«En todo caso, se trataba de un brillo de una densidad aterciopelada que sugería algo recóndito y oculto, tal vez anticipatorio: ese embrujo del corazón de quien viaja hacia un lugar muy amado y, sin embargo, coyuntural, como la agitación de la sangre. Seguí leyendo»

POR CRISTIAN CRUSAT

Fotografía cedida por el autor

A mediados de agosto de 2022, cuando la canícula se acercaba a su fin y Salman Rushdie había sido apuñalado cerca de Nueva York, hice escala en Ámsterdam para volar hasta Norwich, cuyo minúsculo aeropuerto operado fundamentalmente por vuelos chárters parecía un hangar asiático de la época de la Concesión Internacional. Pero primero, en Ámsterdam, como había previsto con anterioridad, el pequeño y semivacío KLM Cityhopper ascendió hacia el apelmazado friso de nubes que se descolgaba sobre el aeropuerto de Schiphol antes de cambiar drásticamente el rumbo con dirección oeste. Detuve la lectura para contemplar ese viraje. A causa de unas pocas gotas de lluvia, el fuselaje había cobrado un aspecto vagamente escamoso, semejante al de las carpas que en las dársenas de los puertos se alimentan de pompas de gasoil y una desidia animal. En todo caso, se trataba de un brillo de una densidad aterciopelada que sugería algo recóndito y oculto, tal vez anticipatorio: ese embrujo del corazón de quien viaja hacia un lugar muy amado y, sin embargo, coyuntural, como la agitación de la sangre. Seguí leyendo.

Pronto se divisó desde la cabina de pasajeros la superficie gelatinosa del mar del Norte, extendida como una plancha de aluminio sobre la que unos pocos barcos parecían detenidos ad infinitum, igual que en la cuadrícula del juego de mesa destinado a «hundir la flota». Aunque la duración del vuelo entre Ámsterdam y Norwich era de cincuenta minutos, mi impresión fue que el viaje no debió de alcanzar los cuarenta minutos, a buen seguro menos, ya fuera por un viento de cola favorable, ya por mi propio estado de ánimo, rebosante de expectativas y, al mismo tiempo, atenazado por un puñado de temores enquistados desde el comienzo de una época particularmente cruda. Por lo demás, ¿cuánta comisión me habían cobrado en el mostrador de Travelex al cambiar mis euros por libras? Aunque había planeado ese viaje casi dos décadas antes, nunca lo había llevado a cabo. Hasta que una mañana de julio de 2022, bajo el agua de la ducha, un intuitivo aguijonazo me dictó que había llegado el momento. El momento de poner el corazón en su sitio.

Cuando el Cityhopper de KLM tomó tierra inglesa y la puerta delantera se abrió, los pasajeros bajamos por una escalerilla y caminamos a lo largo de la pista del aeropuerto de Norwich hasta una precaria sala donde se realizaba el control de pasaportes. Caminar por una pista de aeropuerto, como anteriormente en Ibiza o Agadir: he ahí un gesto que renueva la elasticidad del alma. Tras aguardar turno en el control de pasaportes, cada uno pareció escurrirse por algún ángulo muerto de su propia existencia, pues enseguida no hubo mayor movimiento en la entrada del aeropuerto que el que procedía de los pocos vehículos que circulaban protocolariamente por sus pistas –un diminuto camión de bomberos, una lánguida patrulla de policía–, al otro lado del cercado metálico que rodeaba el aeródromo. Eran las cuatro y media de la tarde. La temperatura bordeaba los treinta grados y aquel extraño calor forraba ya los huesos de mi carne.

La parada de taxis, lo que se intuía de ella, se encontraba desierta. Dentro del aeropuerto, la garita de información permanecía cerrada y un cartel pegado en la puerta remitía a un número telefónico. Aquel letrero me recordó que en mi teléfono continuaba activado el modo avión, así que lo desactivé y aguardé a que me llegara algún mensaje, sin éxito. Aunque puse en marcha la itinerancia de datos y los datos móviles, no tenía conexión a internet ni tampoco podía efectuar llamadas. Había olvidado activar el roaming. ¿Cómo me hacía sentir aquello? Necesitaba hacerme ese tipo de preguntas, aprender de ellas.

