«Creo que, incluso en las historias más realistas, la ficción siempre empieza cuando algo extraño o inesperado sucede»Por Florencia del Campo

Fotografía de Suhrkamp Verlag

Samanta Schweblin comienza públicamente su carrera literaria en el año 2001 (ese año terrible de la crisis y el corralito) cuando gana el Premio del Fondo Nacional de las Artes con un libro de cuentos, El núcleo del disturbio. El título parece perfecto para el contexto político y económico. El terror de sus cuentos también. De ahí en más, su carrera siguió apuntando alto y dando en el núcleo mismo, en ese tan premonitorio. Continuó ganando importantes premios y acomodó su vida para apostar por la escritura. Se mudó a Berlín y no se olvidó de llevar en el equipaje la tradición de taller literario argentino. Se armó una vida en la capital europea que le permitió trabajar con la escritura para vivir de la literatura. Tiempo-espacio-dinero, coordenadas de cualquier vida, factores inquietantes que se articulan o se friccionan y están en tensión con lo único que debería organizar el eje: el deseo. A lo largo de su carrera publicó dos novelas y tres libros de cuentos, hasta ahora, y participó en la adaptación cinematográfica de uno de sus libros: Distancia de rescate. 

Título acertado si los hay en la historia de la literatura, «distancia de rescate» ya no es solo el nombre de la novela sino también una idea, una metáfora que circula en ciertos sectores, una imagen, de esas imágenes geniales que no abundan y que tienen la fuerza del destello. «Distancia de rescate» es un modo de tensión en el vínculo madre-hija, es un señalamiento a la mirada de la madre, es del estrago lacaniano su versión más literaria, pero es también en el habla común, ya instalada la frase, la posibilidad del cuidado y la salvación. O quizá solo la ilusión de ese rescate. Es la medida justa para evitar el horror. Pero la literatura de Samanta siempre nos hace pensar que quizá ese horror ya haya pasado, que hay algo de irreversible e irremediable, que hay que ir atrás a buscar ese salto al vacío, porque el vacío estaba antes, en la medianera que quedó a nuestras espaldas mientras intuíamos la caída. 

En su última novela, Kentukis, se abre hacia un género más distópico, donde se propone al ser humano y a la tecnología como una especie de binomio actualizado que permitiría repensar la dialéctica del amo y del esclavo, sin saber muy bien quién es quién ni de qué lado está el horror, el temor y el sometimiento. 


Hace pocos meses recibiste en Roma el Premio IILa-Literatura, un premio que valora obras latinoamericanas traducidas al italiano. Kentukis, tu última novela, publicada en Italia por Edizioni Sur en 2019, es la obra con la que fuiste premiada. Me interesa que comentemos, entonces, tres cuestiones que se desprenden de esto: el panorama de la literatura latinoamericana en el extranjero, la importancia de las traducciones, y el mundo de los premios. Empecemos por las dos primeras, que creo que van de la mano. ¿Cómo sentís al panorama de la literatura latinoamericana en general, pero concretamente en relación a su posibilidad de circulación en otras lenguas? 

La literatura latinoamericana creció muchísimo en estos últimos diez años. No creo que antes se escribiera menos, ni que estas nuevas generaciones sean más interesantes que las anteriores. Creo más en otros factores, como las editoriales independientes, menos monopolios de las distribuidoras, más contacto entre editores y autores de distintos países. Y también una nueva masa de lectores mucho más importante para la subsistencia de las editoriales españolas, lo que hace que en España se publiquen más latinoamericanos, lo que a su vez nos acerca también a las traducciones. 

