AA. VV.
De mujer a mujer: cartas desde el exilio a Gabriela Mistral (1942-1956)
Introducción de Francisca Montiel Rayo
Fundación Banco de Santander, Madrid, 2020
175 páginas, 10.00 €
POR CARLOS BARBÁCHANO

 

 

Medio centenar de cartas conforman este valioso epistolario: treinta y tres de ellas dirigidas a Gabriela Mistral por una decena de intelectuales y artistas republicanas en el exilio y diecisiete de la nobel hispanoamericana a cuatro de sus corresponsales más dilectas. Esa decena incluye a Teresa Díez-Canedo –la esposa del añorado crítico Enrique Díez-Canedo, su corresponsal más frecuente–, seguida de Margarita Nelken, María Enciso, Zenobia Camprubí, Maruja Mallo, María Zambrano, María de Unamuno y Victoria Kent, coetáneas de Gabriela, y a las más jóvenes Ana María Sagi y Francesca Prat i Barri: todo un hermoso mujerío, por utilizar un término muy querido por la poeta, dispersado por el mundo pero unido por la sororidad. El epistolario se cierra con dos hermosos textos sobre Gabriela escritos por María Enciso y por Victoria Kent.

La primera mitad de la vida de Lucila Godoy Alcayaga, que ese era su verdadero nombre, de ascendencia vasca por parte de madre, la ocupó, además de la escritura, la pedagogía; la segunda mitad, la diplomacia y, más concretamente, las labores consulares que la llevaron por distintos lugares de Europa y América. Llega a España en 1933 y entra en contacto con las personalidades de esa inolvidable Edad de Plata que configuró el rico mundo artístico, científico y cultural republicano ubicado en la capital –tan emocionantemente evocado por José Moreno Villa en su Vida en claro–; de manera muy especial con las intelectuales españolas agrupadas en torno al Lyceum Club Femenino, presidido por María de Unamuno, que solían visitarla en su apartada residencia madrileña de Ciudad Lineal. En 1935 se ve obligada a dejar España a raíz de una carta desvelada en su Chile natal donde exponía los defectos de los españoles y los graves problemas por los que atravesaba el país. La sustituye Pablo Neruda y pasa a ocuparse del consulado chileno en Lisboa, desde donde, iniciada ya la Guerra Civil, desarrollará, como a lo largo de toda su trayectoria consular, un encomiable trabajo de apoyo y ayuda no solo a las intelectuales y artistas españolas que se ven abocadas al exilio sino a toda empresa humanitaria relacionada con la tragedia española que pudiera aliviar. Pienso ahora en los niños vascos refugiados en Barcelona, a quienes cede buena parte de los derechos de autor de Tala.

Un tercio largo del epistolario lo ocupa la correspondencia entre Teresa Díez-Canedo y Gabriela Mistral, dieciocho cartas en total. El dolor de Teresa por la temprana muerte de su esposo Enrique es plenamente compartido por Gabriela, que tenía al crítico y ocasional embajador en la más alta consideración. El acomodo de la familia Díez-Canedo en el «acogedor» México tuvo mucho que ver con las gestiones de la poeta. Como en el caso de Juan Ramón, la casa madrileña del matrimonio había sido saqueada por las tropas golpistas, perdiéndose con ello gran parte de la obra del filólogo, ordenada y lista para publicar. Buena parte de la vida de Teresa se dedicará a la recuperación de la obra de su marido. «La pena de nuestra España la llevaba muy honda», le comunica Teresa, y Gabriela, tras considerar a Enrique como «hombre óptimo», la consuela haciéndole ver el enorme potencial que, pese a la pérdida, atesora su amiga: «Hay en Vd., querida mía, mucha raza, muchos manantiales de vida, muchas reservas. Mire hacia su interior y dese cuenta de sus dones». De todos sus afectos, posiblemente el que manifiesta por Teresa en el epistolario es el más tierno y entrañable. En esas cartas se nos muestra sin ambages; así, desde el consulado en Niteroi, confiesa a su amiga en 1940 su temor por esa «Europa loca y en calentura, lo que viene al galope, y el recibimiento que preparan los de la quinta columna real, o sea, nazis, fascistas, franquistas o comunistas en bloque, dos tercios del socialismo, etcétera. Mida usted y pese. Da espanto. Pero da también asco. Ahora resulta que somos reaccionarios todos los que guardamos el alma libre». La poeta podría estar, al igual que manifiesta Chaves Nogales en el prólogo de su A sangre y fuego, entre los que serían fusilados por los rojos y por los azules.

