Pedro Mairal
El año del desierto
Libros del Asteroide
368 páginas
Si yo rodase alguna vez una película en la que tuviera que aparecer un mago (pero no un mago de los de Tolkien, sino un mago de parque de atracciones), creo que a la hora de pensar en el casting me acordaría de Pedro Mairal, y le ofrecería el papel no sólo por la imagen adecuada que luce en las fotos de sus solapas, sino sobre todo porque así podría introducir una broma privada, ya que de corazón considero a Mairal un hechicero del lenguaje, alguien capaz de hacer trucos asombrosos con las palabras, un virtuoso de la magia blanca, relativamente inofensiva.
Al margen de esa encantadora nouvelle que es La uruguaya, o de esa pequeña genialidad que es Salvatierra (que en casa tengo junto a Un mes en el campo, de J.L. Carr, y Guerra y trementina, de Stefan Hertmans, en el estante dedicado a mis pintores favoritos de ficción), Mairal es autor de cuentos perfectos, como el vertiginoso «Hoy temprano» (recogido en España en Breves amores eternos), y de artículos o micro-ensayos magníficos que a su vez se reunieron en Maniobras de evasión.
En uno de ellos, titulado «Las cosas cuando terminan», afirmaba Mairal que «creo en el destino sólo cuando miro hacia atrás», y eso es lo que en cierto modo le sucede a María, la protagonista de El año del desierto, esta novela que regresa ahora y que se confirma como otra obra maestra.
Como se publicó originalmente en 2005 (y tuvo ya en 2013 una primera edición española, en Salto de Página), creo que aquí no ha lugar a hablar de spoilers, sobre todo porque no es exactamente una novela de sorpresas: la tensión argumental es constante, pero no por las revelaciones sino por la propia intensidad de lo narrado, por la experiencia extrema, por los cambios radicales de situación que sufre María, tan profundos que son casi cambios de estado físico.
En la primera página del libro ya sabemos que ella está salvada, trabajando de bibliotecaria en algún país de habla inglesa (tal vez la Irlanda de sus ancestros), y desde la protección que le da esa «luz traducida» que la baña se remonta para contar con detalle lo que le ocurrió años atrás en su Buenos Aires natal, cuando «la Intemperie» comenzó a devorar las casas, las cuadras, los barrios, no destrozando sino disolviendo, borrando, como con voluntad de volver al paisaje original, antes de los humanos. Al fin y al cabo, «debajo de la ciudad, siempre había estado latente el descampado».
La confusión que produce en todos esa insólita epidemia conduce previsiblemente al desconcierto, al caos en los trabajos y en el abastecimiento, a la pobreza, a la violencia, al pillaje, al aislamiento o, por el contrario, a extrañas formas de organización, a improvisaciones desesperadas pero eficaces (impresionante ese sistema de puentes y plataformas que construye una ciudad sobre la ciudad, un pueblo en el vacío).
Pero lo mejor en Mairal son los detalles, las intuiciones que apenas se desarrollan pero que contribuyen decisivamente a que imaginemos o «veamos» lo que está ocurriendo no sólo en el caso de María sino en otros. La narración nunca se despista de ella, que no en vano escribe en primera persona, pero sí ofrece a veces una visión panorámica, a vista de dron, de lo que sucede no en lo particular sino en lo general, sobre todo porque esto acaba condicionándola a ella directamente. Así, por ejemplo, la rápida involución en los derechos de las mujeres, que es sólo uno de los apuntes que evidencian el retroceso general que está viviendo todo, como si el calendario volviera a los tiempos de los daguerrotipos, y luego a la época de la presencia española, y luego a la de las tribus precolombinas autóctonas…
Como si fuera una novela picaresca, cada cambio de residencia de María (la casa paterna, el «panal», el burdel del puerto, los campamentos…) implica una nueva capa en su personalidad, y también una nueva «fase» de la desertización. Ahora que sí hemos vivido una pandemia mundial y hemos asistido a fenómenos que hubieran sido inverosímiles pocas semanas atrás, se puede volver a esta novela con ojos muy distintos, y constatar de paso que, al margen de la alegoría que subyace al relato, o aparte de las implicaciones que sobrevuelan esta distopía, en El año del desierto le salió maravillosamente bien a Pedro Mairal una temeridad literaria que no le sale bien jamás a nadie.