Después de merodear unos minutos alrededor del parking vacío, resolví echarme a andar hacia la carretera, en cuyos arcenes la grama quemada por las altas temperaturas había adquirido un tono ocre, pajizo. A los pocos minutos vi acercarse un autobús de dos pisos de la línea 501 que conectaba con Anglia Square y Tombland, en el centro de Norwich, así que me subí. Dentro del vehículo me sentí mejor. Un cuarto de hora más tarde llegaba a la habitación de mi hotel, muy cerca de la catedral. Me deshice de la mochila y, como siempre, zapeé un rato por los canales de las televisiones locales con la mirada perdida, mi forma predilecta de sintonizar con la identidad de los sitios a los que arribo.

Salí a dar una vuelta. A pesar de que las tiendas estaban a oscuras y la jornada comercial había tocado a su fin, aún tuve tiempo de entrar en la catedral de estilos normando y gótico, solitaria a esas horas. No obstante, era demasiado tarde para acceder al claustro, de modo que volví a la calle y dirigí mis pasos hacia la ribera. En mi trayecto, me topé con Browne’s Meadow, algo así como el campito del autor de El enterramiento en urnas. Sabido es que la casa y el jardín de Thomas Browne junto a Haymarket constituyeron en el siglo XVII, en el corazón de Norwich, un curioso gabinete de curiosidades botánicas, tanto que pronto necesitó ampliarlo. Por esa razón, Browne alquiló unos terrenos aledaños a la catedral para complementar sus cultivos e, incluso, observar qué ocurría con ciertas especies cuando crecían descuidadamente, o en un entorno distinto. Tras la muerte de Browne, la parcela pasó a utilizarse como huerto de la catedral y, actualmente, como parking de coches para residentes de la zona. Hice la foto, pero no he vuelto a verla.

Durante el resto de la tarde recorrí London Street o Gentleman’s Walk y, en un momento dado, por si acaso, cambié de acera. Continué. Las puertas de Marks & Spencer arrojaban a la calle a los últimos compradores de tapenade y vino Malbec. Como en todas las capitales europeas, los alrededores del Mc Donald’s se habían convertido en el escenario de varios ritos de paso adolescentes. Antes de regresar a Tombland, vagué asimismo por las despobladas calles de adoquines adyacentes a Elm Hill, con sus casas del período Tudor, sus iglesias normandas del siglo XV y una aguda quietud sólo contrapunteada por el lejano zumbido de una aguja procedente de algún estudio de tatuaje que, tras la finalización del horario comercial, con las persianas bajadas, se alzaba como una extraña zona de triaje metafísico, un mundo de oráculos intermedios y pensamientos aplazados. Al rato me topé con un Five Guys, y allí cené. Los repartidores entraban y salían del local, aparcaban sus motocicletas y las ponían en marcha de nuevo, hablaban entre ellos y terminaban sus frases sin mirarse, distraídos, concentrando su efímero resuello en una melena rizada o un tubo de escape. Mientras pensaba en mi itinerario del día siguiente, regresé a Tombland y probé una cerveza local en la terraza de The Ribs of Reef, asomado al puente Fye. Allí me hice otro selfie. Cuando cayó la noche, me duché y vi dos capítulos de Family Guy en el canal itv2 (memorables por la escena del ataque de un puma y un gag sobre el porno de los payasos). Luego leí un rato la biografía de Carole Angier y me quedé dormido.

Todo lo anterior apenas fue una manera de bordear el vórtice sentimental de mi desplazamiento a Norwich: las pequeñas transacciones entre seres humanos, los murmullos de nuestra voz interior, Evian y Toblerone en el duty free, paroxismos de la mirada, ayudar o no a una pasajera a bajar el equipaje, un Liverpool-Crystal Palace por la televisión del pub, el pánico a la fiebre. Tengo claro que se viaja siempre para algo. Sé a lo que he venido. En estas ocasiones se observa el mundo con el rabillo del ojo del alma. Y si he de escribir mi viaje, me ceñiré a la reflexión de Aleksandar Hemon: no tomar notas, confiar en la memoria y sus lagunas.

