«En Las Heras, pueblo petrolero y aislado con algunos trabajos bien pagados pero que hacen que la gente llegue y se vaya sin arraigarse, la maleta siempre preparada, y también con un índice elevado de paro y con embarazos adolescentes y con demasiado alcohol y con demasiados prostíbulos y con demasiada violencia y con poco -o nada: ni cine ni teatro, nada- que hacer, esa melancolía social era algo tan evidente como la luz del día»
POR NOEMÍ SABUGAL
Esto pasó: que una periodista argentina más o menos desconocida se puso a investigar el suicidio de doce mujeres y hombres jóvenes en Las Heras, un pueblo de la Patagonia, y que un amigo editor, Elvio Gandolfo, le dijo atenta ahí, porque en esa historia no hay un artículo sino un libro, atenta ahí porque con mucho menos que eso Truman Capote escribió A sangre fría.
Y esto también pasó: que la periodista redactó una propuesta para el libro y empezó a peregrinar por editoriales y que varias le dijeron por teléfono que los lectores no querían historias de suicidios porque los deprimían. Y también pasó que otro editor le soltó: “¿Por qué mejor no lo escribís como si fuera una novela?». Y aun peor, pasó que la editora de una editorial importante la citó en su oficina, alabó el proyecto y, cuando todo parecía anunciar violines, le dijo de repente: «Me imagino que el libro lo querés escribir vos», para enseguida proponerle que le diera el material -que se lo pagaban bien- a otro periodista con un nombre más conocido para que lo escribiera.
Y eso sí que no pasó.
Y esto también pasó: que la periodista redactó una propuesta para el libro y empezó a peregrinar por editoriales y que varias le dijeron por teléfono que los lectores no querían historias de suicidios porque los deprimían. Y también pasó que otro editor le soltó: «¿Por qué mejor no lo escribís como si fuera una novela?». Y aun peor, pasó que la editora de una editorial importante la citó en su oficina, alabó el proyecto y, cuando todo parecía anunciar violines, le dijo de repente: «Me imagino que el libro lo querés escribir vos», para enseguida proponerle que le diera el material -que se lo pagaban bien- a otro periodista con un nombre más conocido para que lo escribiera.
Y eso sí que no pasó.
Y no, lo de la novela tampoco pasó.
Pasó que Leila Guerriero escribió Los suicidas del fin del mundo, una crónica, y que publicó el libro, el primero de todos los suyos, como correspondía: con su firma.
Porque ni entonces ni ahora se podía convertir en ficción ni poner precio a algo tan terrible como esto: doce personas jóvenes que se suicidan en un año y medio, en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. Y que lo hacen así: colgándose de un cable de la luz, en plena calle, o disparándose en la garganta con una escopeta de caza, o ahorcándose con un cinturón o con un alambre en su habitación, con la madre, padre y hermanos al otro lado de la puerta.
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«Es que vivir cuesta, y generalmente se piensa que morir no cuesta nada», dice Jéssica Ortiz, novia de Javier Tomkins, uno de los chicos que se suicidó en Las Heras. Javier se ahorcó con un lazo trenzado en el galpón de una granja. Tenía veinticuatro años.
Es una de las muchas voces que Leila Guerriero recoge en un libro que busca entender el qué y cómo del suicidio. O tal vez no entender, porque hay cosas que no se pueden entender, sino mostrar. Tal vez no entender, sino poner luz sobre la herida que deja. Alumbrar un poco eso que Albert Camus definía al inicio de El mito de Sísifo como el único problema filosófico verdaderamente serio. «Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Matarse, escribía Camus, es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Es un acto que se prepara en el silencio del corazón porque el gusano está en el corazón del ser humano y en él hay que buscarlo.
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Guerriero llegó a Las Heras en autobús, un mediodía de otoño de 2002, y allí descubrió lo difícil que es saber algo, aunque sea poco, sobre ese problema -el porqué alguien decide suicidarse-, y lo difícil que es para familiares y amigos vivir con esa pregunta siempre ardiendo, siempre en carne viva, siempre sin solución.
«Había escuchado tantas teorías para explicarlo todo», escribe Guerriero en Los suicidas del fin del mundo. «Teorías. Y las cosas que se empeñaban en no tener respuesta». Y también: «los datos dicen, pero nunca explican». Y los datos son que la Organización Mundial de la Salud dice que hay un millón de muertes anuales por suicidio. Y los datos decían además que en Santa Cruz, provincia a la que pertenece Las Heras, la tasa de suicidios era la tercera más alta de Argentina tras las de La Pampa y Chubut. Y sin embargo sobre Las Heras, ocho mil habitantes entonces, los datos todavía no decían nada, y por eso era como si Las Heras no existiera.
