la escritura que yo»- generen mucho pasmo y comentario, aunque él mismo se reprocha que «si yo no aguanto a los llorones [¿los aguanta alguien?], por qué me tolero este baboserío». Pero son nada y nonada ante la manera de levantar testimonio de un cuerpo que todavía goza pero que ya va cediendo espacio a la muerte y su aprensión: es imposible no reconocerse en unas páginas donde el barroquismo lleva al senequismo y la palabra literaria adquiere grandeza y verdad. No hay apenas humor en el Chirbes que anota; no hay opiniones incorrectas que escandalicen, e incluso hay no poco de lo que él mismo llama el ametrallamiento del lugar común («Siempre, la infancia y los sabores»). Pero en alguien que -pese a las muchas durezas sufridas- no parece guardarle el menor rencor a la vida; en alguien que tiene la decencia de encerrarse en la autocompasión en lugar de dar salida a la amargura, el sufrimiento tiene una verdad de orden biológico. Si hubiese que darle un título a estos diarios por su frase más utilizada, tal vez habría que llamarlos «ayer bebí». Pero hay hermosura en ese choque entre la inevitable comedia humana de nuestra imperfección, encarnada en Chirbes, y una lucha casi ascética para llegar, como llegó, a obras sublimes del arte de narrar.
El gran logro de Chirbes no está en sus diarios, pero en sus diarios aparecen aquí y allá momentos del Chirbes mejor, al hablar -¡antes de la pandemia!- del guardia municipal que cada español lleva dentro o la «poco simpática idea de prepotencia» que logra transmitir Berlín. Hay muchos quilates ahí y, como tal vez no podía ser de otra manera en un escritor de cercanías, del todo ajeno a la idea de literatura como mecano, sus páginas sobre una Valencia «más ostentosa que rica», aun antes de que todo acabara en el Código Penal, son dignas de antología. Como lo son algunas escenas en las que narra la lucha de su abuela por mantener la higiene para no pasar de la pobreza a la miseria: unas escenas, y unas páginas, en las que hay una visión del mundo. Al terminar el libro, alguien me preguntó si Chirbes salía bien o mal: sale bien, y ojalá hubiésemos tenido la suerte de frecuentar su bar. Pero lo más importante es que sale verdadero.