A la mañana siguiente me desperté temprano y, todavía sin desayunar, me monté en una de las bicicletas disponibles del hotel. Había venido para hacer aquello. Llevaba en mi mochila un mapa impreso, un chubasquero, dos libros, media vida. Al trabajador de mantenimiento del hotel que me agenció un inflador le dije que me dirigía hacia Poringland y que, por las consultas realizadas en Google Maps, parecía un trayecto fácil desde el centro de Norwich. «Relatively», contestó, antes de desearme suerte.

Fue al dirigirme hacia el suroeste de la ciudad cuando entendí las reservas expresadas por el trabajador del hotel respecto a mi itinerario. Por suerte, Rocío había logrado activarme el roaming la noche anterior: al segundo intento logré embocar King Street, cuyo suave declive acompañó mis dubitativas pedaladas. Callejeé al ritmo del piñón grande de mi bicicleta. Poco después divisé, al otro lado del río, Carrow Road, el estadio de fútbol del Norwich City. Al cruzar el puente se asentó mi ánimo, pues un rótulo indicaba que aquel era el «Novi Sad Friendship Bridge». ¿Dónde, si no en Norwich, se podría tender un puente hacia Novi Sad, la ciudad a la que llegó Danilo Kiš procedente de Subotica y donde sobrevivió de milagro a la matanza de judíos y serbios de enero de 1942?

En una especie de parque comercial junto al estadio de Carrow Road entré en un Costa Coffee y, reconfortado por el buen augurio del puente de Novi Sad, desayuné un hot chocolate y un croissant con mermelada. Tras esto, volví a cruzar el puente y busqué la A147, en cuyos márgenes empezaron a sucederse viejas fábricas, chasis anaranjados y granjas asediadas por nubes de mosquitos. Estaba saliendo de Norwich. No lograba acostumbrarme a conducir mi bici por el lado izquierdo de la calzada, especialmente en los cruces y semáforos. Vacas, pastos y antiguas manufacturas precedieron mi entrada al pueblo de Trowse Newton, donde me asomé a su iglesia del siglo XIII. Bordeé un campo de deportes y, al salir de Trowse, pedaleé un buen rato en línea recta, mientras se abría un claro y las nubes se dispersaban hacia el sur. Noté el aumento de la temperatura y una tenue modificación en la presión del aire, así como la pequeña mancha de sudor que empezaba a sellar la mochila a mi espalda.

Fue la última vez que la silueta de la ciudad y de la catedral se recortaron en mi horizonte. Pronto me incorporé a Stoke Road y, al seguir por Arminghall Lane, el arcén se pobló de vegetación, la carretera se estrechó y, al cabo de una frondosa curva, apareció la iglesia de St. Mary’s, con su torre cuadrangular en el frente. En el jardín sembrado de lápidas se hallaba asimismo una tumba de la Commonwealth, aunque lo que más llamó mi atención fue el césped quemado por el sol y la gran cantidad de ardillas muertas desperdigadas por el asfalto de la carretera, como si estas criaturas, desesperadas por la sed y el bochorno, salieran al paso de los vehículos para entregarse a la inclemente labor de los neumáticos.

Fotografía cedida por el autor

El camino serpenteó entonces entre granjas, arbustos de dedaleras y anuncios con distintos precios para la docena de huevos frescos. Ese bucólico tramo desembocó en la B1332 en dirección a Poringland y Framingham Earl. Empezaba a molestarme el raquítico sillín. La velocidad máxima de circulación era de treinta kilómetros por hora y, allá arriba, planeando sobre esa insignificante parcela de vida que discurría a ambos sentidos de la carretera, las nubes se agrietaban como una costra a punto de caerse. Poco a poco, la luz se abría paso al compás del mediodía y batía esporádicos reflejos en las lunas delanteras de los coches o en el escaparate de una tienda One Stop. Llegué a una rotonda. Supe que me hallaba cerca.