También creo que es un buen momento para la literatura en traducción. Yo publiqué mi primer libro en el 2001. Pero no fue hasta el 2010 que publiqué por primera vez en España, donde supuestamente empezaba el circuito de las traducciones. En dos años rondaba las quince traducciones y recuerdo a mis propios editores sorprendidos con estos números, no solo porque yo era una autora desconocida sino porque se trataba de un libro de cuentos. Recuerdo que el caso se comentaba como una gran excepción. Estos últimos años hay varios casos de primeras novelas, o incluso primeros libros de cuentos, traducidos inmediatamente al inglés, por ejemplo. Y además se leen, porque algunas de estas traducciones están también apoyadas por premios de prestigio internacional, que dan visibilidad más allá de los nichos. Creo que esto va acompañado de una revaloración de la figura del traductor, que pasó de ser un nombre escondido en la página legal del libro, a figurar en portada, a jugar incluso como una suerte de «editor», en el sentido de que hoy algunos libros se venden porque son traducidos por traductores estrella, y en muchos casos los traductores están ahora incluidos en estos premios de novelas extranjeras casi como coautores de los libros. Apoyo completamente este movimiento. 

Sobre la última cuestión a la que me refería, el listado de los premios que obtuviste a lo largo de tu carrera es realmente largo, y así todo voy a nombrarlo: Premio del Fondo Nacional de las Artes, Premio Haroldo Conti, Premio Casa de las Américas, Premio Juan Rulfo, Premio Konex, Premio Tigre Juan, Premio Ribera del Duero, Premio Tournament of Books, Premio Shirley Jackson, Premio Mandarache, el ya mencionado Premio IILa-Literatura, y el Premio O. Henry de ficción corta 2022 (recibido recientemente). Por un lado, los premios celebran un trabajo ya hecho, pero también disparan hacia el futuro. O dicho de otro modo, los premios cierran coronando pero alimentan la idea de una promesa. ¿Cómo vivís vos este doble movimiento? 

Los premios dan visibilidad y a veces también algo de dinero. ¿Por qué los escritores hablan tan poco de dinero, si siempre hay que tener otro trabajo aparte del de la escritura para poder comprar el tiempo libre para escribir? Y el tiempo libre es una de las cosas más caras de este mundo. Trato de pensar que los premios son algo que les pasa a los libros, no a mí. Los agradezco y sé que son un apoyo importante para los libros. Pero también fui varias veces jurado, y sé que en muchos de estos premios lo que separa a los finalistas de quien finalmente gana, raya casi lo arbitrario o lo circunstancial. 

La literatura latinoamericana creció muchísimo en estos últimos diez años. No creo que antes se escribiera menos, ni que estas nuevas generaciones sean más interesantes que las anteriores. Creo más en otros factores, como las editoriales independientes, menos monopolios de las distribuidoras, más contacto entre editores y autores de distintos países. Y también una nueva masa de lectores mucho más importante para la subsistencia de las editoriales españolas, lo que hace que en España se publiquen más latinoamericanos, lo que a su vez nos acerca también a las traducciones