Diez son las cartas intercambiadas entre Margarita Nelken y Gabriela Mistral. Las une también el dolor, ahora por la tempranísima pérdida. En el caso de la política e intelectual republicana, por la muerte en combate de su hijo Santiago, que en 1944, a sus 23 años, cae en Ucrania como miembro del Ejército Rojo. «Aquella criatura se me llevó la vida…», escribe a su amiga. «La quiero a Vd., sé que “me hará bien” rozarme con su serenidad», añade. Gabriela había perdido a su vez, un año antes y en plena adolescencia, a su sobrino Juan Miguel Pablo Godoy, Yin Yin, que vivía con ella al obtener su custodia poco después de nacer. Nelken, acogida también en México, intentará a finales de los cuarenta establecerse en Europa sin conseguirlo; Gabriela celebra su regreso considerando «nuestra América, muchísimo más vivible que la desgraciada Europa. No vuelva a salir –concluye–». Como a otras de sus íntimas, la invitará a pasar unos días en su finca de El Lencero, su retiro mexicano: «Se queda usted en esta casa el tiempo que bien pueda. ¡Conversaremos, conversaremos! Hay aquí verdor y paz y gente amiga». En otro de sus envíos reitera uno de sus lemas más preciados al recordarle que salud y ánimo son una misma cosa. En otro celebra sus artículos y se alegra de «saberla así, ¡sana, creadora, joven!».

En varias de las cartas que la escritora María Enciso envía a su maestra le ofrece sus servicios al saber que se ha quedado o se va a quedar sin persona que la ayude en sus múltiples obligaciones, sobre todo en despachar la ingente correspondencia que muchas veces abrumará a Gabriela. Su peregrinaje la llevará a Colombia, pero terminará asentándose en México, donde publicará su obra. En el bello texto, que junto al de Victoria Kent cierra este libro, recuerda su descubrimiento de la autora de Desolación en la residencia de estudiantes de Ríos Rosas en Barcelona, antes de la guerra, cuando, de paso por España, hablaba ante un grupo de extasiados oyentes: «Alta, majestuosa, con su rostro de rasgos exóticos en ese ambiente […] hablaba. Cosas de Chile, de sus costumbres, de su paisaje, de su folklore, cosas de América, en general, y también de su propia vida, la vida de una maestra en un pueblo chileno que, como gran poeta, ve todo aquello que los demás no ven».

Cinco son las cartas de Zenobia Camprubí que recoge el epistolario. Reflejan la devoción, compartida, hacia Juan Ramón Jiménez. Gabriela Mistral lo consideraba su maestro, junto a José Martí y Unamuno, y lamentaba haber recibido el más alto galardón literario antes de quien lo merecía más que ningún otro escritor en nuestra lengua. Zenobia compatibiliza sus clases en la Universidad de Puerto Rico con la dedicación absoluta a Juan Ramón, sumido con frecuencia en la enfermedad y renuente a todo tipo de visitas; «todos tenemos derecho a ocultar nuestras miserias», solía repetir, pese a que en ocasiones lo lamentaba y se echaba «a llorar como un niño». En una de las cartas Zenobia le informa, paciente, de la monocromática dieta juanramoniana, como si estuviera ligada a los atardeceres y jardines amarillos de sus poemas: «3 huevos hervidos al día, leche abundante, carne picada ¡hervida en agua!, puré de papas, flan (3 al día de los individuales), 1 o 2 tostadas en todo el día, crema de trigo una vez al día y un plátano».

