Franz Kafka
La transformación
Edición de L. F. Moreno y P. Benito Olalla
Atalanta, Gerona, 2016
162 páginas, 19.00 €
POR BEATRIZ GARCÍA RÍOS

¿Metamorfosis o transformación? Franz Kafka (Praga, 3 de julio de 1883-Kierling, Viena, 3 de junio de 1922) escribió entre el 17 de noviembre y el 6 de diciembre ese famoso relato titulado Die Verwandlung, que significa en alemán la transformación o cambio de forma, y que en su primera y realmente temprana traducción al español, en la Revista de Occidente (1925), apareció como La metamorfosis, título que se adoptó en otras lenguas europeas. Fue reeditada, pero ya en forma de libro, por la editorial de la misma revista en 1945. Curiosamente, la traducción española apareció sin nombre de traductor, aunque algún estudioso (Jordi Llovet) la atribuye a Galo Sáez, que en realidad fue el impresor. En 1938, la editorial Losada de Buenos Aires publicó La metamorfosis y otros cuentos, con traducción y prólogo de Jorge Luis Borges. Esa traducción fue publicada numerosas veces, siempre atribuida a Borges, pero hay un problema: es la misma que la de la Revista de Occidente, y, como nos explican Pilar Benito Olalla y Luis Fernando Moreno Claros, el lenguaje es el de un escritor español, en absoluto argentino y menos de Borges. Fernando Sorrentino solventó en 1998 ese asunto: Borges había traducido el resto de los cuentos, pero no La metamorfosis; él mismo se lo confiesa. Pilar Benito se hace eco de la opinión de José Ortega (hijo) de que la autoría podría deberse a la periodista y política de origen judeo-germánico Margarita Nelken (1894-1968). Aunque la idea es atractiva, como sugiere Pilar Benito (una escritora española-judía-alemana), cuesta pensarlo. ¿Por qué no reivindicó su autoría? ¿Por qué se editó como libro en 1945 sin nombre de traductor? ¿Acaso nadie sabía quién lo había traducido? Es obvio que alguien lo hizo, y que nunca dijo: «Esta traducción es mía». Nelken nunca dijo nada. No deja de ser curioso que Borges hasta el final de su vida no confesara que no la había hecho. ¿Por qué? Añado a la historia de este texto que hay numerosas traducciones al español de esta novela corta, todas como La metamorfosis.

La transformación, como se titula esta nueva traducción debida a Benito Olalla y Moreno Claros, es mucho más fluida que la atribuida a Borges. Sin duda el título es el correcto porque fue lo que quiso decir Kafka, pero, por alguna razón, el título ovidiano prendió como la pólvora. El autor de Praga no quiso darle mucha importancia al título, y eso es coherente con la manera en que relata esta historia que tantos ríos de tinta ha derramado. Está escrito en un estilo totalmente realista, conciso y llano, como es habitual en Kafka, algo que produce un mayor efecto ante lo que realmente está sucediendo, por ejemplo en El proceso, en El castillo, o en La transformación de manera decidida, porque –como quien no quiere la cosa– Gregor Samsa, viajante de comercio que vive con su familia (padres, una hermana y el servicio), se despierta una mañana transformado en insecto, aproximadamente de un metro de largo y con muchas patitas muy finas. Es un acierto que Kafka apenas lo describa, así cada lector le pone la imagen más real según su atribulado imaginario; lo completa… Nabokov, tan buen lector y escritor, tan inteligente, y que además sabía de bichos, afirmó rotundamente en su amplio estudio: ¡Es un escarabajo! Bueno, lo cierto es que el relato no lo sabe, y ese no saber forma parte de lo que el relato dice, así que dejemos a Nabokov con su Lolita y sus mariposas. Pero además, podemos apelar a que cuando le propusieron editar La transformación ilustrada, Kafka se apresuró a pedir que no se le ocurriera al ilustrador pintar al insecto, sino sólo sugerirlo. Lo designado es finito; lo sugerido, infinito. ¿Y qué hay de su propia vida? Sabemos que Kafka se había sentido humillado por su padre (Carta al padre, 1919) y que siempre se había quejado de que no lo comprendían ni le dejaban entregarse a sus aficiones, que consistían sobre todo en leer. Se refirió al «odio que ha dominado siempre en el seno de mi familia» (y que él mismo había introyectado), pero tardó en independizarse y tener un cuarto donde leer y escribir. Si alguien vivió para escribir, ese fue Kafka (y el Proust que se encerró durante años para escribir En busca del tiempo perdido.) Mantuvo una relación casi orgánica con los originales de sus cuentos y relatos, y diría que con el acto de escribir. Los traductores de esta edición nos recuerdan en su amplia introducción aquello que le dijo a Wolff, su editor: «Siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación». Publicar es salir de casa, acudir al mundo. No es que Kafka no quisiera editar, pero cualquier lector de sus cartas y diarios sabe que toda acción en él, salvo el acto de escribir, estaba mediada por la angustia y por la inclinación hacia el rechazo.