A veces también los premios pueden ser incómodos. Por ejemplo, estuve a punto de no aceptar el premio Illa. Era un premio que no conocía, al que yo no me había presentado por mi cuenta, y sobre todo, un premio en el que Mario Vargas Llosa era el jefe del jurado. Yo leí a Vargas Llosa con mucha admiración en mi adolescencia, pero me fui alejando de él poco a poco por sus ideas políticas. No tengo nada personal en su contra, pero me preguntaba si yo hacía bien en aceptar un premio de manos de alguien que, políticamente hablando, representa muchas ideas con las que no estoy de acuerdo. Pensé en renunciar, pero descubrí que, en la lista de los más de veinte ganadores de este premio que data de los años 60, no había ni una sola mujer. Hay ganadores como José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Jorge Amado, Antonio di Benedetto, Mario Vargas Llosa, Adolfo Bioy Casares, Augusto Monterroso… la lista es excepcional, es larga y es merecida. Pero no hay ni una sola mujer. Me impresionó muchísimo. Pensé que los premios pueden ser circunstanciales, sí. Pero los espacios que se habilitan –o que no se habilitan– para los grupos, las tribus, las minorías o las mayorías, son espacios más deliberados, y nos muestran quiénes somos como sociedad, hasta dónde llegamos y qué nos queda aún por hacer. Decidí entonces aceptarlo, para ocupar el lugar por el que tanto hemos estado luchando, y para pedir leer unas palabras sobre este tema. En la entrega del premio, contenta de ver tanta prensa internacional, nombré una larga lista de lo que para mí son las grandes maestras latinoamericanas, todas ausentes en la lista oficial de los premiados, sin excepción: Silvina Ocampo, Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Elena Garro, María Elena Walsh, Armonía Somers, Clarice Lispector… Tuve que hacer un esfuerzo para no emocionarme, porque leyendo esos nombres en voz alta, me di cuenta hasta qué punto eran nombres desconocidos. De alguna forma, la lista de los hombres era una lista de nombres vivos, presentes aunque casi todos estuvieran ya muertos; la lista de las mujeres, en cambio, era una lista de mujeres ausentes y desconocidas. Esto es, también, lo que hacen los premios. Y si buscan notas periodísticas sobre ese día, en todas está mi foto aceptando sonrientemente el premio, y en casi ninguna están citadas mis palabras y la larga lista de autoras. Se trata de todo un sistema de comportamientos que aplasta cualquier anomalía o intención de cambio. Y por supuesto, esto no es solo un problema que atañe al minúsculo mundo literario.

Voy a volver, a riesgo de pecar de insistente, un poco sobre la literatura latinoamericana contemporánea. Se habla de tendencias, incluso se utilizan etiquetas para agrupar a autoras bajo tendencias narrativas como el gótico andino, el gótico pampeano, el neorrural, la autoficción o cualquier otro subgénero que a vos se te pueda estar viniendo a la cabeza. Quiero saber si la lectura que vos hacés del panorama de la literatura latinoamericana actual está atravesada por estas categorías, y sobre todo, si te parece interesante diferenciar la literatura latinoamericana que se produce desde ese continente, de la que se produce desde fuera (el listado de las autoras de esta segunda categoría abre contigo y sigue con autoras como Ariana Harwicz o Mónica Ojeda, por mencionar apenas dos). 

Leo a mis pares por fuera de esas etiquetas. Me gustan sus nombres porque hay algo de apropiación –gótico «pampeano» o «andino»–, y porque hay una revaloración del género fantástico, del horror, y de la ciencia ficción, que al fin empieza a considerarse también «literario». Pero no tengo claros sus límites y no tengo estas etiquetas en cuenta ni a la hora de elegir los libros ni al momento de pensarlos. 

Me interesa tu pregunta sobre si hay algo que diferencia o aúna las literaturas que se escriben desde afuera de nuestros países de origen. Me pregunto qué pasa con los españoles con los que cada uno escribe, cuánto molestará –o al contrario, ampliará–, para el lector o para una historia en particular, estos españoles que hablamos los que vivimos afuera, que son españoles tan manchados, de tanto olvidar palabras o pedir prestadas nuevas, o sentir la falta de palabras de otras lenguas que no tienen traducción a la nuestra. Pienso en el caso de Julio Cortázar, que fue tan juzgado por su generación cuando, veinte años después de haber dejado Argentina, seguía escribiendo con el español de los años cincuenta. Me parece que en estas generaciones nuevas que escriben desde afuera, el español se vuelve algo así como una lengua personal, un español único que casi es un mapa en el que puede leerse en qué ciudades nacieron esos autores, con qué tradiciones se formaron, y desde dónde escriben ahora. Además de las autoras que nombraste pienso en Alejandro Zambra, en Andrés Barba, en Valeria Luiselli, Álvaro Enrigue, Lina Meruane, Laura Alcoba, Andrés Neuman, Eduardo Halfon, Rodrigo Hasbún, Benjamín Labatut… puedo nombrar otros veinte, y solo estoy pensando en autores de mi generación que hace tiempo que ya no escriben desde sus países. Es una cantidad enorme de autores. Y más me intriga todavía pensar, además del problema de la lengua, cómo sus experiencias extranjeras tocará sus imaginarios. Theodor Kallifatides tiene un libro hermoso sobre la condición del escritor extranjero, Otra vida por vivir. Dice que quizá ese sea el precio que hay que pagar por vivir en un país extranjero. Que no solo se vive una vida distinta a la que se dejó atrás, sino que, además, la vida en el extranjero te vuelve extraño. 