Y aun así la búsqueda de algún sentido, de algo, tiene que hacerse. Hay que recorrer ese camino. Porque en él están las madres que dicen, después del suicidio de su hija, que con su marido es como si fueran dos cables pelados. Están los amigos que escucharon los planes de muerte y trataron de convencer, de impedir: «¿qué le voy a decir a tu vieja, cuando tu vieja se esté revolviendo de tristeza?». Y están las novias cuyos ojos son grietas en las que baila un agua rara. Y está ese hermano que reconoce:
«-Nunca hablé mucho de esto con nadie. Ni con mis viejos. No nos explicamos nunca nosotros lo que ella hizo. Yo voy al cementerio solo, cuando llega la fecha, y me pregunto siempre lo mismo: qué puede haber pasado.
-¿Y qué te contestás?
-Que no sé».
Durante esa búsqueda de respuestas -que nunca termina, como Sísifo con la subida de su montaña- aparece José Eduardo Abadi, un médico psiquiatra que habla de algo llamado «melancolía social». Y dice que es necesario que haya una estructura que dé reconocimiento a las personas, que legitime la autoestima a través del amor y de la valoración, que provoque interés por la vida.
Todos los libros están afinados en un tono, dice Guerriero, y en el caso de
Los suicidas del fin del mundo dice que ese tono es el del chirrido del viento que estruja Las Heras día tras día. Un viento que es así: una boca rota que se traga todos los sonidos, un siseo oscuro, un quejido de acero, una mandíbula, algo maligno que arrastra hojas y polvo hasta la garganta de las casas. Un viento eterno, siempre afuera. Un viento que estremece las ventanas con un temblor profundo. Un viento que patea las puertas para poder entrar. Y sin embargo, en contra de lo que dice la canción de Bob Dylan, tampoco está en el viento la respuesta
En Las Heras, pueblo petrolero y aislado con algunos trabajos bien pagados pero que hacen que la gente llegue y se vaya sin arraigarse, la maleta siempre preparada, y también con un índice elevado de paro y con embarazos adolescentes y con demasiado alcohol y con demasiados prostíbulos y con demasiada violencia y con poco -o nada: ni cine ni teatro, nada- que hacer, esa melancolía social era algo tan evidente como la luz del día.
Y aquí un apunte: ocho años después de que Guerriero hiciera su crónica, la todopoderosa petrolera YPF, la que manda allí, abrió el Centro Cultural Las Heras: cine, teatro, presentaciones de libros, música, clases de tango y de violín y de canto, y también una semana dedicada a concienciar y a prevenir el suicidio. Y a finales de 2015, el municipio de Las Heras inició un programa de «embellecimiento», con la mejora de espacios públicos: iluminación, bancos, árboles.
Pero cuando Guerriero conoció las calles de Las Heras -las calles cuadriculadas y artificiales de los pueblos sin historia- todavía no había nada de esto. Y menos a finales de los noventa, entre marzo de 1997 y el final de 1999, cuando se habían suicidado los doce -también había habido otros antes, y habría otros después-. Entonces, decía, no había nada de esto y Las Heras era un pueblo cuya aridez no sólo estaba en su lejanía de todo y en los campos pelados de la meseta desmedida a la que pertenece.
Todos los libros están afinados en un tono, dice Guerriero, y en el caso de Los suicidas del fin del mundo dice que ese tono es el del chirrido del viento que estruja Las Heras día tras día. Un viento que es así: una boca rota que se traga todos los sonidos, un siseo oscuro, un quejido de acero, una mandíbula, algo maligno que arrastra hojas y polvo hasta la garganta de las casas. Un viento eterno, siempre afuera. Un viento que estremece las ventanas con un temblor profundo. Un viento que patea las puertas para poder entrar.
Y sin embargo, en contra de lo que dice la canción de Bob Dylan, tampoco está en el viento la respuesta.
En un texto leído en la Feria del Libro de Bogotá tres años después de la publicación del libro, Guerriero dijo que ese viento le servía para pintar, «sobre su alarido interminable», un pasado de sangre y un presente de horror en el que todo seguía sucediendo. Es un viento que asfixia y que sigue soplando mucho después de cerrar las páginas y de apretar el libro -fuerte- entre los demás de la estantería.