La historia de La transformación comienza así: «Cuando Gregor Samsa una mañana despertó de sueños inquietos, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso». Todo lo que podemos saber que antecede a tal suceso es ese espacio ignoto denominado «sueños inquietos». En su interesante posfacio, Benito Olalla piensa que, al igual que Chuang Tzu y su alter ego en forma de mariposa, «no sabría si él era un Gregor soñado por el animal o un animal soñado por Gregor». Kafka solía anotar muchos de sus sueños, aunque al parecer esta historia le fue inspirada por un día en el que estaba recluido en su cama, sin ganas de acudir al mundo, oyendo los pequeños ruidos de la casa. ¿Hay que buscar en la vida de Kafka una posible lectura de su obra? Sin duda es lo que han hecho muchos, y su vida, a pesar de los pocos movimientos y anécdotas, gracias a su diario, a sus cartas y a testimonios como los de Max Brod o Gustav Janouch, se presta a convertirla en el doble de sus novelas y cuentos. Aunque algunos críticos han buceado en su vida para explicar su obra (algo legítimo siempre que no perdamos de vista que la obra, si lo es, no es reductible a la biografía), otros, como Benjamin y Adorno apostaron por la independencia de la obra artística y su capacidad para generar significados. Por otro lado, como nos recuerda Benito Olalla, Kafka se conocía bastante bien a sí mismo, y sus cuentos y novelas se apoyan en obsesiones muy personales (aunque trascendidas) y pudo aportar muchos atisbos para el entendimiento de las mismas. Y de hecho dejó confesiones muy valiosas respecto a la redacción de la obra en su correspondencia con su novia Felice Bauer.

Como todo lector de esta historia recordará, el cuarto de Gregor Samsa está en el centro de la casa, tiene puertas por varios sitios pero está a oscuras, es una especie de cueva, de hoyo en el que el insecto vive su extrañamiento y enajenación. Y la traductora sugiere que el viajante de comercio «vivía en una caverna platónica» antes de convertirse en ese animal, y esa transformación es una manera de «internarse más hondo en la caverna para saber que es un prisionero en su habitación». Podría ser, pero lo que Kafka parece plantear en este libro, tan abierto a lecturas, es la crítica de la condición humana encarnada en una familia praguense, de clase media, algo sórdida en su mediocridad, y en la cual, incluso su compasiva hermana, Grete, se siente aliviada ante la muerte y desaparición de su hermano/insecto. Gregor transformado en insecto es la forma en que él mismo se ve como inasimilable. Preferiría no levantarse, no acudir al mundo, como el Bartleby de Melville preferiría no hacer nada de lo que se le pide. Una suerte de nihilismo, de respuesta absurda a lo que se percibe como absurdo. La transformación es una obra estructurada con una astucia enorme, y, a pesar de su dramatismo, no está exenta de humor. No voy a contar aquí el desarrollo de su anécdota, no procede, solo recordaré al lector ese final tan talentoso, cuando tras unos meses penosos, Gregor/insecto muere de inanición. ¿Quién ha muerto? ¿Es el hijo y el hermano? ¿Sólo el bicho? No saben qué hacer con esa presencia. De pronto, la asistenta, sin poder dejar de contener la risa, responde al señor Samsa: «Sí, en lo que respecta a cómo deshacerse de esa cosa de ahí al lado, no tienen ustedes de qué preocuparse, ya está hecho». Tras estos meses de encerrona en la casa, los padres y la hija salen en tranvía a las afueras de la ciudad, «y al llegar al destino de su viaje, la hija se levantó la primera y estiró su cuerpo joven». Benito Olla piensa que ese gesto podría evocar a una Perséfone saliendo de la oscuridad. ¿Una nueva trasformación? ¿La vida que resurge? ¿O de nuevo la vida con sus propósitos como absurdo?