Con todo lo que decís, me interesa conocer más sobre tu experiencia personal acerca de escribir desde afuera. ¿Cómo habitás y entendés vos la idea de extranjeridad desde la tensión entre patria y lugar de residencia? Porque en tu caso te fuiste a vivir a un país en el cual el idioma es otro diferente a tu lengua materna, y en ese sentido puede que el castellano no se te haya contaminado tanto. Pero al mismo tiempo, el riesgo ahí es tener un castellano que no está activándose y renovándose en lo cotidiano. Entonces la pregunta no es solo por una posición física y subjetiva (cuerpo) de habitar lo extranjero, sino también por la lengua, por la posibilidad de que la lengua sea ella misma un extrañamiento, un fuera-de-lugar. ¿O la lengua siempre es extranjera?

Vivo sobre todo en una gran burbuja latinoamericana, así que sí, mi español está manchadísimo. Creo que incluso más que si viviera en España, o en México, donde «la otra lengua» estaría mucho más delimitada. En Berlín mis amigos son sobre todo mexicanos, chilenos, españoles, venezolanos, colombianos. Y soy muy consciente de hasta qué punto esto, desde el punto de vista del lector más argentino, desnaturaliza completamente mi castellano. Vivo en el extranjero, pero en cuanto una nueva historia empieza a armarse en mi cabeza, todo mi imaginario viaja inmediatamente a Argentina. De alguna manera sigo anclada ahí. Así que mis personajes son sobre todo argentinos, argentinos que cuando abren la boca hablan raro. Hace unos años atrás, cuando estaba escribiendo Kentukis, esto me asustaba. Pensaba ¿cuál será el movimiento más natural? ¿Debería forzar mi verdadero castellano, el que hablo ahora, modificarlo artificialmente cada vez que hablan mis personajes? ¿O debería dejar que mi nuevo castellano fluya y aceptar ese extrañamiento en el lector? La pregunta me asustaba porque no me sentía cómoda en ninguno de los dos extremos. Tenía miedo a ese castellano nuevo, que era un poco como caminar sobre hielo, sabiendo que en cualquier momento podían saltar palabras y acentos extraños. Tenía miedo porque pensaba que la solución era la neutralidad. Nunca me imaginé hasta qué punto el crac del hielo bajo mis pies agudizaría mis percepciones sobre la lengua. Ahora cada palabra está bajo tela de juicio, y la herramienta espectacular que eso suponía si me animaba a perderle el miedo. Creo que la naturalidad que busco no es una respuesta que está en un castellano u otro, sino en el propio lenguaje de cada libro en particular.

Fotografía de Suhrkamp Verlag

La idea de extrañamiento en la lengua me arrastra a pensar sobre lo extraño. Lo extraño como aquello que irrumpe en un orden aparentemente normal. En tus libros hay un trabajo con esto, bordean lo fantástico cuando no están ahí. Muchas veces lo extraño es evidente, otras veces lo trabajás de una manera más sutil. En tus historias pasan cosas extrañas pero también se inscriben en el realismo. Me interesa eso, ese trabajo de roce, esa construcción de un mundo de seres con dos brazos y dos piernas pero que pueden decir algo que desencaja; esa normalidad torcida, que es la vida misma. Esa zona turbia. ¿Qué reflexión hacés vos de esto y de los géneros con los que trabajás o con los que coqueteás?