Tras rodear aquella rotonda, enfilé Long Road, definitivamente en mi ambiente. Los frondosos árboles a ambos lados de la carretera creaban un sombrío cañón a través del que me desplacé con energía renovada. Hacía una hora y media desde que había salido de Norwich y ya se imponía la impresión de que «el verde empapaba el verdor de un verde más verde» (Nabokov). Casas unifamiliares, muérdago y majuelo, cottages, el marasmo. Robles como el representado en un famoso cuadro de John Crome, el pintor romántico. No me crucé con nadie durante un buen rato, apenas vi dos caballos tras una empalizada, y la sombra de unas hayas. Fotocopiado y clavado en todos los postes al borde de la carretera, un cartel rogaba a los residentes de la zona que dejasen un platillo con agua para los sedientos erizos. Le hice una foto: el dibujo del animal era encantador, probablemente obra de una persona neurótica y candorosa.

Excitado, giré a la izquierda en Hall Road, oteando por encima de sicomoros y hayas, intuyendo ya la torre circular de St. Andrew’s. Pedaleé unos cincuenta metros y giré hacia la derecha en Yelverton Road, dejándome caer y fijando mi ser en la entrada de madera, cuya puerta me llegaba por la cintura. Hice varias fotos antes de entrar. Levanté el pasador y accedí al jardín desierto, no sin antes hacer otra fotografía con la bicicleta aparcada en el camino. Fui paso a paso. Bordeé la torre circular y, con todos los poros de mi cuerpo galvanizados, vagué entre las antiquísimas lápidas, agrietadas por el moho y el olvido, sin saber muy bien adónde dirigirme. El cielo, plenamente abierto, se extendía como una sábana azul nueva y recién almidonada. Me asomé al diminuto pórtico de estilo normando, continué haciendo fotos. Una ardilla movediza dio un par de brincos desde un terreno vecino, aunque pronto la perdí de vista. Volví sobre mis pasos y observé cómo la densa luz rebotaba en la piedra, que devolvía un reflejo parecido al de la miel sobre una tostada. Rodeé en sentido inverso la iglesia.

Y la vi. Antes de llegar a la zona trasera del jardín, la vi; mi sangre hizo una pausa entre dos latidos. Estaba allí, nimbada por un enorme arbusto. Aquí está, pensé, aquí está, y no pensé nada más, mientras me aproximaba en silencio. Pero, aunque no pensé nada más por un rato, sí sentí qué lejos estaba, qué lejos había estado, qué solo.

Con el paso de los días, la aparición de esa alargada losa de mármol en medio de las antiguas y desvaídas lápidas me trae el recuerdo del monolito de 2001: A Space Odyssey: un trozo de piedra capaz de convocar persistentes resonancias «a una distancia que sólo la muerte puede medir» (Don DeLillo). Aquí está y no hay cruz, fue lo siguiente que pensé aquel mediodía en Framingham Earl, envuelto por la cálida brisa y un silencio que tejía puentes. La soledad pinta colores, había dicho mi madre en su peor hora.

¿Cómo me sentía? Aquello me hizo sentir bien. Yo tampoco encargué una cruz para la de mis padres.

Hice recuento de todo lo que me había llevado hasta allí: un recorrido que, geográficamente, trazaba una línea simbólica desde esa iglesia de St. Andrew’s en Framingham Earl y un viejo y abandonado cementerio afroamericano en Washington D. C, junto al arroyo Rock Creek. Por supuesto, invoqué mi oración profana, levantada sobre una costumbre de duelo holandesa que, al parecer, Thomas Browne apuntó en algún lugar de su Pseudodoxia Epidemica. ¿Tenía algo de despedida? Creo que sí.

El cielo se había ido salpicando de cirros hasta conformar un resplandeciente sudario. Sentado en un banco, observé los pequeños cambios que se operaban en aquel rincón del mundo. Los servicios meteorológicos pronosticaban lluvia para esa misma tarde. Me despedí, agradecido. Hice algunas fotos más, guardé el libro, volví a ponerme la mochila y encajé el pasador de la entrada. ¿Cuánto tiempo había pasado?