Maruja Mallo, en las tres cartas enviadas a Gabriela desde Buenos Aires, donde está asentada, y en la que le remite desde Nueva York, ciudad en la que coinciden por unos días con motivo de la exposición de la pintora y donde lamentablemente no llegan a encontrarse, es la única corresponsal que la tutea. Son misivas breves a su «arcangélica Gabriela», quien la ayudó cuando era cónsul en Portugal a huir «del verdugo del fascismo mundial, ¡¡¡y aquí, nuevamente, otro milagro hiciste!!! Trabajo intensamente –prosigue– en la creación y superación de mi obra, que es… la superación de mí misma o la justificación de mi vida».

María Zambrano escribe desde La Habana, donde han coincidido pero apenas han tenido oportunidad de tratarse, en la celebración del centenario del nacimiento de José Martí. «Hubiera querido hablarle de Chile –señala–. Viví en él, como mujer de mi marido, entonces secretario de la Embajada de España. Plena Guerra Civil. Civil, y con sentido universal. Lo dejamos para volvernos a nuestra hoguera». Poco antes de dejar Chile, añade: «Un grupo de mujeres me trajo un ramo de espigas que yo tuve conmigo en Valencia, en Barcelona. Y cuando hube de salir entre aquel medio millón que pudo hacerlo, lo dejé enterrado allá, cerquita de la frontera de Francia, en tierras catalanas. ¡Quizá haya germinado y algún grano de trigo de su tierra brotará en la mía, tan dolorida!… ¡Y cuántas cosas más! No he vuelto a Chile, no importa. Lo amo».

Gabriela le había escrito mucho antes desde Niza, tras la recepción de Filosofía y Poesía y otro de sus libros, mostrando un profundo respeto y admiración por su obra. «Yo no soy persona de su especialidad, María –le declara–, para escribirle un juicio sobre sus admirables libros. En vez de la filosofía, yo he comido solo de religiones y casi podría decirle que de folklore religioso. Pero sé, como el lector común, que son libros tan bien pensados como bien escritos. Cosa de primer orden». Y seguidamente le manifiesta su alegría por verla «un poquito zafada del orteguismo y más allegada que antes al fogón de la españolidad»; españolidad en absoluto incompatible con su profundo indigenismo. «No se encierre –le aconseja al final de su carta–; no se quede en las ciudades y entre en la doctrina secreta del indio, de su vida, que el blanco no ha querido entender y le ha parecido más fácil denigrar sin haberla vivido lado al lado, única manera de ver por el tacto».

Esa benefactora cercanía física es lo que echa de menos María, la hija de Unamuno, en la fría Norteamérica que comparten, en carta que envía a Gabriela acompañando al Cancionero, última obra de su padre aparecida tras su muerte: «Me imagino lo que sufrirá Vd. con este frío y estas nevadas, a mí me tienen acobardada, me paso las horas metida en mi cuarto en compañía de mis libros, pero estos no bastan, hacen falta personas de carne y hueso con quien comunicarse, aunque sea para reñir algunas veces, esto es al fin humano y preferible a una soledad que acaba por exasperar». Respondiendo a esa carta Gabriela la anima para que, cuando se lo permitan sus obligaciones académicas, se reúna con ella y con su compañera en Virginia, dejando por unos días el gélido Nueva York.

Victoria Kent escribe a su amiga desde México excusándose por no haber podido viajar al paraíso de El Lancero a finales de 1950, respondiendo a una invitación de Gabriela y agradeciéndole el poema «Mujer de prisionero», que le había dedicado y que en 1954 recogería en Lagar. Al final de la carta pide su mediación ante Jaime Benítez, el rector de la Universidad de Puerto Rico, para impartir un curso de su especialidad, Criminología y Derecho Penitenciario.

Completan este cuidado y ejemplar epistolario, muy bien anotado a pie de página, las cartas de Ana María Sagi y Francesca Prat i Barri, jóvenes admiradoras de Gabriela, y el lúcido obituario que le dedica Victoria Kent pocos meses después de su muerte.