Lo extraño no contradice al realismo. Me acuerdo que me pasé la adolescencia leyendo a los realistas norteamericanos, y mis amigos, que sabían que mis grandes dioses de esa época eran Ray Bradbury y Kafka, y que por ese entonces yo solo escribía historias fantásticas, me preguntaban desconcertados por qué estaba tan obsesionada con Raymond Carver, Tobias Wolff y John Cheever. Yo sentía que lo extraño era la puesta en juego de «lo real», de «lo normal», y que la construcción de esa idea de realismo era tan importante como el hecho que la quebraba. Hay que tener qué quebrar para poder quebrar algo, ¿no? Además, ¿qué es lo real en la ficción? ¿Lo normal? ¿Lo socialmente aceptable como posible y conocido? Si los acuerdos sociales no abarcan el mundo por completo, ¿para qué está la literatura si no es para asomarse a todo lo que nos es extraño? Creo que, incluso en las historias más realistas, la ficción siempre empieza cuando algo extraño o inesperado sucede. 

Me interesa mencionar un tema en concreto que es recurrente en tus historias. O más que un tema, un binomio: madre-hija. Muchos cuentos tuyos trabajan esta relación. La maternidad parecería ser un tema que te interesa, pero también la hijidad, o ese vínculo visto desde la hija. Tu novela corta Distancia de rescate es una novela a la que en ocasiones se la ha mencionado en contextos que trabajaban la maternidad en la literatura. Es un vínculo fundacional, y siempre complejo; creo que preguntarte por qué trabajás ese vínculo no me deja del todo satisfecha. Más bien quiero preguntarte por la relación entre ese vínculo como tema literario y las dos ideas anteriores que estuvimos explorando: extranjeridad y extraño. ¿Te parece que hay alguna conexión ahí? 

Quizá, sí. A veces me preguntan por qué, sin ser madre, me interesa este vínculo, y yo siento que tengo que justificarme y decir cosas como «yo elegí no ser madre», y sobre todo, transmitir que no hay sobre esto ningún arrepentimiento. Pero si no hay ningún problema con esto a nivel personal, ¿por qué vuelvo a veces a esa relación? Y ahí es donde tu pregunta me resulta incluso reveladora: es la extranjería, es la curiosidad. No sé si me interesa escribir sobre una mujer de cuarenta y tres años que vive y escribe en Berlín, para eso ya tengo mi vida. Lo que me interesa es todo lo que no soy. Madre, padre, coreana, alemana, niño, caballo, anciana. La extranjería es siempre extrañamiento y distancia. Y la distancia me ayuda a ver con más calma, me da el tiempo que necesito para entender. 

Yo sentía que lo extraño era la puesta en juego de “lo real”, de “lo normal”, y que la construcción de esa idea de realismo era tan importante como el hecho que la quebraba. Hay que tener qué quebrar para poder quebrar algo, ¿no? Además, ¿qué es lo real en la ficción? ¿Lo normal? ¿Lo socialmente aceptable como posible y conocido? Si los acuerdos sociales no abarcan el mundo por completo, ¿para qué está la literatura si no es para asomarse a todo lo que nos es extraño?

Aprovecho que mencioné Distancia de rescate para celebrar su adaptación cinematográfica. Es público que trabajaste mucho en la adaptación junto a Claudia Llosa. ¿Lo sentiste como una vuelta al cine, que es la carrera en la que inicialmente te formaste, si mal no tengo entendido? 