Dos días más tarde, aguardando la salida del vuelo que me traería de vuelta en una sala de espera del aeropuerto de Stansted, estuve leyendo un libro de viajes de Geoff Dyer donde se recoge un fragmento de D. H. Lawrence que me hizo doblar la esquina superior de la página: «Whereas “some places seem temporary on the face of the earth”, Lawrence believed, “some places seem final”». No sé cuánto tiempo pasé frente a la losa de mármol. Ese tiempo pasado, obviamente, ya no existe, pero –como leí en Agustín de Hipona– fue mucho tiempo mientras fue presente. Norwich reunió durante mis días allí todas las cualidades de ese tipo de lugares que consignó Lawrence: «When you get there you feel something final. There is an arrival». Había llegado. No me refiero a que había llegado a Norwich, sino que había llegado en Norwich, tal y como aquel día de julio, bajo la ducha, antes de organizar mi viaje, presentí: «El vigor del deseo acaba siempre acertando» (Victoria de Stefano).

El resto son pespuntes alrededor de este vórtice sentimental, algunos, no obstante, muy significativos. La ubicación y visita de The Old Rectory, la pedalada de regreso a Norwich mientras el aire cambiaba de dirección, las bandadas de cuervos esquivando el tendido eléctrico, bolsas de luz fugitiva y mi gratitud a Rocío. En Norwich visité luego la iglesia de St. Julian’s, erigida hacia el 900, destruida en 1942, reedificada en 1953. Y hacia las siete de la tarde me dirigí a pie hacia Carrow Road, donde el Norwich City F. C., que había descendido de la Premier League a la Championship, se enfrentaba al Huddersfield Town en su primer partido de la temporada en casa. Me gustó ocupar aquel asiento del estadio, y no disimulé las lágrimas.

El código del candado de la bicicleta que me acompañó aquellos días era el 1066. No pude dejar de relacionarlo con la batalla de Hastings y el poema «Secuoya», de Zbigniew Herbert, que tanto vinculo con ese lugar y esa literatura. Paninis de mozzarella al día siguiente en el café de Waterstones, los terrenos frente a los edificios de estilo brutalista de la University of East Anglia arrasados por la canícula (semejantes al fotograma de un imitador de Tarkovski), el jardín de la iglesia de St. Stephen’s sembrado de lápidas y sepulcros que lindan con el bullicio de los restaurantes Gourmet Burger Kitchen y Wagamama (del próximo mundo apenas nos separa un paño de seda/una burger/un niguiri), o el libro de Dr. Seuss What Pet Should I Get? para Bruno. Y para mí, discos de Anekdoten, Sonic Youth y Swans en Beatniks, en Magdalen Street, muy cerca de Aladdin’s Cave, una tienda de segunda mano donde compro también un tren Percy para Vidal. En una de sus vitrinas identifico con asombro dos juguetes míos que aún conservo: un cochecito de atracadores a la fuga y una figura del séptimo de caballería. En otra época de mi vida los hubiese comprado para seguir atesorándolos, ahora no, y estoy casi seguro de que los míos fueron adquiridos en Londres durante un viaje que hice con mis padres, ¿cuándo? Estoy aquí porque nadie puede responder a eso, porque ya no hay testigos del mundo que me precede, y porque es así.

El último día hubo huelga de trenes, razón por la cual debí hacer trasbordo en la estación londinense de Liverpool Street para llegar al aeropuerto de Stansted, lo cual no supuso en realidad un contratiempo para mí. Tampoco tomé notas personales sobre el viaje mientras leía el libro de Geoff Dyer y los aviones despegaban monótonamente de las pistas Stansted, que, más que un aeropuerto, me pareció un acantonamiento de pasajeros. El último texto del libro de Dyer termina con la siguiente reflexión del autor, llena de ternura: la vida me parece tan interesante, dice, que me gustaría quedarme aquí para siempre, aunque sólo fuera para ver qué ocurre, para ver cómo resulta todo. Mi madre podría haber dicho eso. De hecho, creo que me lo dijo, aunque con otro tono. Pero yo no quiero quedarme aquí para siempre, pensé, consciente de mi despedida en Norwich. De todas formas, aquí mismo también ha empezado algo definitivo e inapelable y frágil. En Norwich acaba de empezar la segunda parte de mi vida, pensé, o más bien sentí, y entonces cerré el libro y miré hacia la pantalla de vuelos de salida.

Fotografía cedida por el autor
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