Sí, estudié cine, pero en mi cabeza el movimiento siempre fue hacia la escritura, nunca pensé en hacer verdaderamente cine. Cuando terminé el secundario asistí de oyente a algunas clases de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, pero encontré una perspectiva puramente teórica. Lo que yo quería era entender cómo se escribe, quería una carrera que estuviera todo el tiempo preguntándose cómo se cuenta una historia, y la carrera de cine respondía a esto desde todas sus disciplinas. Desde el texto, la imagen, la fotografía, la edición, el sonido. Me resultó sumamente disparadora. Pero me acuerdo muy bien de ser consciente de estar haciendo un movimiento casi autodidacta. Mientras todos pensaban en código de cine, todas mis referencias, mis ejercicios y mis objetivos eran literarios. Fue durante esos años de cine que empecé a asistir a talleres literarios en Buenos Aires, escribí y publiqué mi primer libro de cuentos, y de hecho terminé la carrera sin involucrarme nunca profesionalmente con nada que tuviera que ver con el cine. 

Cuando Claudia Llosa me propuso adaptar juntas la novela, lo sentí como un gran desafío. Fue una experiencia de mucho aprendizaje, y hasta disparadora por momentos. Muchas reuniones nos distraíamos conversando por horas y horas sobre los cruces entre el cine y la literatura, sobre teorías propias, sobre formas, estructuras, recursos. Cruzar estas ideas con alguien que viene del mundo de las historias, pero que trabaja con materiales tan distintos, me resultaba muy productivo después para mi propia escritura, y creo que a Claudia le pasaba también lo mismo.

¿Cuál es tu relación con el cine y con las series en cuanto a su consumo? ¿Sos una gran consumidora de eso? ¿Creés que hay influencias cinematográficas en tu escritura? 

Veo mucho cine, y cada tanto me engancho con alguna serie, miniseries sobre todo. Como en la literatura, a veces las historias que no te funcionan son las que te resultan más disparadoras, o sobre las que uno más piensa y aprende. Vi Cordero el otro día, de Valdimar Jóhannsson. Me gustó, y a la vez hubo varias cosas que no me cerraron, o con las que me peleé porque yo las hubiera hecho de una manera muy distinta. Cuando algo en el cine no me funciona me resulta muy disparador. En la literatura leo más como escritora que como lectora. En el cine sigo siendo espectadora y esto a nivel aprendizaje me permite experiencias muy distintas.

Seguro habrá influencias también desde el cine hacia lo que escribo, pero a mí me resultan más difíciles de leer. Soy consciente de los libros puntuales que pudieron haber influido sobre casi todas las historias que escribí; recuerdo libros, imágenes, situaciones de mi propia vida cotidiana, pero no puedo hacer ese link con el cine, lo siento realmente como en otro mundo. Es como si, entre el cine y la literatura, las reglas, las historias y herramientas con las que se cuenta una historia se tocaran continuamente, pero no su material, no la sustancia con la que se cuenta. El cine sucede con la materialidad de nuestro mundo real, incluso una película de ciencia ficción se construye con el mundo material que nos rodea. La literatura sucede en la cabeza del lector. Puede ser tan visual y material como el cine, pero la carga emocional del lector redimensiona todo con una potencia que para mí es incomparable. Si el cine necesita un par de zapatos, el director elije el que mejor venga para esa historia, y ese es el par de zapatos que los cientos de miles de espectadores verán, el mismo par para todos, sin ningún pasado más que el que la propia historia pueda aportar. Si en un libro un narrador dice «un par de zapatos», el lector elije su propio par. Quizá piense en los que lleva puestos ese mismo día, quizá piense en los zapatos de su madre muerta. Si está lo suficientemente conectado con la historia, aunque no se diga más de los zapatos, el lector elegirá, aunque sea difusamente, un color, un peso, un material. Eso que en literatura se llama «lo visual», y que muchas veces se cree que es pura influencia del cine, es la materialidad más pura de un libro, y sucede solo en la cabeza del lector, y solo para sí mismo. 

Me interesa relacionar la idea de consumo con la noción de tiempo. A menudo pasa que tenemos la sensación de que lo que se publica en el mundo editorial y lo que se estrena en el mundo audiovisual es infinito y que el tiempo que tenemos para consumir, incluso solo lo que nos interesa, es finito. Angustia o da ansiedad esta sensación de perderse cosas que una desea, de elegir des-eligiendo otras. ¿Cómo lo vivís vos? ¿Son etapas? ¿Sentís que no te abruma en absoluto, poquito, nada…?

Abruma, sí. Pero fui armándome de algunas reglas que me ahorran algo de tiempo y en las que cada vez confío más. No veo ni leo algo porque es una novedad, con los libros esto puede ser más fácil, pero si pensás en el cine, por ejemplo, prácticamente solo se ven novedades. Veo y leo por recomendación, o porque salgo activamente a buscar algo específico por género o tema. Puedo comprar un libro que nadie me recomendó porque me gustó la tapa o porque leí al azar una página y me interesó, creo que la arbitrariedad también puede funcionar. Pero me alejo de inmediato de cualquier cosa que el mercado «me sugiera», y ojo, que es un ejercicio bastante arduo.

Pero de todas las reglas, la que más me gusta, quizá porque me hace sentir muy poderosa, es la de abandonar sin culpa cualquier cosa que no me convenza. Sobre todo con el cine y las series, soy una abandonadora nata.

También es interesante pensar en el tiempo que pasamos dando talleres de escritura creativa, que siempre es un tiempo robado a la escritura. O bien, a menudo se dice lo contrario: la escritura es ese tiempo que se le roba a todo lo demás. Vos pasaste años dando talleres en Berlín. No sé si seguís con eso. Por un lado, me gustaría que me comentaras si aún lo hacés y, sobre todo, que me cuentes cómo es para vos este orden del tiempo, estas posiciones de las tareas y los deseos, que coinciden en el mejor de los casos (y entiendo que puede ser el tuyo), como cuando la docencia es realmente un placer. 

Sigo dando talleres pero por ahora no en mi casa, como acostumbraba a hacer en Buenos Aires y en Berlín. Doy seminarios en universidades, como en la Maestría de Escritura Creativa de la Pompeu Fabra de Barcelona, o en la Frei Universität de Berlin. Y la decisión de pasar de los talleres en casa a la Universidad tiene que ver justo con lo que preguntás. Por un lado, siento que los talleres me ayudan a entender de una manera más teórica lo que suelo hacer desde la intuición, me obligan a pensar en problemas que tienen que resolverse en mundos, tonos, historias y estilos a los que yo no iría naturalmente, y de los que vuelvo siempre con nueva información, y me dan mucha energía, siempre estoy muy entusiasmada cuando estoy dando taller. Compartir en voz alta mis pensamientos sobre los procesos literarios, y ampliarlos con un grupo de trabajo, me parece una actividad realmente necesaria, no creo que deje nunca de enseñar. Pero el problema es que, si estos talleres duran mucho, como solía pasarme en los talleres en mi casa, siento que mi cabeza empieza a trabajar más en los textos de mis alumnos que en mí misma. Y tampoco creo que sea bueno para ellos. Por más libres de tendencias e influencias que nos creamos, todo tallerista representa a su manera una tradición, un estilo, y una verdad propia sobre qué vale y qué no al momento de escribir. Eso está bien para el tallerista. Pero para el que está incursionando en los talleres siempre será más valioso escuchar todas las teorías a embarcarse infinitamente en una sola.

A cuento de lo que estamos hablando, que es del mundo laboral, del mundo de los talleres, del problema del tiempo… y un poco para recoger también algo fundamental que mencionaste varias preguntas antes, que es el tema económico, el tema de los escritores y su relación con el binomio tiempo-dinero –cuando te preguntaste en una de las respuestas sobre por qué los escritores hablan tan poco de dinero–, me parece interesante señalar una cuestión que aparece recurrentemente en los talleres literarios: la pregunta acerca de cómo vivir de esto, cómo hacer de la literatura no solo una pasión o incluso una forma de vida, sino un medio de vida (es decir, la literatura relacionada con el mercado y con la fuerza de trabajo, en un mundo capitalista). 

Creo que la literatura escrita por mujeres llega en este momento con toda la frescura, el interés y la fuerza con la que llega al mercado cualquier literatura que hasta ahora haya sido minoría. Por eso es tan potente

El gran problema es lo mal remunerada que está la escritura creativa, y contra eso no hay muchas soluciones. Si sacamos a los veinte o treinta bestsellers que rondan cada país, la mayoría de los escritores no viven de la escritura, sino de la literatura, es decir, escribiendo artículos, dando clases, talleres, en editoriales, todos trabajos mal pagados también, por lo que hay que tener varios de ellos para llegar a un sueldo, y por lo que tampoco queda mucho tiempo libre para la escritura. Cuando me preguntan por qué me mudé a Berlín, creo que la gente espera que yo hable de esta maravillosa ciudad multicultural, espaciosa, llena de parques y lagos y su biblioteca iberoamericana más grande de Europa. Pero la verdad es que me quedé en Berlín, justamente, por el dinero. Por todo el tiempo libre de escritura que esta ciudad me daba. Antes de mudarme, en Buenos Aires, daba talleres todos los días, a veces hasta dos veces por día. Y como vos bien dijiste en tu pregunta, la energía que se va en los talleres es la de la escritura. Es muy difícil para mí escribir los días que doy taller. Un año después, en Berlín, para juntar la misma cantidad de dinero, solo tenía que dar talleres la mitad de la semana. De lunes a miércoles daba taller, de jueves a sábado escribía. Esos primeros años en Berlín fueron mis años más productivos hasta ahora.

No siento que tenga buenos consejos para dar al respecto. Comparto sí algo de mi propia experiencia, que creo que me ayudó. Es algo muy tonto, pero creo que verlo con claridad desde el principio me llevó a tomar decisiones más o menos acertadas. Y es que desde que empecé a tener que ganarme un sueldo para vivir, siempre tuve claro que el plan A era escribir, y el plan B era ganar dinero para escribir. Entonces, nunca dejé que el plan A fuera influido por dinero, no me parecía productivo, y en cambio siempre que pensé en el plan B, tuve claro que todo lo que hacía, lo hacía por el dinero. Esto me volvió muy práctica y ejecutiva, quizá también una mala empleada. Pero más valiente a la hora de pedir más dinero por mi trabajo, y menos influenciada por sus padecimientos.

Fotografía de Suhrkamp Verlag

Por último y para despedirnos, me gustaría saber qué es lo que te interesa encontrar en las autoras de tu generación y en qué puntos creés que tu literatura dialoga de alguna manera con ellas. 

En las autoras busco lo mismo que en los autores, una literatura fuerte, valiente y abierta, que me lleve a lugares e ideas por las que no pasé antes, y que me ayude a entender el mundo en el que vivo. No se me ocurriría pedirles nada diferente en cuanto a su producción. En cuanto a su ser-autoras, mujeres que escriben, creo que ya tenemos todas una suerte de acuerdo tácito sobre cómo movernos en este entorno que fue siempre sobre todo masculino, y ahora ha cambiado tanto estos últimos años. Uno importante es el acuerdo de no aceptar participar en nada en el que ser mujeres nos obligue a formar otra vez un grupo aparte. Yo no participo en ninguna antología, ni mesa, ni ciclo, ni nada «de mujeres». Yo quiero hablar de literatura, no de literatura escrita por mujeres. De hecho, no creo tampoco, como leí más de una vez, que la mejor literatura de esta generación la escriben las mujeres. Creo que la literatura escrita por mujeres llega en este momento con toda la frescura, el interés y la fuerza con la que llega al mercado cualquier literatura que hasta ahora haya sido minoría. Por eso es tan potente. Y creo que es en el descubrimiento de este nuevo espacio posible, y en los codazos que hay que dar cada tanto para que haya espacio para todos y todas, en lo que más me siento en diálogo con otras escritoras latinoamericanas. 

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